Bobby era como un niño que había sido criado junto a un océano al que consideraba tan normal como el cielo, pero ignorándolo todo acerca de corrientes, rutas marítimas, o los pormenores del clima. En la escuela había utilizado consolas, juguetes que te llevaban a través de los confines infinitos de un espacio que no era tal, la increíblemente compleja alucinación consensual de la humanidad, la matriz, el ciberespacio, donde los enormes núcleos de las corporaciones ardían como novas de neón, tan llenos de datos que te sobrevenía una sobrecarga sensorial si intentabas aprender algo más que un leve esbozo.
Pero desde que se iniciara como salchichero, había logrado una idea de lo poco que sabía acerca de cómo funcionaban las cosas, y no sólo en la matriz. Desbordaba y te salpicaba, y había empezado a preguntarse, a preguntarse y a pensar. Cómo funcionaba Barrytown, qué hacía que su madre siguiera adelante, por qué los Gothicks y los Kasuals invertían toda su energía tratando de eliminar a los otros. O por qué Dos-por-Día era negro y vivía en los Proyectos, y qué hacía que eso fuese distinto.
Mientras caminaba, seguía buscando al traficante. Rostros blancos. Más rostros blancos. Su estomago había empezado a hacer un poco de ruido; pensó en el paquete nuevo de chuletas de trigo en el refrigerador de su casa, freirías con un poco de soja y abrir una caja de galletas de krill...
Al pasar junto al quiosco de Coca Cola miró otra vez el reloj. Con seguridad Marsha ya estaba en casa, sumida en las laberínticas complejidades de Gente Importante, la vida de cuya protagonista femenina había compartido a través de un conector desde hacía casi veinte años. El fax del Asahi Shimbun seguía desplegándose tras su pequeña ventana, y se acercó a tiempo para ver el primer informe sobre el bombardeo del Bloque A, Nivel 3, Covina Concourse Courts, Barrytown, Nueva Jersey...
Luego pasó, terminó, y siguió una noticia acerca de las exequias del jefe de los Yakuza de Cleveland. Estrictamente tradicional. Todo el mundo con su paraguas negro.
Siempre había vivido en el 503 del Bloque A.
La cosa enorme, cerrándose, aplastando a Marsha Newmark y su Hitachi. Y por supuesto el destinatario era él.
—Ahí hay alguien que no se pierde detalle —se oyó decir.
—¡Eh! ¡Querido amigo! ¡Conde! ¿Estás volado, hermano? ¡Eh! ¿Adonde vas?
Los ojos de los dos Deans girando para seguirlo mientras se echaba a correr aterrorizado.
Capítulo 7
La explanada
Conroy dirigió el Fokker azul fuera de la erosionada cinta de la carretera de preguerra y redujo la velocidad. La larga cola de gallo de polvo pálido que los siguiera desde Needles comenzó a asentarse; el aliscafo se hundió en su inflada bolsa neumática a medida que se detenían.
—Ésta es la ubicación, Turner. — ¿Qué pasó aquí? — Una superficie rectangular de hormigón se extendía hasta irregulares paredes de desgastados ladrillos de ceniza.
—La crisis económica —dijo Conroy—. Antes de la guerra. Nunca la terminaron. Diez kilómetros hacia el oeste hay subdivisiones enteras; no son más que retículas pavimentadas, ni una sola casa, nada. —¿Por cuántos está compuesto el equipo? —Nueve, sin contarte a ti. Y los médicos. —¿Qué médicos?
—Los de la Hosaka. Maas se ocupa de biotecnologías, ¿verdad? No hay forma de saber qué le pueden haber hecho a nuestro muchacho. Así que la Hosaka ha armado una pequeña unidad de neurocirugía completa a cargo de tres especialistas. Dos de ellos pertenecen a la compañía, y el tercero es un coreano que conoce la medicina negra de atrás para adelante. La cápsula médica es aquella larga —señaló—, techada a medias.
—¿Cómo hicisteis para instalarla?
—La trajimos de Tucson dentro de un buque cisterna. Fingimos un desperfecto. La sacamos y la desplegamos. Nos dio mucho trabajo. Alrededor de tres minutos.
—¿Maas? —preguntó Turner.
—Claro. —Conroy apagó los motores.— Son riesgos del oficio —dijo en el abrupto silencio—. Tal vez se les escapó. Nuestro hombre en el buque cisterna se sentó allí y comenzó a echarle la bronca al despachante de Tucson por la radio CB, preguntándole cuánto tardarían en arreglar el maldito conmutador calórico. Supongo que fue eso lo que interceptaron. ¿Se te ocurre una mejor manera de hacerlo?
—No. Si es que el cliente quiere el aparato in situ. Pero ahora estamos sentados en pleno centro de su área de rastreo...
—Corazón —Conroy dio un bufido—, quizá sólo paramos para echar un polvo. Interrumpimos nuestro viaje a Tucson, ¿no es así? Es el lugar perfecto. La gente se detiene aquí para mear, ¿sabes? —Consultó su negro reloj Porsche. —Tengo que estar allí en una hora, regresaré a la costa en helicóptero.
—¿La plataforma?
—No. Tu maldito jet. Pensé que me encargaría de eso yo mismo.
—Bien.
—Yo optaría por un avión Dornier System de efecto terrestre. Lo haría esperar en la carretera hasta que viésemos a Mitchell acercarse. Podría estar aquí para cuando los médicos hubieran terminado con él; lo metemos a bordo y despegamos hacia la frontera de Sonora...
—A velocidad subsónica —dijo Turner—. Ni hablar. Ya mismo estás saliendo para California a comprarme ese jet acrobático. Nuestro muchacho va a salir de aquí en un caza polivalente apenas obsoleto.
— ¿Has pensado en algún piloto?
—En mí —dijo Turner, y se tocó el conector detrás de la oreja—. Es un sistema interactivo totalmente integrado. Ellos te venderán el software para hacer la interfase y yo no tendré más que conectarme.
—No sabía que supieras volar.
—Y no sé; pero no es necesaria demasiada práctica para ir hasta Ciudad de México.
—Sigues siendo el muchacho rebelde, ¿verdad, Turner? ¿Sabes que se rumorea que alguien te hizo volar el miembro, allá en Nueva Delhi? —Conroy giró bruscamente para encararlo, sonrisa limpia y fría.
Turner tomó el anorak de detrás del asiento y sacó el revólver y la caja de municiones. Estaba poniendo el anorak otra vez en su lugar cuando Conroy dijo: —Quédatelo. De noche hace un frío del diablo.
Turner se inclinó hacia el pestillo, y Conroy puso en marcha las turbinas. El aliscafo se elevó algunos centímetros, balanceándose ligeramente cuando Turner empujó la portezuela y salió. El disco blanco del sol y el aire como terciopelo caliente. Sacó sus gafas oscuras mexicanas del bolsillo de la camisa azul de trabajo y se las puso. Llevaba zapatillas marineras blancas y unos pantalones de combate tropicales. La caja de balas explosivas iba en uno de los bolsillos del pantalón. Mantuvo el revólver en la mano derecha y el anorak enrollado bajo el brazo izquierdo. —Dirígete hacia el edificio largo —dijo Conroy sobre el ruido de las turbinas—. Te están esperando.
Saltó al resplandor calcinante del mediodía del desierto al tiempo que Conroy volvía a poner el Fokker en marcha y lo llevaba hasta la autopista. Miró como se alejaba hacia el este: una imagen distorsionada por la reverberación del calor.
Por fin desapareció, no se oía ruido alguno, ningún movimiento. Se volvió, de frente a las ruinas. Algo pequeño y de color gris piedra saltó entre dos rocas.
A unos ochenta metros de la autopista se elevaban las irregulares paredes. La explanada intermedia había sido una vez un estacionamiento.