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Pero hablar parecía secundario frente a lo que había entre ellos; y ahora un rabihorcado volaba sobre sus cabezas, viró contra la brisa, se inclinó; giró, y se fue. La inconsciente libertad con que se deslizaba en el aire los estremeció. Ella le apretó la mano.

Una figura azul se acercaba por la playa, un policía militar dirigiéndose al pueblo, las negras botas perfectamente lustradas, irreales contra la suave y brillante arena. Cuando el hombre pasó a su lado, rostro oscuro e inmóvil tras los cristales espejados de sus gafas, Turner notó la carabina láser Steiner-Optic con mira Fabrique Nationale. Los pantalones azules estaban impecables, los dobleces como cuchillas.

Turner había sido soldado de derecho propio durante la mayor parte de su vida adulta, aunque nunca había llevado uniforme. Un mercenario al servicio de vastas organizaciones luchando encubiertamente por el control de economías enteras. Era un especialista en la extracción de investigadores y cuadros ejecutivos del más alto nivel. Las multinacionales para las que trabajaba nunca admitirían que hombres como Turner pudieran existir...

—Anoche te bebiste casi una botella de Herradura —dijo ella.

Él asintió. La mano de ella, en la suya, estaba tibia y seca. Él miraba cómo los dedos de sus pies se extendían en cada paso, el resquebrajado esmalte rosa de sus uñas.

Las olas rompían, sus bordes transparentes como cristal verde.

Las gotas de espuma sobre el bronceado de Allison.

Después del primer día juntos, la vida se transformó en una rutina sencilla. Desayunaban en el mercado, en un quiosco con un mostrador de hormigón tan liso por el desgaste que parecía mármol lustrado. Nadaban toda la mañana, hasta que el sol los empujaba de regreso a la frescura de las celosías del hotel, donde hacían el amor bajo las lentas aspas de madera del ventilador del cielo raso, y luego dormían. Por las tardes exploraban el laberinto de estrechas calles detrás de la Avenida, o hacían expediciones a pie por las colinas. Cenaban en restaurantes frente a la playa y bebían en los patios de blancos hoteles. La luz de la luna se rizaba en el borde de las olas.

Y poco a poco, sin palabras, ella le enseñó un nuevo estilo de pasión. Él estaba acostumbrado a que lo sirvieran, a recibir los anónimos servicios de hábiles profesionales. Ahora, en la caverna blanca, se arrodillaba sobre las baldosas. Bajaba la cabeza, lamiendo la sal del Pacífico mezclada con su propia humedad, el fresco interior de sus muslos contra las mejillas de él. Con las manos acunando sus caderas, la sostenía, la alzaba como a un cáliz, sus labios apretando con fuerza, mientras que con la lengua buscaba el lugar, el punto, la frecuencia que la llevase a casa. Luego, sonriendo, la montaba, la penetraba, y la seguía hasta allá.

A veces, después, él hablaba; largas espirales de frases borrosas que se desmadejaban para unirse al ruido del mar. Ella apenas si decía algo, pero, por poco que fuere, él había aprendido a darle importancia, y ella siempre lo abrazaba. Y escuchaba.

Pasó una semana, y luego otra. El último día él despertó en la misma habitación fresca, encontrando a la muchacha a su lado. Mientras desayunaba imaginó que sentía un cambio en ella, una tensión.

Tomaron sol, nadaron, y en la familiaridad de la cama olvidó el vago sentimiento de ansiedad. Por la tarde, ella sugirió que caminaran por la playa, hacia Barre, tal como lo hicieran aquella primera mañana.

Turner extrajo la espita contra el polvo del conector ubicado detrás de su oreja e insertó un microsoft de plata. La estructura del castellano se acomodó en él como una torre de cristal, portones invisibles apoyados en goznes del presente y futuro, condicional, pretérito perfecto. Dejándola en la habitación, cruzó la Avenida y entró en el mercado. Compró un cesto de paja, latas de cerveza, bocadillos, fruta y, de regreso, un nuevo par de gafas de sol a un vendedor de la Avenida.

Su bronceado era oscuro y regular. Los remiendos rectangulares que le quedaran tras los injertos del holandés habían desaparecido, y ella le había enseñado la unicidad de su propio cuerpo. Por las mañanas, los ojos verdes que encontraba en el espejo del baño eran los suyos, y el holandés ya no perturbaba sus sueños con bromas sin gracia y una tos seca. Algunas veces, aún, soñaba con fragmentos de la India, un país que apenas conocía, astillas brillantes, Chandni Chauk, olor a polvo y pan frito...

Una cuarta parte de la longitud de la curva de la bahía los separaba de las paredes del hotel en ruinas. Aquí la corriente era más fuerte, cada ola que rompía, una detonación.

Ahora ella lo arrastraba hasta el agua, algo nuevo en las esquinas de sus ojos, una cierta tensión. Las gaviotas se dispersaron cuando llegaron de la mano por la playa para contemplar las sombras en los portales vacíos. La arena se había retirado, dejando al descubierto la estructura de la fachada, las paredes habían desaparecido y los pisos de los tres niveles colgaban como enormes tejas de torcidos y herrumbrosos tendones de acero del grosor de un dedo, cada uno de ellos recubierto con baldosas de color y diseño diferentes.

Sobre un arco de hormigón, escrito en infantiles mayúsculas formadas de conchas, se leía hotel playa del m. —Mar —dijo él, contemplando la inscripción, aunque había retirado el microsoft.

—Ha terminado —dijo ella, pasando debajo del arco y penetrando en las sombras.

—¿Qué ha terminado? —La siguió, con el cesto de paja rozándole la cadera. Aquí la arena era fría, seca, huidiza entre los dedos de sus pies.

—Terminado. Acabado. Este lugar. Aquí no hay tiempo, no hay futuro.

Él la miró, miró más allá de ella, hacia donde los oxidados muelles de una cama se entreveraban en la unión de dos paredes en ruinas.

—Huele a orina —dijo—. Nademos.

El mar se llevó el frío, pero ahora había entre ellos una distancia. Se sentaron sobre una manta de la habitación de Turner y comieron, en silencio. La sombra de la ruina se hizo más larga. El viento movía el pelo de la muchacha manchado de sol.

—Me haces pensar en los caballos —dijo él por fin.

—Bueno —dijo ella, como si hablase desde las profundidades del agotamiento—, sólo hace treinta años que se extinguieron.

—No —dijo Turner—, su pelo. El pelo del cuello, al correr.

—Crines —dijo ella, y había lágrimas en sus ojos—. Mierda. —Sus hombros empezaron a sacudirse. Respiró hondo. Arrojó a la playa su lata vacía de Carta Blanca.— Eso, yo, qué importa. —Sus brazos rodeándolo otra vez.— Oh, vamos, Turner. Vamos.

Y al tiempo que ella se recostó, arrastrándolo consigo, advirtió algo, un barco, reducido por la distancia a un guión blanco, donde el agua se encontraba con el cielo.

Al incorporarse, mientras se ponía los téjanos recortados, vio el yate. Ahora estaba mucho más cerca, una elegante curva blanca cabalgando en el agua. Agua profunda. Aquí la playa debe de caer casi en vertical, a juzgar por la fuerza de las olas. Debía de ser por eso que la línea de hoteles terminaba donde terminaba, playa adentro, y por eso las ruinas no habían sobrevivido. Las olas habían desgastado sus cimientos.

—Dame el cesto.

Ella estaba abotonándose la blusa que él le comprara en uno de los desvencijados tenderetes que bordeaban la Avenida. Algodón mexicano azul eléctrico, mal hecha. La ropa que compraban en las tiendas apenas si duraba un día o dos.

—Que me des el cesto, dije.

Ella lo hizo. Escarbó entre los restos de aquella tarde y encontró sus binoculares debajo de una bolsa plástica de rodajas de pina empapadas de lima y espolvoreadas con cayena. Los sacó, un par de lentes compactos de combate de 6 X 30. Abrió las cubiertas incorporadas de los objetivos, desplegó los protectores oculares acolchados, y observó los estilizados ideogramas del logo de Hosaka. Un bote inflable amarillo rodeó la popa y avanzó hacia la playa.