—Turner, yo...
—Levántate. —Metió a toda prisa la manta y la toalla en el cesto. Sacó la última lata ya caliente de Carta Blanca y la colocó junto a los binoculares. Se puso de pie, levantó a la chica de un rápido tirón y le dio el cesto.— Tal vez me esté equivocando —dijo—. Si lo estoy, vete de aquí. Corta por ese segundo grupo de palmeras. —Apuntó.— No regreses al hotel. Toma un bus, a Manzanillo o a Vallarla. Vuelve a casa. —Ya podía oír el ronroneo del fuera de borda.
Vio aparecer las lágrimas, pero ella no emitió sonido alguno al volverse y correr, más allá de las ruinas, sujetando el cesto, tropezando con un montículo de arena. No miró hacia atrás.
Entonces él se volvió en dirección al yate. El bote inflable saltaba sobre las olas. El nombre de la embarcación era Tsushima, y la había visto por última vez en la bahía de Hiroshima. Desde su cubierta había contemplado la puerta roja de Shinto, en Itsu-kushima.
No necesitó los binoculares para saber que el pasajero del bote sería Conroy, el piloto uno de los ninjas de Hosaka. Se sentó con las piernas cruzadas sobre la arena ya casi fría y abrió su última lata de cerveza mexicana.
Volvió la vista hacia la línea de hoteles blancos, las manos inertes sobre una de las barandillas de madera de teca del Tsushima . Detrás de los hoteles brillaban los tres hologramas del pequeño pueblo: Banamex, Aeronaves, y la Virgen de seis metros de la catedral.
Conroy estaba a su lado. —Trabajo rápido —dijo—. Tú sabes cómo es. —Conroy tenía una voz neutra desprovista de inflexiones, como si la hubiese copiado de un chip foniátrico barato. Su rostro era ancho y blanco, de un blanco cadavérico. Entrecerraba los ojos circundados por una línea oscura bajo unas greñas oxigenadas y echadas hacia atrás que dejaban al descubierto una ancha frente. Llevaba un polo negro y pantalones del mismo color.— Adentro —dijo, volviéndose. Turner lo siguió, bajando la cabeza para entrar por la puerta del camarote. Paredes blancas, pino claro y sin nudos: la elegante austeridad de las firmas de Tokio.
—No.
Conroy se instaló en un cojín bajo y rectangular de ultragamuza gris pizarra. Turner permaneció de pie, con los brazos colgando. Conroy tomó un inhalador de plata estriado de la mesa baja esmaltada que los separaba. — ¿Intensificador de Choline?
—No.
Conroy se llevó el inhalador a una de las fosas nasales y respiró hondo.
— ¿Quieres un poco de sushi? —Volvió a poner el inhalador sobre la mesa. — Pescamos un par de cuberas rojas, hace cosa de una hora.
Turner continuó de pie donde estaba, mirando a Conroy.
—Christopher Mitchell —dijo Conroy—. Biolaboratorios Maas. Su especialidad son las hibridomas. Está por pasarse a la Hosaka.
—Nunca he oído hablar de él.
—Tonterías. ¿Quieres un trago?
Turner sacudió la cabeza.
—El silicón está en retirada, Turner. Mitchell es el hombre que logró que los biochips funcionaran, y Maas tiene acaparadas las principales patentes. Eso lo sabes. Él es el hombre de los monoclónicos. Quiere salir. Tú y yo, Turner, lo vamos a mover.
—Creo que yo ya he dejado eso, Conroy. Lo estaba pasando bien, allá.
—Fue lo que dijo el equipo psiquiátrico en Tokio. O sea, no es precisamente la primera vez que sales del rollo, ¿verdad? Ella es una psicóloga de sondeos; trabaja para la Hosaka.
Un músculo comenzó a temblar en el muslo de Turner.
—Dicen que estás listo, Turner. Les preocupaba un poco lo de Nueva Delhi, y quisieron comprobarlo. Algo de terapia nunca hace daño, ¿no es así?
Capítulo 2
Marly
Ella se había puesto lo mejor que tenía para la entrevista, pero estaba lloviendo en Bruselas y no tenía dinero para un taxi. Caminó desde la estación de la Eurotrans.
Su mano, en el bolsillo de su única chaqueta de buena calidad —una Sally Stanley, pero comprada hacía casi un año—, era un nudo blanco alrededor del estrujado telefax. Una vez memorizada la dirección ya no lo necesitaba, pero parecía tan imposible soltarlo como salir del trance en el que estaba ahora, mirando fijamente el escaparate de una tienda cara que vendía ropa de hombre, alternando el foco de su atención entre las formales camisas de vestir de franela y el reflejo de sus propios ojos oscuros.
Sin duda alguna sus ojos bastarían para costarle el trabajo. No había necesidad del pelo mojado que ahora lamentaba no haber dejado que Andrea le cortara. Los ojos reflejaban un dolor y una inercia que cualquiera sería capaz de leer, y seguramente Herr Josef Virek, el menos probable de los empleadores potenciales, no tardaría en darse cuenta de estos detalles.
Cuando se le entregó el telefax no lo consideró más que una broma cruel, otra llamada molesta. Ya había tenido suficientes, gracias a los medios de comunicación; tantas, que Andrea había solicitado un programa
especial para el teléfono del apartamento, uno que filtraba las llamadas externas desde cualquier número que no figurase en su listado permanente. Pero eso, había insistido Andrea, tenía que haber sido el porqué del telefax. ¿De qué otra forma podía alguien contactarla?
Pero Marly había sacudido la cabeza y se había acurrucado dentro del viejo albornoz de Andrea. ¿Por qué querría Virek, coleccionista y mecenas, con su inmensa fortuna, contratar a la antigua encargada, ahora caída en desgracia, de una insignificante galería de arte parisiense?
Después le había tocado a Andrea sacudir la cabeza, en su impaciencia con la nueva Marly, la Marly Krushkhova caída en desgracia, que ahora paseaba días enteros en el apartamento, y que a veces ni siquiera se tomaba la molestia de vestirse. En París, el intento de venta de una sola falsificación no podía considerarse la novedad que Marly imaginaba, dijo. Si la prensa no hubiese estado tan ansiosa de demostrar que el asqueroso Gnass era realmente un tonto, prosiguió, el negocio apenas habría constituido noticia. Gnass era lo bastante rico, y lo bastante ordinario, como para convertirse en el centro del escándalo durante un fin de semana. Andrea sonrió. —Si hubieses sido menos atractiva, habrías recibido mucha menos atención.
Marly negó con la cabeza.
—Y la falsificación era de Alain. Tú eres inocente. ¿Has olvidado eso?
Marly fue al baño, todavía acurrucada en el deshilachado albornoz, sin contestar.
Bajo el deseo de su amiga de reconfortarla, Marly ya no podía sentir la impaciencia de alguien forzado a compartir un espacio muy pequeño con un invitado infeliz que además no pagaba los gastos.
Y Andrea había tenido que prestarle el importe del billete del Eurotrans.
Con un esfuerzo de voluntad consciente y doloroso, escapó al círculo de sus pensamientos y se entremezcló con el denso pero tranquilo flujo de serios compradores belgas.
Una chica de leotardos brillantes y chaqueta de lana excesivamente amplia que debía pertenecer a su novio, la rozó al pasar, despreocupada y sonriente.
En la esquina, Marly advirtió una tienda donde vendían ropa de una marca que había sido una de sus preferidas durante sus días de estudiante. Las prendas parecían imposiblemente jóvenes.
En su puño blanco y secreto, el telefax.
Galerie Duperey, 14 Rué au Beurre, Bruxelles.
Josef Virek.