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—¿Hay más? ¿Más cajas?

—He encontrado siete. En un lapso de tres años. La Colección Virek, verá, es una especie de agujero negro. La extraña densidad de mi fortuna arrastra a las obras más singulares del espíritu humano de un modo irresistible. Es un proceso autónomo, y en el que por lo general me intereso poco...

Pero Marly estaba ensimismada en la caja, en su evocación de distancias imposibles, de pérdidas y añoranzas. Era melancólica, dulce, y algo infantil. Contenía siete objetos.

El delgado hueso con estrías, sin duda conformado para el vuelo, debía provenir del ala de algún pájaro. Tres arcaicos circuitos impresos revestidos con laberintos de oro. Una pulida esfera blanca de arcilla cocida. Un pedazo de encaje ennegrecido por el tiempo. Un segmento del largo de un dedo de lo que supuso sería el hueso de una muñeca humana, blanco grisáceo, hábilmente incrustado en el eje de silicón de un pequeño instrumento que originalmente quedaría al ras de la superficie de la piel; pero la esfera del objeto estaba gastada y ennegrecida.

La caja era un universo, un poema, congelado en las fronteras de la experiencia humana.

—Gracias, Paco.

Caja y niño desaparecieron.

Marly quedó estupefacta.

— Ah, perdón, he olvidado que estas transiciones son demasiado abruptas para usted. Ahora, sin embargo, debemos discutir su tarea...

—Herr Virek —dijo ella—, ¿qué es «Paco»?

—Un subprograma.

—Entiendo.

—La he contratado para que encuentre al creador de la caja.

—Pero, Herr Virek, con sus recursos...

—Entre los que ahora se encuentra usted, querida. ¿No quería un empleo? Cuando me enteré de que a Gnass lo habían engañado con un Cornell falso, vi que usted podría serme útil para esto. —Se encogió de hombros. — Le ruego que confíe en mi habilidad para obtener los resultados deseados.

—¡Por supuesto, Herr Virek! Y, sí, sí deseo trabajar.

—Muy bien. Recibirá un salario. Se le dará acceso a ciertas líneas de crédito, aunque si usted se viera en la necesidad de comprar, digamos, cantidades sustanciales de propiedad inmobiliaria...

—¿Propiedad inmobiliaria?

—O una corporación, o una nave espacial. En ese caso, usted solicitará mi autorización indirecta, que casi con seguridad le será otorgada. Aparte de eso, tendrá usted carta blanca. Le sugiero, sin embargo, que trabaje a una escala con la que se sienta cómoda. En caso contrario correría usted el riesgo de perder contacto con su intuición, y la intuición, en un caso como éste, es de una importancia crucial. —La famosa sonrisa rutiló para ella una vez más.

Marly tomó aire. —Herr Virek, ¿y si fracaso? ¿Cuánto tiempo tengo para ubicar a este artista?

—El resto de su vida —dijo él.

—Perdóneme —se encontró diciendo horrorizada—, ha dicho usted que vive en una... ¿tina?

—Sí, Marly. Y desde esa perspectiva un tanto terminal, le aconsejo que viva intensamente cada hora de su vida. No en el pasado, si me entiende. Se lo dice alguien que ya no puede tolerar ese estado elemental, ahora que las células de mi cuerpo han optado por la quijotesca búsqueda de caminos individuales. Supongo que a un hombre más afortunado, o más pobre, finalmente se le habría permitido morir, o ser codificado en el núcleo de alguna pieza de hardware. Pero me veo confinado por una bizantina red de circunstancias que requiere, tengo entendido, cerca de un décimo de mis ingresos anuales. Lo cual hace de mí, supongo, el enfermo más caro del mundo. Sus problemas sentimentales me emocionaron, Marly. Le envidio el buen estado de la carne de la cual provienen.

Y, por un instante, ella miró aquellos dulces ojos azules, y supo, con una instintiva certeza animal, que los desmesuradamente ricos ya no tenían nada de humanos.

Un manto de noche barrió el cielo de Barcelona, como la inesperada contracción de un vasto y lento obturador; Virek y Güell desaparecieron, y ella se encontró sentada de nuevo en la banqueta de cuero, mirando rasgadas láminas de cartulina manchada.

Capítulo 3

Bobby hace un wilson

Era algo tan sencillo, la muerte. Lo descubría ahora: sólo sucedía. Te descuidabas un segundo y ahí estaba, algo gélido e inodoro, abalanzándose desde las cuatro esquinas de la habitación, la sala de estar de tu madre en Barrytown.

Mierda, pensó. Dos-por-Día se va a morir de rúa, primera vez que salgo y hago un wilson.

El único sonido en la habitación era el tenue y sostenido entrechocar de sus dientes, espasmos supersónicos de la retroacción que alimentaba su sistema nervioso. Observó el delicado temblor de su mano helada a centímetros del interruptor de plástico rojo que podía romper la conexión que lo estaba matando.

Mierda.

Había llegado a casa para en seguida concentrarse en aquello; introdujo el rompehielos que había alquilado a Dos-por-Día y conectó, buscando la base que eligiera como primer objetivo real. Supuso que aquélla era la manera de proceder: si quieres hacerlo, entonces hazlo. Hacía apenas un mes que tenía la pequeña consola Ono-Sendai, pero ya sabía que quería ser algo más que un simple salchichero de Barrytown. Bobby Newmark, alias Conde Cero; pero ya había terminado. Los espectáculos nunca terminaban así, nada más comenzar. En un show, la chica del héroe, o tal vez su socio, entraría corriendo, quitaría los trodos de un tirón y daría un manotazo al pequeño interruptor rojo de OFF. Para que te salvaras, para salvarte.

Pero ahora Bobby estaba solo, con su sistema nervioso autónomo dominado por las defensas de una base de datos ubicada a tres mil kilómetros de Barrytown, y él lo sabía. Había algo de alquimia en esa oscuridad inminente, algo que le permitió ver de soslayo la infinita deseabilidad de aquella habitación, con su alfombra color alfombra y sus cortinas color cortina, su sofá venido a menos, el anguloso marco cromado que soportaba los componentes de un módulo de entretenimiento Hitachi de seis años de antigüedad.

Había cerrado cuidadosamente esas cortinas preparándose para el viaje, pero ahora, de algún modo, parecía que podía ver hacia afuera, donde los edificios de Barrytown dibujaban la cresta de una ola de hormigón que rompería contra las oscuras torres de los Proyectos. Aquella ola de edificios estaba erizada de un delgado manto insectiforme de antenas y platos parabólicos, entrelazados con cuerdas de ropa colgada. A su madre le gustaba quejarse de eso; ella tenía una secadora. Él recordó sus nudillos blancos sobre la barandilla del balcón en imitación bronce, secas arrugas en el pliegue de su muñeca. Recordó a un niño al que sacaban del Gran Campo de Juego en una camilla de metal, muerto, envuelto en plástico del mismo color de un coche patrulla. Cayó y se golpeó la cabeza. Cayó. Cabeza. Wilson.

Su corazón se detuvo. Le pareció que caía hacia un costado, pateado como un animal en un dibujo animado.

Decimosexto segundo de la muerte de Bobby Newmark. Su muerte de salchichero.

Y algo se inclinó sobre él, una vastedad inconmensurable, venida de más allá de la frontera más lejana que hubiese conocido o imaginado, y lo tocó.

:::   ¿qué haces? ¿por qué te están haciendo eso?

Vozdeniña, pelomarrón, ojososcuros...

   :::   matándome matándome sácalo sácalo

Ojososcuros, estrelladeldesierto, camisetaarena, pelodechica...

   :::    PERO ES UN TRUCO, ¿ENTIENDES? SÓLO TE PARECE QUE TE ATRAPO. MIRA. AHORA ENTRO AOJJÍ Y YA NO ESTÁS LLEVANDO EL LAZO.

Y su corazón le dio un vuelco, quedó de espaldas, y pateó su almuerzo con sus rojas piernas de personaje de historieta, espasmo galvánico de pata de rana arrojándolo de la silla y arrancándole los trodos de la frente. Su vejiga cedió cuando golpeó la esquina del Hitachi con la cabeza, y alguien estaba diciendo mierda mierda mierda en el olor a polvo de la alfombra. No más vozdechica, no más estrelladeldesierto, fugaz impresión de viento frío y piedra erosionada por el agua...