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Entonces su cabeza estalló. Lo vio con toda claridad, desde algún sitio muy lejano. Como una granada de fósforo.

Blanco.

Luz.

Capítulo 4

Marcando tarjeta

El Honda negro se mantuvo suspendido veinte metros sobre la cubierta octogonal de la ruinosa plataforma petrolera. Se acercaba el amanecer, y Turner podía distinguir el débil contorno en forma de trébol de la señal «peligro biológico» que indicaba el helipuerto.

—¿Hay peligro biológico ahí abajo, Conroy?

—Ninguno al que no estés acostumbrado —fue la respuesta.

Una figura en mono rojo hacía grandes gestos con los brazos al piloto del Honda. Las corrientes provocadas durante el aterrizaje arrojaban al mar desechos de material de embalaje. Conroy liberó el cierre de su arnés y se inclinó sobre Turner para abrir la escotilla. El rugido de los motores los castigó cuando la escotilla se deslizó para permitirles la salida. Conroy estaba golpeándole el hombro, haciendo frenéticos movimientos hacia arriba con la palma en alto. Apuntó hacia el piloto.

Turner salió y se dejó caer; la hélice era una mancha de trueno, y en seguida Conroy estuvo en cuclillas junto a él. Cruzaron el gastado trébol, encorvados y con ese modo de correr semejando cangrejos tan característico en los helipuertos, el viento del Honda golpeteándoles las perneras de los pantalones contra los tobillos. Turner llevaba una sencilla maleta gris moldeada de ABS balístico, su único equipaje; alguien se la había preparado, en el hotel, y lo había estado esperando a bordo del Tsushima . Un súbito cambio de tono le dijo que el helicóptero se estaba elevando. El Honda se alejó gimiendo hacia la costa, con las luces apagadas. Cuando el ruido se desvaneció, Turner pudo distinguir los gritos de las gaviotas y el oleaje del Pacífico.

—Una vez alguien trató de instalar aquí un paraíso informático —dijo Conroy—. Aguas internacionales. En aquel entonces nadie vivía en órbita, así que resultó lógico durante algunos años... —Comenzó a caminar hacia un oxidado bosque de vigas que sustentaban la superestructura de la plataforma.— Según un guión que me mostró la Hosaka, traeríamos a Mitchell hasta aquí, lo limpiaríamos, lo meteríamos en el Tsushima y a toda máquina hasta el viejo Japón. Yo les dije, olvídense de esa mierda. Si los de Maas se enteran pueden acabar con todo esto cuando les dé la gana. Yo les dije, aquella instalación que tienen en el D.F., ése es el lugar, ¿no? Hay muchas cosas que Maas no haría allí, no en pleno centro de la Ciudad de México...

Una figura emergió de las sombras, la cabeza distorsionada por las bulbosas gafas de un amplificador de imagen. Con las romas y apiñadas bocas de un lanza-flechas, Lansing les hizo señas para que siguieran adelante. —Peligro biológico —dijo Conroy mientras avanzaban—. Baja la cabeza aquí. Y ten cuidado, la escalera se hace resbalosa.

La plataforma olía a herrumbre y a abandono y a brea. No había ventanas. Las desteñidas paredes color crema estaban salpicadas de manchas de óxido que avanzaban. Cada tantos metros colgaban de las vigas del techo lámparas fluorescentes que proyectaban una horrible luz verdosa, a la vez intensa y hostilmente irregular. Había al menos una docena de personas trabajando en aquella sala central; se movían con la relajada precisión de los buenos técnicos. Profesionales, pensó Turner; sus miradas rara vez se encontraban y se hablaba poco. Hacía frío, mucho frío, y Conroy le había dado un enorme anorak cubierto de etiquetas y cremalleras.

Un hombre de barba, vestido con una cazadora de aviador de piel de cordero, estaba sujetando con cinta plateada unos tramos de fibra óptica a un tabique abollado. Conroy discutía en voz baja con una negra que llevaba un anorak como el de Turner. El técnico de barba levantó la vista de su trabajo y vio a Turner. —Mierda —dijo, aún arrodillado—, sabía que iba a ser grande, pero no que iba a ser tan duro. —Se levantó, limpiándose con un movimiento inconsciente las palmas de las manos en los vaqueros. Al igual que el resto de los técnicos, usaba guantes de cirugía.— Tú eres Turner. —Sonrió, dirigió una breve mirada a Conroy, y de un bolsillo de la cazadora sacó un termo de plástico negro.— Para que se te pase el frío. ¿Me recuerdas? Hicimos aquel trabajo en Marrakesh, un chico de la IBM que se pasó a la Mitsu-G. Le puse las cargas a aquel bus que tú y el francés metieron en el vestíbulo del hotel.

Turner tomó el termo, le quitó la tapa y lo llevó a los labios. Bourbon. Fuerte y amargo; sintió el calor esparciéndose más abajo del esternón. —Gracias. —Devolvió el termo y el hombre se lo metió en el bolsillo.

—Oakey —dijo el hombre—. Me llamo Oakey. ¿Te acuerdas ahora?

—Claro —mintió Turner—, Marrakesh.

—Wild Turkey —dijo Oakey—. Pasé por Schipol, le di al duty-free. Ese socio tuyo —otra mirada a Conroy— no descansa nunca, ¿verdad? Quiero decir, no como en Marrakesh, ¿verdad?

Turner asintió.

—Si necesitas algo —dijo Oakey—, sólo dímelo.

—¿Como qué?

—Otro trago, y tengo un poco de coca peruana, la que es bien amarilla. —Oakey sonrió de nuevo.

—Gracias —dijo Turner, viendo que Conroy le daba la espalda a la negra. Oakey se arrodilló rápidamente y comenzó a arrancar otra tira de cinta de plata.

—¿Quién era ése? —preguntó Conroy, tras conducir a Turner a través de una estrecha puerta cuyas hojas tenían deterioradas arandelas en los bordes. Conroy hizo girar la rueda que cerraba la puerta; alguien la había aceitado no hacía mucho.

—Se llama Oakey —dijo Turner mientras observaba la nueva habitación. Más pequeña, dos lámparas, mesas plegables, sillas, todo nuevo. Sobre las mesas, instrumental de algún tipo, bajo fundas de plástico negro.

—¿Un amigo tuyo?

—No —dijo Turner—. Trabajó para mí una vez. —Se acercó a la mesa más cercana y levantó una de las fundas.— ¿Qué es esto? —La consola tenía el aspecto anónimo y a medio terminar de un prototipo de fábrica.

—Una consola de ciberespacio Maas-Neotek.

Turner levantó las cejas. —¿Tuya?

—Tenemos dos. Una está allá. La envió la Hosaka. Es lo más rápido en la matriz, evidentemente, y en la Hosaka no pueden ni siquiera averiguar cómo están proyectados los chips para copiarlos. Una tecnología totalmente distinta.

—¿Las consiguieron por Mitchell?

—No dicen nada. El que las hayan soltado para darle a nuestros jockeys una ventaja, indica lo mucho que necesitan al hombre.

—¿Quién está en consola, Conroy?

—Jaylene Slide. Estaba hablando con ella ahora. —Movió la cabeza en dirección a la puerta.— El que está en la otra es de Los Ángeles, un muchacho llamado Ramírez.

—¿Son buenos? —Turner volvió a colocar la funda.

—Con lo que costarán, mejor que lo sean. Jaylene ha ganado mucho nombre en los últimos dos años, y Ramírez es su suplente. Mierda. — Conroy se encogió de hombros—, ya conoces a estos cowboys. Locos de remate...

—¿Dónde los conseguiste? ¿Dónde conseguiste a Oakey, por ejemplo?

Conroy sonrió. —Por tu agente, Turner.

Turner miró a Conroy, y asintió. Luego levantó el borde de la otra funda. Cajas de plástico y polietileno ordenadamente apiladas sobre el frío metal de la mesa. Tocó un rectángulo de plástico azul estampado con un monograma de plata: S&W.

—Tu agente —dijo Conroy mientras Turner abría el estuche. El arma descansaba sobre un moldeado lecho de espuma azul claro, un voluminoso revólver con un cargador grotesco que se abultaba bajo el corto cañón—. S&W Táctico, calibre 0.408, con un proyector de xenón —dijo Conroy—. Lo que él dijo que tú necesitarías.