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Entró en el cuarto de baño y manipuló las palancas de bronce pulido de la gran bañera blanca. De un dispositivo de filtración japonés brotó silbando una columna de agua caliente. El hotel proporcionaba paquetes de sales de baño, tubos de cremas y aceites perfumados. Vació en la bañera uno de estos últimos a medida que ésta se llenaba y comenzó a quitarse la ropa, sintiendo una punzada de pérdida cuando arrojó la Sally Stanley al suelo. Hasta una hora antes, la chaqueta, que ya tenía un año, había sido su prenda favorita y tal vez el objeto más caro que hubiese poseído jamás. Ahora era algo para que se llevara el personal de la limpieza; lo más probable es que terminara en uno de los mercados de pulgas de la ciudad, el tipo de sitio donde había buscado gangas en sus tiempos de estudiante de Bellas Artes...

Los espejos se empañaron y comenzaron a gotear a medida que la habitación se iba llenando de un vapor perfumado, difuminando la imagen de su desnudez. ¿Era así de fácil en realidad? ¿La dorada ficha de crédito de Virek la había alejado de su infelicidad, trayéndola a este hotel donde las toallas eran blancas, gruesas y ásperas? Tenía conciencia de un cierto vértigo espiritual, como si temblara al borde de un precipicio. Se preguntó cuan poderoso podía llegar a ser el dinero, si una tuviera lo bastante, realmente lo bastante. Supuso que sólo los Virek de este mundo podían saberlo en realidad, y con toda seguridad eran funcionalmente incapaces de saberlo; preguntarle a Virek sería como interrogar a un pez para saber más acerca del agua. Sí, querida, está mojada; sí, querida, por cierto que es tibia, perfumada, limpia. Entró en la bañera y se acostó. Mañana se haría cortar el pelo. En París.

El teléfono de Andrea sonó dieciséis veces antes de que Marly recordase el programa especial. Aún estaría conectado, y este pequeño y costoso hotel de Bruselas no figuraría en la lista. Cuando se inclinó para volver a colocar sobre la mesa de mármol el microteléfono, éste tintineó una vez, suavemente.

—Un mensajero ha entregado un paquete, de la Galerie Duperey.

Cuando el botones —esta vez un hombre más joven, moreno y quizás español— se marchó, llevó el paquete hasta la ventana y lo hizo girar entre sus manos. Estaba envuelto en una sola hoja de papel artesanal, gris oscuro, doblado y dispuesto de esa misteriosa manera japonesa que no requería ni cola ni cordel, y que una vez que lo hubiese abierto, sabía que jamás sería capaz de volver a doblarlo. El nombre y la dirección de la Galerie estaban grabados en una esquina, y su nombre y el del hotel escritos a mano en el centro del paquete con perfectas letras cursivas.

Desdobló el papel y se encontró sosteniendo un holoproyector Braun nuevo y un sobre chato de plástico transparente. El sobre contenía siete etiquetas de holofichas numeradas. Más allá del diminuto balcón de hierro, el sol se ponía, pintando de oro la Ciudad Vieja. Oyó bocinas de coches y gritos de niños. Cerró la ventana y fue hasta un pequeño escritorio. El Braun era un liso rectángulo negro que funcionaba con baterías solares. Verificó la carga, tomó la primera holoficha del sobre y la introdujo.

La caja que viera en la simulación representada por Virek en el Parque Güell se abrió encima del Braun, brillando con la cristalina resolución de los mejores hologramas de calidad museística. Hueso y oro de circuito impreso, encaje muerto, y una pequeña, blanca y opaca esfera de arcilla amasada. Marly sacudió la cabeza. ¿Cómo podía alguien haber dispuesto estos desechos de forma tal que llegaran al corazón, ensartándose en el alma como un anzuelo? Pero entonces comprendió. Podía hacerse; lo sabía: había sido hecho hacía muchos años por un hombre llamado Cornell, quien también había fabricado cajas.

Luego miró hacia la izquierda, donde el elegante papel gris yacía sobre el escritorio. Había escogido este hotel al azar, cuando se había cansado de hacer compras. No había dicho a nadie que se alojaría en él, y por cierto a nadie de la Galerie Duperey.

Capítulo 6

Barrytown

Permaneció inconsciente cerca de ocho horas, según el reloj del Hitachi de su madre. Volvió en sí mirando la polvorienta esfera, y sintiendo un objeto duro bajo el muslo. La Ono-Sendai. Se dio la vuelta. Rancio olor a vómito.

Después estaba en la ducha, no del todo seguro de cómo había llegado hasta allí, abriendo los grifos sin haberse quitado la ropa. Arañó y apretó y se estiró la piel de la cara. Tenía la consistencia de una máscara de goma.

«Algo sucedió.» Algo malo, grande, no estaba seguro de qué.

Su ropa mojada se fue amontonando sobre el suelo de baldosas de la ducha. Por fin salió, fue hasta el lavabo y se apartó de los ojos el pelo mojado; examinó el rostro en el espejo. Bobby Newmark, ningún problema.

—No, Bobby, problemas. Tienes un problema... Con la toalla sobre los hombros, goteando agua, atravesó el estrecho vestíbulo en dirección a su dormitorio, un pequeño espacio en forma de cuña al fondo del apartamento. Al entrar se encendió su unidad holoporno, media docena de chicas sonreían y lo miraban de reojo con evidente placer. Parecían estar más allá de las paredes de la habitación, en brumosas perspectivas de espacio verde azulado, con sus blancas sonrisas y sus jóvenes y firmes cuerpos brillando como neón. Dos de ellas se acercaron y comenzaron a acariciarse.

—Basta —dijo.

La unidad de proyección se apagó al instante con su sola orden; las chicas de ensueño desaparecieron. El aparato había pertenecido en un tiempo al hermano mayor de Ling Warren; los peinados y la ropa de las chicas estaban pasadas de moda, y eran ligeramente ridículos. Podías hablar con ellas y conseguir que se hiciesen cosas a sí mismas y entre ellas. Bobby recordaba tener trece años y estar enamorado de Brandi, la de los pantalones de látex azul. Ahora valoraba las proyecciones más que nada por la ilusión de espacio que eran capaces de generar en el improvisado dormitorio.

—Algo pasó, maldita sea —dijo, poniéndose los pantalones negros y una camisa casi limpia. Sacudió la cabeza—. ¿Qué? ¿Qué mierda? —¿Algún exceso de energía en la línea? ¿Algo que la Autoridad de Fisión no pudo controlar? Tal vez la base que intentara invadir había sufrido un extraño desperfecto, o había sido atacada desde otro punto..., pero le quedaba la sensación de haberse encontrado con alguien, alguien que... De un modo inconsciente extendió su mano derecha, los dedos abiertos, implorantes.— Mierda —dijo. Los dedos se cerraron en un puño. Luego lo recordó: primero, la sensación del objeto grande, el objeto realmente grande, buscándolo a través del ciberespacio, y después la impresión de una chica. Alguien moreno, delgado, escondido, extraña oscuridad luminosa llena de estrellas y viento. Pero cuando su mente fue en busca de ella, se escapó.

Hambriento, se puso las sandalias y se dirigió a la cocina, frotándose el pelo con una toalla húmeda. Al pasar por la sala, advirtió el ON acusador de la Ono-Sendai que lo miraba fijamente desde la alfombra. —Mierda. —Permaneció allí mordiéndose el labio. Todavía estaba en conexión. ¿Sería posible que aún permaneciese enlazada a la base que había intentado invadir? ¿Tendrían alguna forma de saber que no estaba muerto? No tenía idea. Pero de lo que sí estaba seguro era de que tendrían su número y todo el resto. No se había molestado en provocar los cortocircuitos que les hubiesen impedido un retroseguimiento.