La historia nos ha trasmitido dos oscuras versiones acerca de la muerte de su fiel servidor. Una de ellas lo sacrifica a manos de un usurpador, en los días trágicos de la invasión persa. La otra nos dice que fue hecho prisionero y llevado a una isla lejana. Allí murió de tristeza, repasando en la memoria el repertorio de la grandeza babilonia. Esta última versión es la que se acomoda mejor a la índole apacible de Nabónides.
EL FARO
Lo que hace Genaro es horrible. Se sirve de armas imprevistas. Nuestra situación se vuelve asquerosa.
Ayer, en la mesa, nos contó una historia de cornudo. Era en realidad graciosa, pero como si Amelia y yo pudiéramos reírnos, Genaro la estropeó con sus grandes carcajadas falsas. Decía: "¿Es que hay algo más chistoso?" Y se pasaba la mano por la frente, encogiendo los dedos, como buscándose algo. Volvía a reír: "¿Cómo se sentirá llevar cuernos?" No tomaba en cuenta para nada nuestra confusión.
Amelia estaba desesperada. Yo tenía ganas de insultar a Genaro, de decirle toda la verdad a gritos, de salirme corriendo y no volver nunca. Pero como siempre, algo me detenía. Amelia tal vez, aniquilada en la situación intolerable.
Hace ya algún tiempo que la actitud de Genaro nos sorprendía. Se iba volviendo cada vez más tonto. Aceptaba explicaciones increíbles, daba lugar y tiempo para nuestras más descabelladas entrevistas. Hizo diez veces la comedia del viaje, pero siempre volvió el día previsto. Nos absteníamos inútilmente en su ausencia. De regreso, traía pequeños regalos y nos estrechaba de modo inmoral, besándonos casi el cuello, teniéndonos excesivamente contra su pecho. Amelia llegó a desfallecer de repugnancia entre semejantes abrazos.
Al principio hacíamos las cosas con temor, creyendo correr un gran riesgo. La impresión de que Genaro iba a descubrirnos en cualquier momento, teñía nuestro amor de miedo y de vergüenza. La cosa era clara y limpia en este sentido. El drama flotaba realmente sobre nosotros, dando dignidad a la culpa. Genaro lo ha echado a perder. Ahora estamos envueltos en algo turbio, denso y pesado. Nos amamos con desgana, hastiados, como esposos. Hemos adquirido poco a poco la costumbre insípida de tolerar a Genaro. Su presencia es insoportable porque no nos estorba; más bien facilita la rutina y provoca el cansancio.
A veces, el mensajero que nos trae las provisiones dice que la supresión de este faro es un hecho. Nos alegramos Amelia y yo, en secreto. Genaro se aflige visiblemente: "¿A dónde iremos?", nos dice. "¡Somos aquí tan felices!" Suspira. Luego, buscando mis ojos: "Tú vendrás con nosotros, a dondequiera que vayamos". Y se queda mirando el mar con melancolía.
IN MEMORIAM
El lujoso ejemplar en cuarto mayor con pastas de cuero repujando, tenue de olor a tinta recién impresa en fino papel de Holanda, cayó como una pesada lápida mortuoria sobre el pecho de la baronesa viuda de Büssenhausen.
La noble señora leyó entre lágrimas la dedicatoria de dos páginas, compuesta en reverentes unciales germánicas. Por consejo amistoso, ignoró los cincuenta capítulos de la Historia comparada de las relaciones sexuales, gloria imperecedera de su difunto marido, y puso en un estuche italiano aquel volumen explosivo.
Entre los libros científicos redactados sobre el tema, la obra del barón Büssenhausen se destaca de modo casi sensacional, y encuentra lectores entusiastas en un público cuya diversidad mueve a envidia hasta a los más austeros hombres de estudio. (La traducción abreviada en inglés ha sido un best-seller.)
Para los adalides del materialismo histórico, este libro no es más que una enconada refutación de Engels. Para los teólogos, el empeño de un luterano que dibuja en la arena del hastío círculos de esmerado infierno. Los psicoanalistas, felices, bucean un mar de dos mil páginas de pretendida subconciencia. Sacan a la superficie datos nefandos: Büssenhausen es el pervertido que traduce en su lenguaje impersonal la historia de un alma atormentada por las más extraviadas pasiones. Allí están todos sus devaneos, ensueños libidinosos y culpas secretas, atribuidos siempre a inesperadas comunidades primitivas, a lo largo de un arduo y triunfante proceso de sublimación.
El reducido grupo de los antropólogos especialistas niega a Büssenhausen el nombre de colega. Pero los críticos literarios le otorgan su mejor fortuna. Todos están de acuerdo en colocar el libro dentro del género novelístico, y no escatiman el recuerdo de Marcel Proust y de James Joyce. Según ellos, el barón se entregó a la búsqueda infructuosa de las horas perdidas en la alcoba de su mujer. Centenares de páginas estancadas narran el ir y venir de un alma pura, débil y dubitativa, del ardiente Venusberg conyugal a la gélida cueva del cenobita libresco.
Sea de ello lo que fuere, y mientras viene la calma, los amigos más fieles han tendido alrededor del castillo Büssenhausen una afectuosa red protectora que intercepta los mensajes del exterior. En las desiertas habitaciones señoriales la baronesa sacrifica galas todavía no marchitas, pese a su edad otoñal. (Es hija de un célebre entomólogo, ya desaparecido, y de una poetisa que vive.)
Cualquier lector medianamente dotado puede extraer de los capítulos del libro más de una conclusión turbadora. Por ejemplo, la de que el matrimonio surgió en tiempos remotos como un castigo impuesto a las parejas que violaban el tabú de endogamia. Encarcelados en el borne, los culpables sufrían las inclemencias de la intimidad absoluta, mientras sus prójimos se entregaban afuera a los irresponsables deleites del más libre amor.
Dando muestra de fina sagacidad, Büssenhausen define el matrimonio como un rasgo característico de la crueldad babilonia. Y su imaginación alcanza envidiable altura cuando nos describe la asamblea primitiva de Samarra, dichosamente prehamurábica. El rebaño vivía alegre y despreocupado, distribuyéndose el generoso azar de la caza y la cosecha, arrastrando su tropel de hijos comunales. Pero a los que sucumbían al ansia prematura o ilegal de posesión, se les condenaba en buena especie a la saciedad atroz del manjar apetecido.
Derivar de allí modernas conclusiones psicológicas es tarea que el barón realiza, por así decirlo, con una mano en la cintura. El hombre pertenece a una especie animal llena de pretensiones ascéticas. Y el matrimonio, que en un principio fue castigo formidable, se volvió poco después un apasionado ejercicio de neuróticos, un increíble pasatiempo de masoquistas. El barón no se detiene aquí. Agrega que la civilización ha hecho muy bien en apretar los lazos conyugales. Felicita a todas las religiones que convirtieron el matrimonio en disciplina espiritual. Expuestas a un roce continuo, dos almas tienen la posibilidad de perfeccionarse hasta el máximo pulimento, o de reducirse a polvo.
"Científicamente considerado, el matrimonio es un molino prehistórico en el que dos piedras ruejas se muelen a sí mismas, interminablemente, hasta la muerte." Son palabras textuales del autor. Le faltó añadir que a su tibia alma de creyente, porosa y caliza, la baronesa oponía una índole de cuarzo, una consistencia de valquiria. (A estas horas, en la soledad de su lecho, la viuda gira impávidas aristas radiales sobre el recuerdo impalpable del pulverizado barón.)
El libro de Büssenhausen podría ser fácilmente desdeñado si sólo contuviera los escrúpulos personales y las represiones de un marido chapado a la antigua, que nos abruma con sus dudas acerca de que podamos salvarnos sin tomar en cuenta el alma ajena, presta a sucumbir a nuestro lado, víctima del aburrimiento, de la hipocresía, de los odios menudos, de la melancolía perniciosa. Lo grave está en que el barón apoya con una masa de datos cada una de sus divagaciones. En la página más descabellada, cuando lo vemos caer vertiginosamente en un abismo de fantasía, nos sale de pronto con una prueba irrefutable entre sus manos de náufrago. Si al hablar de la prostitución hospitalaria Malinowski le falla en las islas Marquesas, allí está para servirle Alf Theodorsen desde su congelada aldea de lapones. No caben dudas al respecto. Si el barón se equivoca, debemos confesar que la ciencia se pone curiosamente de acuerdo para equivocarse con él. A la imaginación creadora y desbordante de un Lévy-Brühl, añade la perspicacia de un Frazer, la exactitud de un Wilhelm Eilers, y de vez en cuando, por fortuna, la suprema aridez de un Franz Boas.