– Afrodita descubrió a Ares con otra mujer.
– Ares era un loco. Cualquier hombre que tuviera la suerte de tenerla a usted, no querría a ninguna otra mujer.
– Querrá decir a Afrodita.
– Usted es Afrodita.
– En realidad, soy Galatea -le recordó Carolyn.
– ¡Ah, sí! La estatua de la que Pigmalión se enamoró tan locamente y que parecía tan viva que él la tocaba con frecuencia para comprobar si lo estaba o no. -Entonces rodeó el desnudo brazo de Carolyn con sus cálidos dedos, justo por encima de donde terminaba su largo guante de satén de color marfil-. A diferencia de Galatea, usted es muy real.
El sentido común de Carolyn volvió a la vida y le exigió que se apartara de él, pero sus pies rehusaron obedecerla. En lugar de huir, Carolyn absorbió la emocionante sensación de su roce, la paralizante sensación de intimidad que experimentó cuando él deslizó un dedo por dentro del guante… El calor se extendió por su interior enmudeciéndola.
– Él la colmaba de regalos, ¿sabe? -explicó él mientras la examinaba con ojos resplandecientes.
Carolyn consiguió asentir con la cabeza.
– Sí, conchas de brillantes colores y flores recién cogidas.
– Y también joyas. Anillos, collares y ristras de perlas.
– Yo preferiría las conchas y las flores.
– ¿A las joyas? -Sin lugar a dudas, la voz de lord Surbrooke reflejó sorpresa. Apartó la mano del brazo de Carolyn y ella apretó el puño para evitar cogerle la mano y volver a colocarla sobre su brazo-. Debe de estar bromeando. A todas las mujeres les encantan las joyas.
Parecía tan seguro de su afirmación que Carolyn no pudo evitar echarse a reír.
– Las joyas son maravillosas, es cierto, pero, para mí, constituyen un regalo impersonal y carente de imaginación. Cualquiera puede acudir a un joyero y elegir una pieza. Para mí, el valor de un regalo reside en cuánto interés ha puesto uno en elegirlo en contraposición a cuánto le ha costado.
– Comprendo -declaró él, aunque todavía parecía sorprendido-. Entonces, ¿qué le habría gustado que Pigmalión le regalara?
Carolyn reflexionó y contestó:
– Algo que le recordara a mí.
Lord Surbrooke sonrió.
– Quizá los diamantes y las perlas le recordaran a usted.
Carolyn negó con la cabeza.
– Algo más… personal. Yo preferiría unas flores que hubiera cogido de su propio jardín, un libro suyo que le hubiera gustado leer, una carta o un poema que hubiera escrito expresamente para mí…
– Debo admitir que nunca creí que llegaría a oír a una mujer decir que prefería una carta a unos diamantes. No sólo es usted bellísima, sino también…
– ¿Una candidata a una casa de locos? -bromeó ella-. ¿Sumamente rara?
Los dientes de lord Surbrooke, perfectamente alineados y blancos, brillaron acompañados de una risita grave y profunda.
– Yo iba a decir sumamente extraordinaria. Una bocanada de aire fresco.
Su mirada descendió hasta los labios de Carolyn, que temblaron y se separaron de una forma involuntaria al ser observados. Un músculo se agitó en la mandíbula de lord Surbrooke y, de repente, el aire que los rodeaba pareció crepitar debido a la tensión.
Él volvió a fijar la mirada en la de Carolyn y el hecho de que la luz fuera muy tenue no consiguió ocultar la pasión que ardía en sus ojos.
– Hablando de cartas -declaró él-, ¿ha oído hablar de esa última moda que consiste en que las damas reciban notas que sólo especifican una hora de un día determinado y un lugar?
Carolyn arqueó las cejas de golpe. Era evidente que lord Surbrooke había oído hablar de aquella práctica. Una imagen cruzó por su mente, la imagen de él y una mujer quien, ¡cielo santo!, era exactamente igual a ella en una de aquellas citas, con sus extremidades desnudas entrelazadas…
Carolyn cerró brevemente los ojos para borrar aquella inquietante imagen de su mente y declaró:
– Sí, he oído hablar de esas notas.
– ¿Ha recibido usted alguna?
– No. ¿Ha enviado usted alguna?
– No, aunque me intriga la idea. Dígame, si recibiera una, ¿acudiría a la cita?
Carolyn abrió la boca para manifestar un rotundo «desde luego que no», pero, para su sorpresa y disgusto, no consiguió pronunciar esas palabras. Sin embargo, se descubrió a sí misma diciendo:
– Yo… no estoy segura.
Y, con una claridad que le resultó sorprendente y desconcertante, se dio cuenta de que era cierto. ¿Cómo podía ser? Era como si hubiera adoptado el papel de su disfraz de diosa y se hubiera convertido en una persona diferente. Una persona que contemplaría la posibilidad de acudir a una cita secreta con un admirador desconocido. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Y por qué le sucedía con aquel hombre?, aquel encantador y experimentado aristócrata que era igual que tantos y tantos de sus contemporáneos, a los que sólo les interesaban sus propios placeres.
Sin duda, la culpa la tenían las Memorias, por llenarle la cabeza de aquellos pensamientos ridículos e imágenes perturbadoras. En cuanto regresara a su casa, echaría el libro al fuego y así se libraría de él.
Tras levantar la barbilla, preguntó:
– ¿Usted acudiría?
En lugar de responder enseguida afirmativamente, como ella esperaba, lord Surbrooke reflexionó durante varios segundos antes de responder.
– Supongo que dependería de quién me hubiera enviado la nota.
– Pero, precisamente, la cuestión es que uno no lo sabe.
Él sacudió la cabeza.
– Creo que, como mínimo, uno tendría un presentimiento sobre la identidad del remitente. Uno sospecharía quién lo deseaba tanto. -Cogió las manos de Carolyn con dulzura. Su calor atravesó los guantes de ella, quien, sorprendida, deseó que ninguna barrera separara su piel de la de él-. Un deseo tan intenso seguro que no pasaría desapercibido.
Una respuesta… Necesitaba pensar en algo, cualquier cosa que pudiera decir en aquel momento, pero en lo único que conseguía centrarse era en la palabra que él acababa de pronunciar, la cual seguía reverberando en su mente.
«Deseo.»
Antes de que Carolyn pudiera recuperar su aplomo habitual, el declaró con voz suave:
– Respondiendo a su pregunta, si usted me enviara una nota así, yo acudiría.
El silencio los envolvió. Los segundos pasaron, latidos del tiempo que cayeron sobre ella cargados de tensión y de una percepción casi dolorosa de la presencia de lord Surbrooke; de todo lo relacionado con éclass="underline" su imponente altura, la anchura de sus hombros, la cautivadora intensidad de su mirada, su olor, que parecía embriagarla, el contacto de sus manos en las de ella…
Él deslizó la mirada a la garganta de Carolyn y, después, volvió a dirigirla a sus ojos. La pasión y la picardía brillaban en sus ojos.
– Veo que no lleva joyas caras. Eso representa un dilema para un salteador de caminos como yo.
Ella tragó saliva y consiguió recuperar la voz, lo que no fue una tarea fácil, con los dedos de él todavía rodeándole las manos con calidez.
– ¿Acaso me robaría?
– Me temo que debo ser fiel a mi disfraz.
– Me había dicho que no era un ladrón.
– Normalmente no, pero en este caso me temo que es inevitable. -Miró su negro atuendo y exhaló un dramático suspiro-. ¡Aquí estoy, vestido con mi máscara y mi capa y sin un diamante a la vista!
Carolyn, divertida a su pesar, contestó:
– Debo confesar que no me gustan mucho los diamantes.
– Yo debo confesar que eso es algo que no había oído decir nunca a una mujer. -Esbozó una mueca pícara-. ¿Se da cuenta de que acabamos de intercambiar unas confesiones a media noche? ¿Y sabe lo que dicen de esas confesiones?
– Me temo que no.
Él se inclinó un poco más hacia ella y el pulso de Carolyn dio un brinco.