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Exhaló un largo suspiro, abrió los ojos y cogió la taza de café. ¡Maldición, él sabía con exactitud lo que le ocurriría! Perdería el control, como le había ocurrido en la terraza.

¡Maldita sea! Él sólo quería darle un beso insinuante; rozarle los labios con los suyos; ofrecerle un anticipo tentador para que deseara más. Pero en el instante en que su boca tocó la de ella, su astucia se desvaneció y se vio reemplazada por un apetito tan primario, profundo y avasallador, que le resultó imposible contener su arrebato. Él nunca perdía el control de aquella manera. Había deseado a muchas mujeres, pero ninguna había hecho añicos su autodominio hasta entonces.

La verdad era que había sido poco menos que un milagro que consiguiera detenerse y no empujarla contra la pared, levantarle las faldas y satisfacer el incontenible anhelo que le provocaba. En el fondo él sabía que si hubieran estado en algún lugar que les hubiera proporcionado un mínimo de privacidad, habría cedido a la tentación. Y dada la apasionada respuesta de Carolyn a su beso, no albergaba ninguna duda de que ella se lo habría permitido. Incluso lo habría recibido con agrado. Ella experimentó la misma necesidad desesperada, la misma acometida de deseo ardiente que él. Daniel lo notó en cada matiz de su beso; lo percibió en cada temblor y estremecimiento que recorrió su cuerpo.

Él siempre pensó que ella lo afectaría de una forma intensa, pero nunca, ni siquiera en sus múltiples fantasías acerca de ella, había anticipado el impacto que le produciría aquel único beso. Él pretendía seducirla poco a poco. Era evidente que tanto el encuentro como la ardiente respuesta de Carolyn, la habían cogido a ella tan desprevenida como a él. Él sabía que Carolyn no era del tipo de mujer a la que le gustaban las aproximaciones directas. Ni los revolcones rápidos en el jardín. No, desde luego ésa no era la manera adecuada de tentarla. Por desgracia, eso era, precisamente, lo que él había hecho, y lo único que había conseguido era asustarla. No le resultaría fácil olvidar la terrible angustia que percibió en sus ojos cuando se marchó de la terraza.

Daniel bebió un trago largo de su café, que ya estaba tibio, y se formuló la inquietante pregunta que había rondado por su mente durante toda aquella noche de vela.

¿Sabía ella con quién había estado?

¿Sabía que él era el salteador de caminos? ¿Sabía que el hombre al que había besado con tanto anhelo, a quien había respondido con tanta pasión era él?

Una satisfacción sombría y profunda lo invadió al pensar que ella lo sabía, que, durante la velada, era totalmente consciente de a quién pertenecían los brazos que la sostenían, los labios que la besaban. Sin embargo, la idea de que no lo supiera lo desgarró por dentro, víctima de un ataque de celos. Él había experimentado esa horrible emoción en raras ocasiones; sin embargo, su intensidad no dejaba lugar a dudas acerca de lo que era. La única mujer que le había inspirado esa emoción en toda su vida era… ella. La sociedad estaba plagada de hombres que eran más ricos, más guapos y que tenían más suerte en las mesas de juego y más amantes que él, todo lo cual podría inspirarle celos. Sin embargo, el único hombre del que había sentido celos de verdad era Edward. Y la causa era Carolyn.

Seguro que ella sabía que era él el que llevaba la máscara de salteador de caminos. ¿No? La idea de que besara a otro hombre como lo había besado a él… ¡Maldición! ¡Sólo con pensarlo le hervía la sangre!

Pues bien, si ella no lo sabía él se encargaría de que lo supiera. En cuanto fuera una hora más apropiada y el terrible dolor de cabeza que experimentaba remitiera, le haría una visita. Y se lo contaría. Y disiparía las inquietudes que la habían hecho huir la noche anterior. Lo admitiera o no, ya estaba preparada para vivir una aventura y él no tenía la menor intención de permitir que otro hombre reclamara lo que él quería.

Dejó la taza de café sobre la mesa y apoyó su dolorida cabeza en sus manos. Otro error, pues la imagen que lo había atormentado desde que ella lo dejó solo en la terraza volvió a aparecer en su mente: la conclusión de su ardiente encuentro. Carolyn con las faldas arremangadas y las piernas alrededor de la cintura de él. La erección de él hundida en el húmedo y apretado calor de ella. Unas penetraciones lentas y fuertes que se aceleraban y ahondaban lanzándolos a los dos más allá de los límites…

Un sonido gutural vibró en su garganta y Daniel se agitó en el asiento para aliviar la creciente molestia que le producían los pantalones. ¡Maldita sea, justo lo que necesitaba! Otro dolor pulsante.

– Aquí tiene, milor.

La voz masculina y familiar que oyó justo a su lado sobresaltó a Daniel despertándolo de su fantasía erótica. Samuel, impecable en su librea de lacayo, dejó un vaso largo frente a Daniel, encima de la mesa de caoba.

– Nada peor que la mañana siguiente después d'una noche bebiendo ginebra de mala calidad.

Daniel lanzó una mirada recelosa al brebaje de color marrón que le había traído su criado.

– Era coñac, no ginebra.

– Sea cual sea la bazofia que tomara, esto l'hará sentirse bien otra vez.

Daniel frunció el ceño mientras dirigía su mirada al fornido muchacho.

– No se puede decir que fuera una bazofia. De hecho, tenía más de cien años.

– Pos le ha dado dolor de cabeza -declaró Samuel con su habitual rotundidad, que solía irritar a Daniel. Entonces señaló el vaso con su mano enguantada-. ¡Beba! -ordenó, como si él fuera el dueño de la casa y Daniel, el criado-. Cuanto antes l'haga, antes se sentirá mejor y antes recuperará el color, pos tié un color horrible, milor. -Al ver la mueca de Daniel, Samuel añadió con prontitud-: Perdone que se lo diga.

¡Maldita sea, tenía que hacer algo urgentemente con la costumbre de Samuel de hablar sin medir sus palabras!

– Sí, haces bien pidiéndome perdón -gruñó Daniel-. Eres demasiado impertinente para tu propio bien.

– Decir la verdad no es ser impertinente -replicó Samuel con una expresión y un tono de voz totalmente serios-. Le prometí que nunca le mentiría y no l'haré. Usté siempre conseguirá de mí la cruda verdad, milor.

– Gracias, aunque creo que tenemos que trabajar para conseguir que sea un poco menos cruda. -Volvió a lanzar al vaso una mirada titubeante-. ¿Qué es eso?

– Una receta c'aprendí del camarero del Cerdo Sacrificado, un pub en Leeds. El camarero se llamaba Weevil. Yo solía llamarlo Endemoniado Weevil.

– Estupendo, pero hace ya tiempo que adopté la regla de no tomar bebidas inspiradas en personas a quienes llaman «endemoniadas».

– ¡Oh, Endemoniado Weevil sabía muy bien lo que s'hacía, milor! -afirmó Samuel con el mismo tono serio de antes-. Bébase esto y dentro de veinte minutos s'alegrará d'haberlo hecho. Los muchachos del Cerdo Sacrificado le tenían una fe ciega.

– Bueno, con una recomendación como ésta, ¿cómo podría negarme? -murmuró Daniel.

Cogió el vaso y se encogió de hombros. ¿Por qué no? Era difícil que se sintiera peor. Bebió un sorbo y casi no pudo evitar escupirlo sobre la mesa.

– ¡Cielos! -consiguió afirmar con voz ronca mientras un escalofrío le recorría la espalda. La mirada que le lanzó a Samuel debería haberlo tumbado de espaldas-. ¡Nunca había probado nada tan repugnante!

– Nunca dije que tuviera buen sabor -contestó Samuel, odiosamente inmune a la mirada asesina de Daniel-. Trágueselo de golpe, milor.

Sin estar muy convencido de que la cura no fuera a matarlo, Daniel se bebió el contenido completo del vaso y volvió a dejarlo en la mesa con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerlo añicos.