– ¡Mierda!
– Antes de veinte minutos, m'estará dando las gracias.
– ¡Estupendo! Sin embargo, pretendo seguir diciendo «¡mierda!» hasta entonces.
Samuel sonrió abiertamente sin mostrar el menor arrepentimiento.
– ¿Un poco más de café, milor?
– Sí, por favor. Cualquier cosa que me ayude a acabar con el «¡mierda!».
Daniel observó al muchacho mientras se dirigía al aparador y su corazón se hinchó de orgullo. Sin duda, Samuel ya no era el atracador indigente, desesperado y enfermo que conoció una noche fría y lluviosa en Bristol, un año atrás, cuando intentó robarle. Él esquivó el intento con facilidad, tanto que, al principio, creyó que su atracador, quien apenas se sostenía en pie, estaba borracho. Pero cuando el muchacho se derrumbó a sus pies, Daniel se dio cuenta de que, además de estar sucio y vestir con harapos, tenía una fiebre muy alta. Y parecía que no había tomado una comida decente desde hacía meses.
La compasión y las voces de un pasado que se negaba a aceptar empujaron a un lado el enfado que sentía por haber sido el blanco del intento de robo. En lugar de entregar al muchacho enfermo a las autoridades, Daniel se lo llevó a la posada en la que se alojaba y llamó a un médico.
El joven se debatió entre la vida y la muerte durante tres días. Y en su delirio murmuró frases acerca de los abusos que, aparentemente, había sufrido; cosas que Daniel rezó para que no hubieran ocurrido en realidad. Al cuarto día, la fiebre por fin remitió y Daniel se encontró siendo observado por los ojos entrecerrados de un paciente débil pero lúcido quien, con algo de mano izquierda por parte de Daniel, se identificó como Samuel Travers, de diecisiete años de edad. Daniel tuvo que utilizar todas sus dotes de persuasión para convencerlo de que no pensaba hacerle ningún daño, que no iba a entregarlo a las autoridades y que no albergaba ningún oscuro propósito hacia él. Y aquellos esfuerzos que tuvo que realizar para tranquilizarlo lo convencieron de que, por desgracia, las situaciones de pesadilla que el muchacho había mencionado durante sus delirios habían sucedido de verdad.
Al principio, Samuel se negaba a creer que Daniel lo había ayudado sólo porque sí y sin esperar nada a cambio, pero durante los días siguientes, poco a poco, llegó a aceptarlo. Mientras Samuel descansaba, comía y recuperaba las fuerzas, compartieron relatos de sus vidas y una confianza provisional surgió entre ellos. Samuel le contó a Daniel que su madre murió cuando él tenía cinco años, y que él se quedó solo, salvo por un tío alcohólico que, supuestamente, debía cuidar de él. También le explicó que nunca tuvo un verdadero hogar y que se vio obligado a robar para comer y a cambiar de ciudad continuamente para huir de la ley. Y que, al final, cuando tenía doce años, se escapó valiéndose por sí mismo a partir de entonces lo mejor que pudo.
Aunque la infancia de ambos hombres había sido por completo distinta, el relato de Samuel despertó en Daniel un aluvión de recuerdos que mantenía cuidadosa y firmemente enterrados. Recuerdos de la muerte de su madre, cuando él tenía ocho años, y del doloroso período posterior. Recuerdos que él nunca había compartido con nadie y que no pudo revelar a Samuel. Pero el hecho de que ambos hubieran perdido a sus madres cuando eran unos niños era un pequeño aspecto en común sobre el que construyeron su relación.
Como resultado de las conversaciones que mantuvo con Samuel, Daniel se vio empujado a echar una larga y contemplativa mirada a su vida. Y no le gustó lo que vio, sobre todo cuando se dio cuenta de que un mero accidente de nacimiento era todo lo que lo separaba a él, un adinerado aristócrata que poseía todas las comodidades imaginables, de Samuel, un joven que se había visto obligado a salir adelante gracias a su ingenio y que había tenido que robar y pedir para sobrevivir.
La introspección de Daniel culminó en que, al final, se dio cuenta de que el vago sentimiento de descontento que lo había acosado durante los últimos años se debía al hastío y la apatía. Ya nada lo motivaba. Nada captaba su interés de verdad. Claro que, ¿qué podía despertar su interés si él tenía todo lo que podía desear? ¿Y qué estaba haciendo con toda aquella abundancia?
«Nada», concluyó con no poca vergüenza. Nada salvo malgastar su tiempo y su dinero en placeres temporales y objetivos superficiales. La verdad era que no pensaba renunciar a éstos, pero, inspirado por Samuel, decidió que había llegado la hora de dedicar parte de su tiempo y dinero a un objetivo mejor. A tal fin, le ofreció a Samuel un empleo como criado, con la condición de que si volvía a intentar robarle, a él o a cualquier otra persona, Daniel lo despediría. Samuel aceptó la oportunidad y, durante todo aquel año, había demostrado ser un trabajador incansable, inteligente, digno de confianza y, como Daniel descubrió enseguida, brutalmente honesto. Y dolorosamente franco.
Samuel no había incorporado a su comportamiento la rígida formalidad que era habitual entre el dueño de la casa y un criado. De vez en cuando, Daniel lo corregía, aunque, en el fondo, consideraba que sus conversaciones eran instructivas y entretenidas. Sobre todo le gustaba que Samuel, aunque siempre respetuoso, nunca se mostrara servil con él, lo que constituía un cambio refrescante en su vida. Debido a su título y su posición en la sociedad, en general, estaba rodeado de aduladores y tenía que reconocer que Samuel nunca le había dicho algo sólo porque creyera que Daniel quería oírlo.
Cuando era absolutamente sincero consigo mismo, Daniel tenía que admitir que su desacostumbrada e informal relación con Samuel se debía a su propia falta de disposición a poner freno a la franqueza del joven. De una forma sorprendente, había llegado a considerarlo, casi, como a un hermano menor. La verdad era que se sentía más cerca de Samuel que de Stuart o George. Ninguno de sus disolutos hermanastros sentía el menor interés por él, salvo cuando necesitaban dinero o ayuda para escapar de uno u otro lío.
Desde la llegada de Samuel, Daniel ya no podía decir que su vida fuera aburrida o que le faltaran desafíos. Lo cierto era que, en su casa de la ciudad, así como en su finca campestre, en Kent, las cosas con frecuencia rayaban el caos gracias a una costumbre de Samuel con la que Daniel no había contado.
Como si el mero pensamiento de aquel hábito hubiera conjurado una prueba física de su existencia, Daniel se vio despertado de golpe de su ensueño por una bola de pelusa negra que saltó sobre su regazo. Bajó la vista y descubrió que era el objeto de la mirada de un único ojo felino.
– ¡Ah, buenos días, Guiños! -murmuró Daniel, rascando a la gata entre las orejas.
Guiños enseguida entrecerró su único ojo de color topacio y se apretujó contra la mano de Daniel. Un ronroneo grave vibró en la garganta del animal mientras clavaba intermitentemente las uñas en la servilleta de lino de Daniel.
Samuel dejó la taza llena de café de Daniel sobre la mesa y le dio una palmadita a Guiños en la cabeza. A continuación se enderezó y carraspeó.
«¡Oh, oh!» Daniel apretó los labios para contener un sonido que era medio gruñido medio risa y que amenazaba con escapar de su garganta. Sabía lo que aquel carraspeo significaba. Sabía que, «Nunca adivinaría qué, milor», eran las siguientes palabras que oiría.
– Nunca adivinaría qué, milor -declaró Samuel como si los pensamientos de Daniel le hubieran dado la entrada para decirlo.
A Daniel le había costado un poco darse cuenta de qué implicaba oír esas palabras y ser consciente de que, después de oírlas, su rutina siempre se veía desbaratada. Sin embargo, no podía negar que ahora anhelaba oírselas pronunciar a Samuel. Claro que no se atrevía a mostrar demasiado entusiasmo, si no su casa podía acabar invadida.
Daniel contempló a Guiños, cuyo interés, reflejado en su único ojo y su sensible morro, ahora estaba centrado en el plato intacto de huevos y beicon de Daniel.