– No se me ocurre -declaró Daniel con voz inexpresiva, como si después de un año no supiera con exactitud lo que significaba el «qué» de la frase de Samuel.
– Se trata d' un cachorro, milor. -Samuel pronunció la palabra «cachorro» con una veneración que, normalmente, sólo se empleaba para referirse a la familia real-. D' unos seis meses, diría yo.
– Ya veo -declaró Daniel con un sobrio asentimiento de la cabeza-. ¿Y qué daño ha sufrido el animal?
– Abandonado, milor. Lo encontré ayer por la noche. Medio muerto d'hambre. Acurrucado tras unas basuras en un callejón.
Daniel había dejado de reprender a Samuel por merodear por los oscuros callejones de Londres, pues sabía que, de todas formas, haría oídos sordos a sus advertencias. Y tampoco temía que Samuel estuviera aligerando los bolsillos de nadie. No, su criado buscaba otro tipo de víctimas.
– ¿Y cómo sugieres que llamemos a ese perro abandonado? -preguntó Daniel, sabiendo que el nombre le daría la clave del… problema que sufría el animal.
– Pelón, milor -declaró Samuel sin titubear.
Daniel reflexionó sobre las implicaciones del nombre mientras cortaba un trozo de beicon para Guiños. La gata engulló el bocado y enseguida se restregó contra la mano de Daniel y maulló para que le diera otro.
– ¿Lo has pelado? -dedujo Daniel por fin.
Samuel asintió con la cabeza.
– Tuve que hacerlo, milor. Para quitarle el pelo enmarañado y las pulgas.
– ¡Ah!
Guiños volvió a maullar y Daniel le dio al impaciente animal otro trozo de beicon con aire distraído.
– ¿Y dónde está ahora Pelón?
– En la cocina, milor. Durmiendo. Después de pelarlo y bañarlo, el cocinero le dio bien de comer. Después, la pobre bestia se acurrucó junto al fuego. Probablemente dormirá todo el día.
Seguro.
– ¿Quién, el cocinero? -bromeó Daniel con expresión seria.
– Pelón, milor. -Samuel titubeó y, después, añadió-: Entonces… ¿podemos quedárnoslo?
A Daniel le sorprendía que, después de tantos meses y tantos animales recogidos, Samuel no diera nada por descontado y siguiera pidiéndole permiso.
– Supongo que tenemos espacio para otra… pobre bestia.
Samuel relajó con evidente alivio sus anchos hombros que, sólo un año atrás, eran estrechos y huesudos.
– Eso esperaba yo, milor. Le conté a Pelón lo que usté había hecho por mí y el hombre bueno y decente que usté era.
¡Maldición! Una humillante oleada de algo que se parecía mucho a la vergüenza invadió a Daniel quien, de una forma momentánea, se encontró sin palabras. La gratitud de Samuel siempre conseguía reducirlo a aquel estado.
– Un hombre no debería ser halagado por hacer lo correcto, Samuel, simplemente por ayudar a una criatura abandonada.
– S'equivoca, milor-replicó Samuel con su habitualmente poco servicial forma de hablar-. Usté puede pensar que la amabilidad es fácil de encontrar, pero yo le digo que no es así. Y cuando uno tié la suerte d' encontrarla, tié que reconocerlo. Lo que usté hace es bueno. Sobre todo porque no tié por qué hacerlo. Y es probable que, por su bondá, sus muebles terminen todavía más mordisqueados.
– De hecho, eres tú quien es bueno, Samuel.
– Es verdá que yo encuentro a los animales perdidos y abandonaos, milor, pero es usté quien tié los medios p'ayudarlos. Los medios y el corazón. Si no fuera por usté, yo no podría hacer ná. -Su fácil sonrisa iluminó su cara-. Seguro que no, porque estaría en la tierra, alimentando petunias. Ahí es donde estaría.
– Bueno, eso no lo podemos permitir -comentó Daniel con un toque irónico en la voz-. Entonces, ¿quién sembraría el caos en mi casa con su conducta irreverente y un amplio surtido de animales sarnosos?
– Nadie, milor -contestó Samuel sin vacilación.
Así era, y en tal caso Daniel sufriría una gran pérdida.
– Nadie -corroboró Daniel con un suspiro exagerado de víctima.
Le guiñó el ojo a Guiños y la gata le respondió con una mirada fulminante de su único ojo que, con toda intencionalidad, trasladó de Daniel al beicon.
Samuel sonrió mostrando sus dientes delanteros, que estaban ligeramente torcidos.
– ¿Cómo va su dolor de cabeza, milor?
– Ha… -Daniel reflexionó durante unos segundos y, al final, soltó una carcajada de sorpresa-. Desaparecido.
– Lamento decir que ya se l'había dicho…
Daniel lanzó al joven una mirada de rabia fingida.
– No es verdad que lo lamentes. De hecho, creo que es una de las cosas que más te gusta decir.
– M'alegro que s'encuentre mejor, porque… -Samuel carraspeó-. Nunca adivinaría qué, milor.
Daniel se quedó paralizado. ¡Santo cielo, dos «Nunca adivinaría qué» en un día! Como Samuel solía soltar sus «He encontrado otra pobre bestia abandonada» con un volumen de voz acorde al tamaño del animal, Daniel supo que lo que venía a continuación era mayor que un cachorro.
– No consigo imaginármelo -murmuró Daniel, preparándose para la sorpresa mientras rascaba a Guiños detrás de las orejas-. ¿Un caballo? ¿Un burro? ¿Un camello?
Samuel pestañeó.
– ¿Un camello?
Daniel se encogió de hombros.
– Sólo era una suposición. Pero estoy seguro de que si un dromedario huérfano deambulara solo por Londres, tú lo encontrarías. Y lo traerías aquí.
– Desde luego, milor. Pero no es un camello.
– Mi alivio no conoce límites. No me lo digas. ¡Pelón viene con cinco amigos!
– No, milor. Por lo que yo sé, Pelón está solo en el mundo. Salvo, ahora, por nosotros, claro.
Samuel carraspeó y Daniel se dio cuenta de que parecía estar muy nervioso, y de que su piel había adquirido un leve tono verdoso que hacía juego con su librea, aunque no en el buen sentido.
– Se trata de que… Tiene usté visita, milor. Un tal señor Rayburn.
Daniel enarcó las cejas.
– ¿Charles Rayburn? ¿El comisario?
Samuel asintió con la cabeza.
– Sí, señor. Lo espera en el salón. Con otro hombre que dice llamarse Gideon Mayne.
– No conozco a nadie que responda a ese nombre.
– El hombre no lo dijo, pero juraría qu'es un detective.
Daniel examinó a su criado de tono verdoso y claramente nervioso.
– ¿Cuándo han llegado?
– Hará una media hora. Pasaba yo por el vestíbulo cuando Barkley los hacía entrar. Por casualidad oí quiénes eran. Barkley los condujo al salón y yo m'ofrecí a decirle a usté que estaban aquí, pos yo venía al comedor.
– ¿Y ahora me lo dices?
¡Mierda, de verdad tenía que hablar con Samuel sobre su falta de corrección en sus tareas! Tenía suerte de no haber entrado por casualidad en el salón tres horas más tarde y haber descubierto que el comisario y el detective estaban allí.
Samuel se encogió de hombros.
– Primero teníamos otros asuntos que tratar y quería que estuviera recuperado antes de soltarle la noticia de que la ley estaba aquí. Además, debo decir que no me molesta que esos tíos hayan tenido que esperarle a usté. Así es como debería ser. Usté es un hombre importante. Y es una hora muy mala pa que vengan a molestarlo. Sobre todo…
– ¿Sobre todo qué?
Samuel tragó saliva y la nuez de su garganta subió y bajó. Varios segundos transcurrieron antes de que contestara en un susurro:
– ¿Y si han venido por mí? -Y añadió antes de que Daniel pudiera contestar-: Yo no he hecho ná, milor. Lo juro. Por mi vida. Le prometí que no robaría y no l'hecho.
– Te creo, Samuel.
Esto pareció calmar un poco a Samuel, quien asintió con un movimiento brusco de la cabeza.
– Gracias.
– Estoy seguro de que, quieran lo que quieran, no tiene nada que ver contigo. Y si lo tiene, seguro que se trata de un malentendido que aclararemos.
El miedo ensombreció los ojos de Samuel, algo que Daniel no había visto desde hacía meses y que odió ver en aquel momento.