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Después de entrar en el salón y cerrar la puerta tras ella, Carolyn cruzó la alfombra turca hasta su escritorio y se sentó. Cogió la pluma e intentó reanudar la tarea que se disponía a realizar cuando el comisario y el detective de Bow Street llegaron: escribir una nota a lady Walsh agradeciéndole la encantadora fiesta del día anterior. Pero, como antes, lo único que consiguió fue contemplar la hoja de papel de vitela, que estaba en blanco. Y recordar.

A él.

El sonido de su voz. El roce de sus manos. El olor de su piel. El sabor de su beso. El calor que la había embargado hasta que creyó que iba a derretirse formando un charco a sus pies.

Con una exclamación de desagrado, dejó la pluma y se levantó de la silla. Recorrió la habitación de un lado a otro, se detuvo delante de la chimenea y levantó la vista para contemplar el hermoso rostro y los bonitos ojos verdes del esposo al que había amado tanto.

La noche anterior, nada más llegar a casa, se dirigió a aquella misma habitación, donde permaneció hasta el amanecer contemplando el retrato de Edward mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas y un sentimiento de culpabilidad la consumía. No sólo se sentía culpable por lo que había hecho, sino por cómo lo había disfrutado y porque se había dado cuenta, con gran pesadumbre, de que una parte de ella misma deseaba que su encuentro con lord Surbrooke no hubiera terminado de una forma tan brusca. Que hubiera continuado. En un lugar más privado.

Sin embargo, otra parte de sí misma quería olvidar el encuentro desesperadamente y hacer desaparecer la vergonzosa e inesperada pasión que él despertaba en su interior. Pero no podía dejar de pensar en él. Incluso mientras contemplaba el amado rostro de Edward, lord Surbrooke se infiltraba en sus pensamientos. Se colaba en sus recuerdos de los valses y los besos que había compartido con Edward. Y, por esa razón, sentía un profundo rencor hacia él. Sin duda, había demostrado ser un salteador de caminos, pues había robado su sentido común y sus recuerdos íntimos con su marido.

Mientras amanecía y unas franjas de color malva se filtraban en la tranquila habitación, Carolyn finalmente subió la escalera que conducía a su dormitorio convencida de que veía aquel episodio de una forma más objetiva. Lo inusual de su sentido común se debía al anonimato que le había proporcionado la máscara. De no haber sido por el disfraz, ella nunca se habría comportado de una forma tan inusitada. Era Galatea, no Carolyn Turner, vizcondesa de Wingate, quien había perdido la cabeza. Ahora que se había despojado de su falsa identidad, no volvería a cometer semejante error. Quería continuar con su vida, pero como una viuda sobria, no como una aventurera en busca de placeres sensuales.

Por suerte, lord Surbrooke no sabía que ella era la mujer a la que había besado. Sólo tenía que borrar de su mente aquel encuentro y hacer ver que nunca había sucedido. Seguro que en uno o dos días lo habría olvidado.

En aquel momento, después de unas cuantas horas de sueño y con la luz del sol entrando a raudales por la ventana, de algún modo aquel episodio le parecía un sueño. Un sueño febril que sin duda estaba alimentado por sus ávidas lecturas de las Memorias. La lectura de aquella obra había despertado, de una forma inesperada, unas necesidades sensuales que ella creía haber enterrado mucho tiempo atrás. Unas necesidades que nunca esperó volver a experimentar.

Su mirada se posó en el cajón superior de su escritorio y lo abrió poco a poco. Desplazó a un lado varias hojas de papel de escritura y el ejemplar negro, delgado y encuadernado en piel apareció a la vista. Carolyn deslizó los dedos por las letras doradas que adornaban la cubierta. Memorias de una amante.

Aquella misma mañana había deseado quemarlo en la chimenea e intentó hacerlo, pero algo la contuvo. La misma inquietante sensación que le había impedido rechazar la invitación a bailar de lord Surbrooke. O su sugerencia a salir a la terraza. Se trataba de una sensación que no podía definir ni ignorar. Algo que la inquietaba profundamente.

Sacó el libro del cajón y lo abrió por una página elegida al azar.

… él profundizó el beso. Su lengua se acopló lentamente a la mía en una fricción embriagadora que me hizo anhelar el momento en que, por fin, su cuerpo se hundiera…

Exhaló un gemido y cerró el libro de golpe, produciendo un agudo restallido que resonó en la silenciosa habitación. Soltó un suspiro tembloroso, agarró el libro, levantó la barbilla y se dirigió con pasos resueltos y decididos a la chimenea.

Se detuvo frente a ésta apretando el libro contra su pecho. El suave fuego la calentó a través de su vestido matutino. Su mente exigía que lanzara el libro a las llamas, pero ella titubeaba.

Soltó un gemido y apoyó la barbilla en el borde del libro. ¿Por qué, por qué había tenido que leerlo? Antes de hacerlo, no se cuestionaba su vida. Ni sus decisiones. Sabía con exactitud quién era, la viuda de Edward. Vivía una existencia tranquila, comedida y circunspecta y, aunque algunos podían considerarla falta de emoción, a ella le iba bien. A la perfección. Tenía su rutina. Su correo. Su hermana y sus amigas. Sus bordados… aunque tenía que reconocer que odiaba bordar.

Pero entonces leyó aquel… libro maldito. Carolyn levantó la cabeza, lanzó una mirada furiosa al ofensivo libro y lo agarró con tanta fuerza que sus nudillos empalidecieron. Desde que lo había leído, en lo único en lo que podía pensar era en… aquello.

Aquello y lord Surbrooke.

Apretó los párpados y una imagen de él se materializó de inmediato en su mente. Pero no de él disfrazado de oscuro y seductor salteador de caminos, sino de él mismo, como era en la fiesta que se celebró en la casa de Matthew. Con sus ojos azul oscuro clavados en ella y su encantadora boca curvada en aquella mueca torcida típicamente suya. Con un mechón de su pelo, espeso y oscuro, cayendo sobre su frente.

El corazón de Carolyn se aceleró y ella abrió los párpados con lentitud. Contempló las danzarinas llamas naranja y doradas de la chimenea y se obligó a encarar la verdad. La atracción que sentía hacia lord Surbrooke había enraizado en ella mucho antes de que leyera las Memorias. Las semillas se plantaron durante la fiesta en la casa campestre de Matthew y ahora…, ahora habían florecido en algo totalmente inesperado. Totalmente indeseado. Y, aun así, totalmente innegable.

Y rotundamente inaceptable.

¡Santo Dios! Si tenía que experimentar atracción hacia un hombre, algo que, a decir verdad, nunca creyó posible, ¿por qué tenía que ser él? Tenía que admitir que, desde un punto de vista puramente físico, era muy atractivo. Pero ella nunca se había sentido atraída por un hombre sólo por su aspecto. Lo cierto era que, debido a la educación que había recibido, solía evitar a los hombres de aspecto imponente. Ella enseguida se sintió atraída por Edward quien, para ella, era extremadamente guapo, pero no de una forma aparente. Su belleza era discreta. Contenida. Como su ternura. Ella se enamoró de su comedido sentido del humor, de su integridad e inteligencia, de su profunda amabilidad y gentileza.

Lord Surbrooke, por su parte, con su aspecto deslumbrante, sus miradas apasionadas y su reputación de granuja encantador no era, en absoluto, el tipo de hombre que ella habría elegido.

Una vez más, contempló el libro que apretaba entre sus manos. Aunque las Memorias no hubieran encendido la llama de su indeseada atracción, sin duda la alimentaban con sus relatos sensuales e inculcando imágenes lujuriosas en su mente. Imágenes en las que lord Surbrooke tenía un papel sobresaliente. Imágenes que ella quería, desesperadamente, hacer desaparecer.

Estaba claro que librarse de aquel libro era el primer paso hacia ese objetivo y el segundo sería evitar a lord Surbrooke. Seguro que eso no le resultaría muy difícil, pues, sin duda, docenas de mujeres estaban pendientes de todas y cada una de sus palabras y ocupaban su tiempo. Mujeres con las que compartía todo tipo de intimidades. Mujeres a las que besaba con pasión en los bailes de disfraces…