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Un estremecimiento ardiente recorrió su espina dorsal y, a continuación, se le formó un extraño nudo en el estómago que le produjo una molesta tensión que se parecía mucho a… los celos.

Carolyn arrugó el entrecejo. ¡Santo cielo! ¿A ella qué le importaba si él besaba a otras mujeres? ¿Si les hacía el amor? No le importaba. En absoluto. Como él no tenía ni idea de a quién había besado la noche anterior, sin duda sólo se había tratado de otro encuentro impersonal para él. Un encuentro que, probablemente, ya había olvidado. Además, gracias a Dios, había tenido el sentido común de interrumpir el beso. Seguro que ella misma lo habría interrumpido si él no lo hubiera hecho. Seguro que, si se hubieran besado durante unos segundos más, ella se habría apartado de él.

Su molesta voz interior recobró vida y murmuró algo que, sospechosamente, sonaba como «¡Ni por asomo!». Carolyn consiguió, aunque con algo de esfuerzo, ignorar aquella voz.

Sin embargo, una parte de ella, diminuta y opuesta a la anterior, estaba emocionada por haber despertado en él una reacción tan apasionada. Ella no sabía que era capaz de provocar semejante reacción en un hombre. Aunque Edward siempre había sido muy fogoso, ella nunca había causado en él semejante… falta de contención. Y desde luego nunca en una fiesta, ni en ningún otro lugar en el que pudieran ser descubiertos.

Una oleada de vergüenza la invadió ante estos pensamientos, que sólo podía considerar desleales. Era injusto y ridículo que comparara a Edward, quien había sido amable y educado sin límite en todos los aspectos de su vida, con un hombre al que apenas conocía y que, por lo poco que sabía de él, era capaz de un comportamiento poco menos que indecoroso.

Sin duda, la soledad que la había estado atormentando últimamente la empujó a actuar, durante la fiesta, de una forma por completo desacostumbrada en ella. Como no pensaba repetir aquellos actos, no tenía sentido que guardara algo que podía empujarla a volver a salir del confortable capullo que había tejido a su alrededor.

Inspiró hondo, se acuclilló delante del fuego y alargó poco a poco la mano en la que sostenía las Memorias. «Suéltalas -la apremió su mente-. ¡Échalas al fuego!»

Eso era lo correcto. Su sentido común, su buen juicio lo sabían.

Unos golpes en la puerta la sobresaltaron y Carolyn se levantó de golpe. Un sentimiento de culpabilidad encendió sus mejillas y, aunque no estaba segura de cuál era la causa, enseguida escondió el libro debajo de uno de los cojines de brocado del sofá.

– ¡Adelante! -contestó.

Nelson abrió la puerta y se acercó a Carolyn con una bandeja de plata en la que había una tarjeta.

– Tiene usted una visita, milady -declaró el mayordomo tendiéndole la pulida bandeja.

Carolyn cogió la tarjeta y leyó el nombre impreso. Su corazón dio un complicado salto acrobático y se puso a latir con fuerza y rapidez.

¡Santo cielo! ¿Qué estaba haciendo él allí?

«¿Está usted en casa, milady?»

Carolyn tragó saliva.

– Sí, puede usted hacer entrar a lord Surbrooke.

Estas palabras salieron de su boca sin que ella pudiera evitarlo, pues en el fondo sabía que lo que tendría que haber dicho era justo lo contrario.

Nelson inclinó la cabeza y se retiró. En cuanto salió de la habitación, Carolyn corrió hacia el espejo que colgaba de la pared más lejana y, al ver su imagen, apenas pudo contener un ¡ay! de horror. No necesitaba pellizcarse las mejillas para tener algo de color, pues un color escarlata coloreaba su cutis haciendo que pareciera que acababa de meter la cabeza en un horno. ¡Cielo santo! Incluso sus ojos estaban enrojecidos, y también hinchados, debido a lo mucho que había llorado y lo poco que había dormido. O quizá sólo se trataba de un reflejo de sus acaloradas mejillas.

Apretó los labios y frunció el ceño. ¿Qué importancia tenía el aspecto que tuviera? ¡Ninguna en absoluto! No sentía ningún deseo de impresionar a lord Surbrooke. ¡Ninguno en absoluto!

Se oyeron unos pasos en el pasillo y Carolyn soltó un soplido y se alejó del espejo a toda prisa. Se detuvo frente a la chimenea y apenas tuvo tiempo de secar las húmedas palmas de sus manos en su vestido cuando Nelson apareció en la puerta.

– Lord Surbrooke -anunció Nelson.

Tras realizar una rápida reverencia, Nelson se apartó a un lado y lord Surbrooke apareció en el umbral. El corazón de Carolyn volvió a dar otro intrincado salto.

¡Vaya, el hombre era realmente atractivo! Como siempre, iba impecablemente arreglado. Desde la chaqueta de corte transversal de color azul oscuro que hacía juego con sus ojos y acentuaba la amplitud de sus hombros, pasando por su camisa blanca como la nieve, por su fular, que caía en cascada desde el perfecto nudo, por sus pantalones beige que se ajustaban a sus musculosas piernas y hasta sus botas negras y lustrosas.

Lord Surbrooke avanzó despacio hacia ella y Carolyn no pudo hacer otra cosa salvo mirarlo, enmudecida por la gracia de sus movimientos predatorios. ¡Cielos! Caminaba bien. Bailaba bien. Besaba… extraordinariamente bien.

El calor invadió el cuerpo de Carolyn, quien tuvo que realizar grandes esfuerzos para no abanicarse con la mano. Contemplar a lord Surbrooke la hacía sentirse como si estuviera junto a un fuego abrasador. «¡Estás junto a un fuego abrasador!», le recordó su voz interior.

Al recordarlo, Carolyn se sintió aliviada y se alejó varios pasos de la chimenea. Claro que se sentía acalorada. No le extrañaba que hiciera tanto calor en aquella habitación. Pero ése no tenía nada que ver con su visitante.

Por encima del hombro de lord Surbrooke, vio que Nelson cerraba la puerta de la habitación. Si hubiera estado atenta, le habría dicho que la dejara abierta, pero, por lo visto, no estaba nada atenta. Y además se había quedado sin habla.

Lord Surbrooke se detuvo dejando una respetable distancia entre ellos. Distancia que Carolyn sintió la penosa tentación de acortar.

Él dijo algo. Carolyn lo supo porque sus labios se movieron, pero sus palabras no llegaron a ella porque el recuerdo de su beso la embargaba de tal modo que lo único que podía oír eran los latidos de su propio corazón.

¡Vaya! Los labios de lord Surbrooke volvían a moverse. Aquellos labios bonitos y masculinos, de aspecto firme y tacto maravilloso. Aquellos labios… aquellos labios… ¡Cielo santo, había perdido por completo el hilo de la conversación! Por no mencionar la cabeza…

Apartó la mirada de la boca de lord Surbrooke, la fijó en sus ojos y se aclaró la garganta para encontrar su voz perdida.

– ¿Disculpe?

– Decía que temía que fuera demasiado temprano para una visita. Gracias por recibirme.

– De hecho, no es usted la primera visita del día.

– ¡Vaya! -Su mirada se agudizó a causa del interés-. ¿Sus otras visitas no serían, por casualidad, el señor Rayburn y el señor Mayne?

Carolyn asintió con la cabeza…

– Sí. ¿También lo han visitado a usted? Me comentaron que pretendían interrogar a todos los asistentes a la fiesta.

– Salieron de mi casa no hace mucho. La muerte de lady Crawford es algo impactante y terrible.

– ¡Espantoso! Espero que atrapen pronto al asesino.

– Yo también. Pero hasta entonces, debe usted extremar sus precauciones. No vaya a ningún lugar sola.

– No suelo hacerlo.

– Estupendo.

Se hizo el silencio. Carolyn buscó en su mente con desesperación algo que decir, tarea que le resultó muy difícil, pues ver a lord Surbrooke en su salón de algún modo le vaciaba la mente. Y, curiosamente, a pesar de lo espaciosa que era la habitación, su presencia parecía reducirla al tamaño de una caja.

Al final fue él quien rompió el silencio.

– ¿He interrumpido algo?

De repente, ella se acordó de lo que estaba haciendo cuando Nelson anunció la llegada de lord Surbrooke. Estaba a punto de lanzar las Memorias al fuego. Dirigió la mirada al sofá y se sintió desfallecer. Uno de los extremos del libro sobresalía del cojín.