Le rodeó la cintura con los brazos y la acercó levemente a su cuerpo mientras deslizaba los labios por su cuello e inhalaba… despacio, profundamente, ahogando sus sentidos en su suave aroma floral, en la excitante y casi dolorosa sensación de tenerla en sus brazos. Y, como le ocurría cada vez que estaba cerca de ella, su refinamiento se esfumó sumergiéndolo en una lucha contra la necesidad imperiosa de apretarla con fuerza contra su cuerpo, de acorralarla contra la pared más cercana… o inclinarla sobre la silla más próxima… o acostarla en el sofá o, simplemente, tumbaría en el suelo. Cualquier cosa que le permitiera satisfacer aquel fuego ardiente que lo abrasaba cada vez que la tocaba. Un fuego que ardía todavía con más intensidad ahora que había probado su sabor.
El esfuerzo que realizó para no ceder al deseo que lo consumía hizo que se echara a temblar, así que cerró brevemente los ojos obligándose a recobrar el dominio de sí mismo. ¡Por el amor de Dios, si apenas la había tocado! Nunca había experimentado una necesidad tan apremiante de poseer a una mujer. Sin embargo, su voz interior le advertía que no fuera demasiado rápido con Carolyn, pues corría el riesgo de asustarla, como había ocurrido la noche anterior.
Se apartó un poco y la hizo girarse con suavidad para mirarla a la cara. Al ver el vivo color de su piel y su expresión sofocada, no albergó la menor duda de que ella estaba tan alterada como él. ¡Gracias a Dios!, porque la próxima vez que la besara ella sabría con toda certeza que era él quien lo hacía.
Alargó el brazo y deslizó con dulzura los dedos por su suave mejilla.
– ¿Quién creía usted que la había besado ayer por la noche? -preguntó, formulando la pregunta que llevaba resonado en su mente desde el día anterior, aunque odió tener que formularla.
Ella lo examinó con una expresión indescifrable y él deseó con todas sus fuerzas poder leer sus pensamientos. Entonces, como si acabara de darse cuenta de que estaban tan cerca el uno del otro y de que las manos de él reposaban en su cintura, Carolyn se apartó poniendo varios centímetros de distancia entre ellos, centímetros que él tuvo que esforzarse para no acortar.
– Un osado salteador de caminos -respondió ella por fin-. Me temo que me vi arrastrada por la excitación y el anonimato de la máscara y…
Su voz se fue apagando y desvió la mirada al fuego de la chimenea. Aunque Daniel se sentía decepcionado por el hecho de que ella no supiera ni hubiera adivinado su identidad, experimentó un gran alivio cuando ella no mencionó a ningún otro hombre.
– ¿Y cedió a sus deseos? -sugirió él con suavidad al ver que ella permanecía en silencio.
Carolyn negó con la cabeza.
– No, cometí un error.
Se volvió hacia él y, por primera vez, Daniel se dio cuenta de que el borde de sus párpados estaba enrojecido y de que tenía unas leves ojeras bajo los ojos. Signos, sin duda, de haber pasado la noche en vela, de no haber dormido. Y, quizá, de haber vertido lágrimas. La idea de Carolyn llorando le causó un dolor que no pudo definir y despertó en él la necesidad de dar consuelo y protección, una necesidad que no había experimentado en mucho, mucho tiempo. Una necesidad que creía que había muerto en él mucho tiempo atrás.
Necesitó hacer acopio de toda su voluntad para no abrazarla.
– No fue un error -declaró Daniel con voz calmada pero implacable.
Un brillo de determinación y de algo más – ¿angustia, quizás?- apareció en la mirada de Carolyn, quien levantó la barbilla.
– Le aseguro que fue un error, lord Surbrooke. Yo no quería…
– Daniel.
Carolyn titubeó y, después, continuó:
– Yo no pretendía que las cosas fueran tan lejos. No debí acompañarlo, bueno, al salteador de caminos, a la terraza. Sólo puedo decirle que cometí un error. Y pedirle perdón.
– Te aseguro que no hay nada que perdonar. -Sin poder reprimirse más, Daniel se acercó a ella. Se preguntó si ella se apartaría, pero se alegró al comprobar que ella no se movió-. Supongo que yo también debería pedirte perdón, pero me temo que no puedo. No siento lo que ocurrió. De hecho, lo único que siento es que te marcharas de una forma tan repentina.
Carolyn sacudió la cabeza.
– Lord Surbrooke, yo…
– Daniel. Por favor, llámame Daniel. -Sonrió con la esperanza de que ella le devolviera la sonrisa-. Después de lo que ocurrió entre nosotros ayer por la noche, creo que podemos tutearnos. Al menos eso espero… ¿lady Wingate?
Como, a pesar del tono exagerado de su pregunta, ella no lo invitó a que la tuteara, que era lo que él esperaba, Daniel añadió:
– Al menos eso espero… mi querida ¿lady Wingate?
Animado por la leve curva que realizaron las comisuras de los labios de Carolyn, Daniel continuó:
– Mi extremadamente encantadora y muy querida… ¿lady Wingate?
Una chispa minúscula de diversión se reflejó en los ojos de Carolyn.
– ¿Hasta cuándo piensa seguir en esta línea?
– Tanto como sea preciso, mi extremadamente encantadora, muy querida y sumamente talentosa lady Wingate.
Carolyn arqueó una ceja.
– ¿Sumamente talentosa? Está claro que no me ha oído cantar nunca.
– No. -Daniel se llevó las manos al pecho en una pose dramática-. Pero estoy seguro de que su voz rivaliza con la de los ángeles.
– Sólo si las voces de los ángeles suenan como las ruedas chirriantes y desafinadas de un carruaje.
Daniel realizó un chasquido con la lengua.
– Me temo que no puedo permitir que menosprecie a mi amiga, la extremadamente encantadora, muy querida, sumamente talentosa y enormemente divertida lady Wingate.
– A este paso, al final del día tendré más títulos que toda la familia real junta.
– Estoy convencido de que así será, mi extremadamente encantadora, muy querida, sumamente talentosa, enormemente divertida y extraordinariamente inteligente lady Wingate.
Carolyn le lanzó una mirada medio divertida y medio exasperada a la vez.
– Está claro que no se ha dado cuenta, milord, pero intento mantener un poco de compostura en nuestra relación.
– Daniel. Y sí, sí que me he dado cuenta. -Daniel sonrió abiertamente y levantó y bajó las cejas-. Pero está claro que tú sí que no te has dado cuenta de que me gustaría que dejaras de hacerlo.
– Creo que hasta un ciego se habría dado cuenta. Sin embargo, también intento librarme de una situación embarazosa de una forma educada. De una forma que nos permita olvidar nuestra pérdida momentánea de juicio de ayer por la noche y seguir disfrutando de la franca camaradería que establecimos en la fiesta de Matthew.
– ¿Eso es lo que de verdad crees que pasó ayer por la noche? ¿Que perdimos momentáneamente el juicio?
– Sí, y no tengo intención de repetirlo.
Carolyn no pronunció estas palabras de una forma hiriente. De hecho, Daniel percibió con claridad una disculpa en sus ojos, una petición de comprensión.
El problema era que él no lo comprendía. Ni quería una disculpa.
– ¿Puedes explicarme por qué no quieres repetirlo? -preguntó él mientras su mirada buscaba la de ella-. Es evidente que disfrutaste del beso tanto como yo.
El rubor cubrió las mejillas de Carolyn, y Daniel se maravilló de que una mujer de más de treinta años, una mujer que ya había estado casada, siguiera ruborizándose.
– Eso no cambia nada.
– No estoy de acuerdo. Entre nosotros hay una atracción. Una atracción que siento desde… hace mucho tiempo.
La sorpresa y algo más que Daniel no consiguió identificar antes de que desapareciera, brillaron en los ojos de Carolyn.
– ¿Ah, sí?
«Desde que te vi por primera vez. Hace diez años.»
– Sí. Y es algo que me gustaría explorar. A menos que… me digas que estoy equivocado y que la atracción es unilateral.