Si la necesidad que lo consumía no fuera tan apremiante, Daniel podría haberse dedicado a saborear aquel triunfo, pero, en lugar de hacerlo, abrazó a Carolyn con más fuerza y profundizó su beso mientras su lengua exploraba la deliciosa y suave calidez de la boca de ella. A cada segundo, se sentía más y más atraído hacia un remolino carnal del que no había escapatoria. Claro que, en realidad, él no quería escapar. ¡Cielos, no! De hecho, Carolyn y él ni siquiera estaban tan cerca como él habría deseado.
Daniel exhaló un gemido y deslizó una mano hasta la parte baja de la espalda de Carolyn. Presionó con la palma la base de la espina dorsal de ella y extendió los dedos sobre la curva de sus nalgas apretándola más contra él. Su erección pulsó junto al cuerpo de ella y sus caderas se flexionaron de una forma involuntaria en un lento bombeo que extrajo un gruñido de puro deseo de su garganta.
Daniel perdió la noción del tiempo. Lo único que sabía era que no importaba cuánto tiempo estuviera besándola, pues siempre le parecería insuficiente. Con el corazón golpeándole en el pecho, de algún modo encontró las fuerzas para levantar la cabeza, pero sólo lo suficiente para deslizar sus labios por la mandíbula de Carolyn y por la curva de su fragante cuello. Sin dejar de absorber, en todo momento, los dulces y eróticos sonidos que emanaban de los labios de ella, Daniel deslizó la lengua por el lateral del cuello de Carolyn saboreando su piel cálida y aromática. Después succionó con suavidad el punto en el que su pulso latía aceleradamente. Nunca una mujer le había sabido tan bien.
Al final, con gran esfuerzo, levantó la cabeza y contuvo un gemido de intenso deseo ante la visión que lo esperaba.
Con los párpados entrecerrados, las mejillas encendidas y los labios entreabiertos e hinchados por el beso, a Carolyn se la veía deliciosa y totalmente excitada. Conservando uno de sus brazos alrededor de la cintura de Carolyn para mantenerla apretada a él, Daniel levantó una mano algo temblorosa y rozó con el dorso de sus dedos la cálida y suave mejilla de Carolyn.
Ella abrió los párpados del todo y Daniel contempló la profundidad azul de sus ojos. Y sintió que se ahogaba otra vez.
– ¿Todavía crees que lo de anoche fue un arrebato momentáneo? -preguntó él con voz grave y áspera debido a la excitación.
Daniel no supo identificar la expresión que flotaba en las facciones de Carolyn, pero resultaba evidente que no era de felicidad. Más bien parecía de derrota.
– Por lo visto no fue un arrebato -accedió ella-, pero…
El la interrumpió con un rápido beso.
– ¿Recuerdas lo que te dije antes acerca de que las frases que siguen a la palabra «pero» no me resultan nada alentadoras?
Carolyn abrió la boca con la intención de replicar, pero en aquel mismo instante alguien llamó a la puerta. Durante varios segundos, ella se quedó paralizada. Después, soltó un respingo, se separó de Daniel como si se estuviera quemando y se alisó el pelo y el vestido con gestos nerviosos.
– Te ves bien -la tranquilizó él mientras se arreglaba la chaqueta-. Aunque con «bien» quiero decir «perfecta».
¡Y por todos los santos que era cierto! Se la veía perfectamente besada, decidió Daniel mientras maldecía mentalmente la interrupción. Aunque quizá se había producido en el momento ideal. Acababan de compartir lo que él describiría como otro beso extraordinario y ella no había tenido tiempo de presentar ninguna objeción. Sin duda, debía aprovechar aquella oportunidad para irse y dejarla con el recuerdo de lo increíble que había sido aquel beso. Y deseando más. Al menos eso esperaba él.
– ¡Adelante! -contestó Carolyn.
La puerta se abrió y el mayordomo de cara adusta que había acompañado a Daniel hasta el salón entró sosteniendo una bandeja de plata con tres tarjetas de visita.
– Tiene visita, milady. Lady Walsh, lady Balsam y la señora Amunsbury. ¿Está usted en casa?
Carolyn miró a Daniel.
– Debo irme -manifestó él con rapidez-. Tengo varias citas programadas.
Carolyn asintió con la cabeza y se dirigió al mayordomo.
– Puede acompañar a lord Surbrooke a la salida y, después, haga entrar a las damas, Nelson.
– Muy bien, milady.
Carolyn se volvió hacia Daniel.
– Gracias por la miel.
– De nada. ¿Asistirá usted a la velada de esta noche en casa de lord y lady Gatesbourne?
Daniel suponía que ella asistiría, pues lady Julianne, la hija de los Gatesbourne, era una de sus mejores amigas.
Carolyn titubeó.
– Todavía no lo he decidido.
En aquel instante, Daniel supo que él era la razón de que ella no estuviera segura de si asistiría o no a la fiesta. Evidentemente, Carolyn no sabía si quería volver a verlo otra vez. Su decisión de acudir o no a la casa de los Gatesbourne le revelaría mucha información, decidió Daniel.
Obligándose a no tocarla, Daniel realizó una reverencia formal.
– Espero verla allí, milady. Y, por favor, recuerde ser prudente y no salir sola.
A continuación, salió por la puerta y siguió a Nelson sin volver la vista atrás.
En el vestíbulo, intercambió saludos con Kimberly, lady Balsam y la señora Amunsbury, quienes lo observaron con curiosidad.
– ¿Y qué le ha traído a la casa de lady Wingate? -preguntó lady Balsam, apartando una de las plumas de pavo de su turbante que había caído sobre su mejilla.
Daniel esbozó una sonrisa forzada. La hermosa y altiva condesa era una de las chismosas más conocidas de la sociedad londinense.
– Sólo se trata de una visita entre vecinos, pues yo vivo a sólo dos casas de aquí. Tras oír la impactante noticia de la muerte de lady Crawford, decidí asegurarme de que lady Wingate estaba bien.
– Como un caballero de resplandeciente armadura -comentó Kimberly mientras lo observaba con expresión divertida-. ¿Y ella se encuentra bien?
– Me alegra informarles de que así es. Y también me alegro de ver que ustedes están bien. -Aguijoneado por la curiosidad sobre la razón de su visita, pues sabía que ninguna de las damas era amiga íntima de Carolyn, Daniel preguntó de una forma casual-: ¿Y qué las ha empujado a ustedes a ir de visita en un día tan encantador como éste?
– Nos dirigíamos a Regent Street para ir de compras cuando lady Walsh nos sugirió que le preguntáramos a lady Wingate si deseaba unirse a nosotras -informó la señora Amunsbury. Tenía la nariz tan levantada que Daniel se preguntó si, de vez en cuando, la cabeza no se le caía hacia atrás-. ¡Estamos todas tan contentas de que vuelva a incorporarse a la sociedad!
– Pero ahora tenemos que preocuparnos por ese asesino que anda suelto -declaró lady Balsam soltando un soplido.
Daniel tuvo que esforzarse para no levantar la vista hacia el techo. ¡Dios no permitiera que nada se interpusiera entre la condesa y las tiendas!
– Que la hayan asesinado es ciertamente terrible -continuó lady Balsam-, pero, la verdad, ¿en qué estaría pensando lady Crawford para merodear por las caballerizas? Que una dama se aventure a pasear por esos lugares a solas es buscarse problemas.
Aunque Daniel estaba de acuerdo con su afirmación, no tenía ganas de seguir hablando de aquel tema, así que, tras realizar una reverencia a las damas, se marchó. Mientras bajaba los escalones de piedra y recorría el corto sendero que conducía a la verja de hierro forjado de la entrada, reflexionó sobre las palabras de lady Balsam y se preguntó quién o qué había llevado a Blythe a las caballerizas. Su espíritu aventurero no era del tipo que la llevaría a exponerse en zonas poco seguras. En consecuencia, o esperaba encontrarse con alguien allí, alguien que no se había presentado dejándola a merced de quien la había asesinado, o no había ido sola a las caballerizas y su acompañante la había asesinado, lo que significaba que el asesino también había asistido a la fiesta de disfraces. Como los demás, Daniel sólo podía esperar que cogieran pronto al culpable y lo llevaran ante la justicia. Y que Rayburn y, sobre todo, Mayne desviaran su atención de él para centrarse en encontrar al verdadero asesino.