Y, aunque el misterio que rodeaba la muerte de Blythe rondaba por su mente, en lo más hondo de su ser otra pregunta lo atormentaba.
¿Acudiría Carolyn a la velada de los Gatesbourne?
Daniel supuso que la respuesta dependía de otra pregunta que estaba seguro que lo perseguiría durante todo el día.
¿Sería Carolyn valiente y admitiría que lo deseaba a él tanto como él a ella?
Capítulo 7
Él se acercó a la bañera vestido, sólo, con una picara sonrisa. «No hay nada tan cautivador como una mujer bonita tomando un baño», murmuró él. Yo supuse que no se había mirado al espejo, porque nunca había visto nada tan cautivador como él. Inmoralmente guapo, alto, masculino, fuerte, musculoso y muy, muy excitado…
Memorias de una amante,
por una Dama Anónima
Carolyn estaba en el salón de la elegante mansión de lord y lady Gatesbourne, en Grosvenor Square, con una copa de ponche con sabor a limón en la mano y asintiendo a lo que le decía Sarah. Su hermana llevaba hablando varios minutos y, aunque Carolyn estaba segura de que la historia que le estaba contando, fuera cual fuese, era fascinante, ella estaba distraída. Con lo único en lo que no quería pensar.
Lord Surbrooke.
¡Maldición! ¿Por qué no conseguía eliminarlo de sus pensamientos? El hecho de que pareciera estar grabado en su mente le resultaba confuso y extremadamente irritante. Era como si su cerebro hubiera desarrollado una extraña resistencia a hacer lo que ella quería que hiciera, que consistía en olvidar todo lo que estuviera relacionado con lord Surbrooke: su sonrisa de medio lado, sus ojos azul oscuro, su hermosa cara…
Su apasionado beso.
Y el efecto devastador que le había causado.
Incluso en aquel momento, horas después de que lord Surbrooke se hubiera ido de su casa, el calor recorría su espina dorsal con sólo pensar en cómo la había abrazado. Cómo la había tocado. Y besado. Con la inconfundible prueba de su excitación presionada contra ella y provocando una tormenta de deseos y necesidades en su interior. Deseos y necesidades que, a pesar de que habían transcurrido casi doce horas, no habían disminuido en nada. Sentía la piel ardiente y tensa, como si hubiera estado sumergida en almidón caliente.
Después de declinar la amable invitación de lady Walsh, lady Balsam y la señora Amunsbury a ir de tiendas, se dio un baño esperando calmar su inquietud y su mente. Los baños en su gran bañera siempre la relajaban, pero en aquella ocasión no había sido así. No, aquella mañana su mente hervía de imágenes de lord Surbrooke desnudo, acercándose a la bañera. Con su cuerpo perfectamente esculpido y perfectamente excitado, algo de lo que hacía un perfecto uso. Con ella. En la bañera.
Estas vividas imágenes la habían dejado en tal estado que Carolyn salió corriendo de la bañera y se pasó dos horas dando vueltas por la casa llegando a la conclusión de que no podía asistir a la fiesta de aquella noche en la casa de los padres de Julianne. Tenía planeado ir y esperaba con ansia pasar la velada con Sarah, Julianne y Emily, pero él estaría allí.
«Lo supe en cuanto la vi.» Las palabras de lord Surbrooke la llenaron de la más desconcertante combinación de culpabilidad y excitación. No fue capaz de admitir, delante de él, que nada más verlo supo quién era. Admitirlo la habría obligado a reconocer en voz alta que su encuentro no había sido casual y anónimo. Su única protección frente a él y las cosas que le hacía sentir era fingir ignorancia. En caso contrario, el encuentro anónimo se habría convertido en una elección deliberada a compartir cierto grado de intimidad con un hombre que no era su esposo. Que no era Edward, el hombre que había amado y que todavía amaba.
«Pero Edward ya no está», susurró su voz interior.
Sí. Y ella estaba viva. Algo que lord Surbrooke había dejado bien claro. Pero ¿cómo podía elegir, de una forma deliberada, estar con otro hombre? ¿Un hombre que quería que fueran amantes?
Por eso al final había decidido acudir a la fiesta, porque no hacerlo habría sido como admitir que quería ser su amante pero que temía confesarlo. Lo que no era verdad. Ella no temía decirle lo que tenía que decirle: que no sería, no podía ser su amante. Y hasta que encontrara el momento adecuado para comunicarle su decisión, adoptaría un aire de fría indiferencia.
Aunque no conseguía encontrar en sí misma ese aire de fría indiferencia.
El hecho de que, incluso en aquel salón ruidoso y concurrido, no consiguiera pensar más que en las sensuales imágenes de ella y lord Surbrooke, desnudos, en una bañera… Bueno, la verdad era que la cosa no pintaba nada bien.
Una oleada de calor invadió su cuerpo y Carolyn inhaló hondo. Mientras recorría con la mirada la habitación, asintió, de una forma distraída a Sarah. ¿Dónde estaba él? ¿Había decidido no acudir a la fiesta? Ella debería alegrarse. Se alegraba. De hecho, estaba encantada. Ella había acudido y se había mantenido firme en sus convicciones, por lo que había triunfado. La indeseada atracción que sentía hacia él se desvanecería pronto y ella recuperaría la habitual sensatez que él había conseguido robarle subrepticiamente. Entonces volverían a disfrutar de la amistad informal que habían establecido antes del baile de disfraces. Sin lugar a dudas, él estaba buscando a alguien nuevo con quien compartir su cama y, desde luego, ella no sería esa persona. Sencillamente, no se convertiría en su amante. Ella no era del tipo de mujer que se involucra en una aventura, por muy increíble que fuera su forma de besar. Y de hacerla suspirar.
Ahora, todo lo que tenía que hacer era decírselo.
Y lo menos que podía haber hecho él era aparecer aquella noche para que ella pudiera hacerlo. En cuanto dejara atrás aquel episodio, podría seguir adelante y su vida volvería a la normalidad. Su vida era plena y en ella no había lugar para ningún hombre y, menos aún, para alguien como lord Surbrooke, que era tan… experto. Tanto que la había hecho olvidarse de sí misma temporalmente. Pero no permitiría que volviera a suceder.
«Ya ha hecho que te olvides de ti misma dos veces», le recordó su incómoda voz interior.
Carolyn, sintiéndose molesta, apartó a un lado aquella voz. Como era lógico, después de que él oyera su negativa, utilizaría su considerable encanto y empeño para convencerla, aunque sólo fuera para salvar su orgullo. Carolyn suponía que pocas mujeres lo habrían rechazado, si es que alguna lo había hecho, pero ella estaba segura. Decidida. Nada la apartaría de su decisión. No importaba lo persuasivos que fueran sus besos. No importaba que la hicieran… derretirse. No importaba lo amable que había sido regalándole la miel.
Nada de eso importaba.
Tenía que recuperar el tipo de vida calmado y tranquilo que había construido para sí misma. Y éste, sin duda, no incluía una tórrida aventura amorosa con un hombre que, aunque indudablemente era muy atractivo, en realidad no era más que un seductor de mujeres superficial y malcriado. Carolyn estaba segura de que, después de escuchar su decisión, él enseguida dirigiría su atención a alguna otra mujer. Otra mujer que caería gustosa en sus brazos.
Esta idea la llenó de una incómoda sensación que le hizo sentir como si todo su cuerpo se hubiera convertido en un tenso nudo. Apretó su copa de ponche con tanta fuerza que el intrincado diseño de ésta se clavó en sus dedos. ¡Maldita sea! Casi podía verlo, estrechando a otra mujer, sin cara y sin nombre, entre sus brazos. «Haciéndole sentir todas las cosas increíblemente agradables que me hizo sentir ayer por la noche y esta mañana.»