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Como siempre, la gratitud de Samuel y la buena opinión que tenía de él avergonzaron a Daniel. Él no era el mejor de los hombres, de eso estaba seguro. Pero quizá -sólo quizá- con la ayuda de Samuel, estaba compensando parte de sus errores pasados.

Carolyn, cansada e inquieta después de la fiesta, se sintió aliviada al llegar a casa. Después de entregarle el chal de cachemira a Nelson, su mayordomo, y darle las buenas noches, se dispuso a subir las escaleras, decidida a acostarse y caer en un sueño profundo.

Sola.

Sí, estaba sola.

Frunció el ceño. No estaba sola, sólo… sin él. Tenía años enteros de recuerdos que la acompañaban. Por no mencionar a su hermana y sus amigas. ¡Claro que no estaba sola!

Aun así, la persistente y molesta pregunta que rondaba por el fondo de su mente la atormentaba: ¿había hecho lo correcto rechazando la oferta de lord Surbrooke?

«Sí», insistió su sentido común.

«No», replicó su corazón.

Había subido la mitad de las escaleras cuando la campanilla que indicaba que alguien había abierto la verja del jardín tintineó. Segundos más tarde, el sonido del llamador de bronce de la puerta retumbó en la casa. Sorprendida, Carolyn se dio la vuelta y miró al igualmente sorprendido Nelson, quien todavía estaba en el vestíbulo con el chal en las manos.

– ¿Quién llamará a estas horas? -preguntó Carolyn, incapaz de ocultar la preocupación de su voz.

Sin duda algo iba mal. Las personas no llamaban a las casas ajenas a la una de la madrugada porque todo fuera bien.

Antes de abrir la puerta, Nelson miró al exterior por uno de los estrechos cristales que flanqueaban la puerta de roble.

– Se trata de Samuel, el criado de lord Surbrooke -informó a Carolyn.

Ella se agarró al pasamano mientras todo su cuerpo se ponía en tensión a causa de la preocupación. Cielo santo, ¿le habría ocurrido algo a lord Surbrooke?

– Hágale entrar -declaró, obligando a sus palabras a sortear el nudo de miedo que atenazaba su garganta.

Carolyn bajó las escaleras con rapidez.

Nelson dejó entrar a un joven guapo, alto y jadeante que, de una forma clara, se tranquilizó al verla. El joven explicó, con voz entrecortada y acelerada, que había encontrado a una joven herida, que la había llevado a la casa de lord Surbrooke y que ella se negaba a ver a un médico.

– Necesita a una mujer, milady, si usté m' entiende. Su señoría m' ha enviado a buscar a su doncella. A ver si la puede ayudar.

– Claro -respondió Carolyn mientras el alivio de que no fuera lord Surbrooke quien estaba herido chocaba con la compasión que sentía por la joven.

Carolyn se volvió hacia Nelson.

– Despierta a Gertrude. En cuanto se haya vestido, acompáñala a la casa de lord Surbrooke. Yo voy allí, ahora, con Samuel.

Para sorpresa de Carolyn, lord Surbrooke en persona abrió la puerta de su casa. Su impecable aspecto habitual dejaba mucho que desear. Tenía el pelo alborotado, como si se hubiera pasado los dedos repetidas veces por los mechones castaño oscuro. Se había quitado la chaqueta y el fular y se había arremangado las mangas de la camisa dejando a la vista unos antebrazos musculosos y cubiertos de un vello oscuro. Ella nunca lo había visto tan… desarreglado. Carolyn se quedó boquiabierta y momentáneamente aturdida.

Un fuerte maullido la sacó de su estupor y Carolyn bajó la vista hacia una gata negra que se restregaba contra las botas de lord Surbrooke. Una gata negra que la miró y parpadeó. Con un solo ojo.

Carolyn volvió a desviar la mirada hacia lord Surbrooke, y se dio cuenta de que él parecía sentirse tan sorprendido de verla a ella en el vestíbulo de su casa como ella lo estaba de verlo a él. Después de darse una severa sacudida mental, Carolyn declaró:

– Samuel me ha explicado la situación y mi doncella está de camino, pero he creído que yo también podía ser de ayuda. Como hija de un médico y hermana mayor de una niña que se hacía arañazos constantemente, soy bastante hábil en estos asuntos.

– Gracias -contestó lord Surbrooke mientras se pasaba las manos por el cabello-Por lo que Samuel me ha contado, las heridas de la señorita Marshall no son graves, pero sería mejor que alguien les diera una ojeada.

– ¡Sí, claro! ¿Dónde está?

– En el salón. He preparado algunos artículos de primeros auxilios, como vendas, agua y ungüento y los he dejado junto a la puerta. -Se volvió hacia Samuel-. No he querido entrar para no asustarla. Será mejor que entremos todos juntos. Después de presentarnos, puedes ir a buscar a Mary y a la cocinera.

Cuando lord Surbrooke abrió la puerta del salón, Carolyn vio a una joven acurrucada en el sofá, delante del hogar. La joven se incorporó. Una mezcla de compasión y rabia recorrió el cuerpo de Carolyn cuando vio los oscuros morados que desfiguraban a la muchacha. Samuel enseguida se colocó junto a ella.

– Éste es lord Surbrooke -declaró el joven criado con dulzura acuclillándose delante de la muchacha pero sin tocarla-. No tienes que temer nada d' él, ni de nadie en esta casa. El señor es quien me salvó y m' ha prometido que también t' ayudará a ti. Te dará un empleo aquí, en su magnífica casa, como doncella. Su amiga, lady Wingate, es una dama muy buena y amable. Te cuidará hasta que llegue su doncella. Tienes mi palabra de que estás en buenas manos, Katie.

Katie desvió su asustada mirada hacia Carolyn y lord Surbrooke y asintió con la cabeza.

– Gra… cias.

– De nada -contestó lord Surbrooke.

Entraron los artículos de primeros auxilios y los dejaron en la mesa que había junto al sofá. Carolyn se fijó en que la habitación, con sus paredes forradas de una tela de seda de color verde pálido estampada con paisajes pastoriles, sus cortinajes de terciopelo y sus muebles de caoba reflejaba un gusto sobrio y elegante. Eso le pareció interesante y sorprendente, pues ella esperaba que la casa de un hombre soltero estuviera decorada con cabezas de animales disecados en lugar de elegantes pinturas.

Durante unos instantes, un bonito cuadro de gran tamaño que colgaba encima de la chimenea llamó su atención. Representaba a una mujer ataviada con un vestido azul. La mujer estaba de espaldas, en la terraza de una gran casa solariega, y sólo se veía un trozo del perfil de su cara. Tenía una mano apoyada en la barandilla de piedra de la terraza y, con la otra, se protegía la vista del brillante sol mientras contemplaba el extenso y cuidado jardín inglés, que estaba en plena floración. Una brisa invisible hacía ondear el dobladillo de su vestido y un mechón de su cabello castaño claro. Al fondo del cuadro y de pie en el jardín, se vislumbraba la figura de un hombre. Carolyn tuvo la indudable sensación de que, aunque el hombre estaba rodeado de la belleza del jardín, lo único que veía era a la mujer de la terraza.

Lord Surbrooke y Samuel se fueron dejándola a solas con Katie. Carolyn le sonrió de una forma tranquilizadora e hizo lo posible por ocultar la compasión que la embargaba. ¡Santo cielo, la pobre muchacha era un amasijo de cortes y morados!

– Mi padre es médico y aprendí mucho de él -declaró Carolyn con voz suave mientras sumergía un paño limpio en un cuenco de cerámica lleno de agua tibia-. Si te parece bien, me gustaría limpiarte y, después, aplicar ungüento y vendas a los cortes más graves. Te prometo actuar con delicadeza. -Escurrió el trapo y extendió el brazo-. ¿Puedo?

Katie titubeó y después asintió.

Carolyn se puso manos a la obra. En primer lugar, limpió la suciedad de las manos de Katie. La muchacha tenía numerosos cortes en las palmas y los dedos los nudillos, en piel viva; y las uñas, rotas.

– ¿Esto te pasó cuando te enfrentaste al ladrón? -preguntó Carolyn mientras aplicaba ungüento en la piel rasgada de los nudillos de Katie.

Hacía ya mucho tiempo que había aprendido de su padre que hablar de algo intrascendente con el paciente ayudaba a que éste no pensara en sus heridas.