La calidez envolvió los dedos de Carolyn. La sensación de las manos desnudas de él en contacto con las de ella envió oleadas de placer por todo su cuerpo.
– Gracias -declaró él con sus ojos azules y serios fijos en los de ella-. Ha sido muy amable ayudándonos.
– Ha sido un placer. ¡Esa pobre muchacha…! Tiene mucha suerte de que sus heridas no hayan sido más graves. -Su mirada buscó la de lord Surbrooke-. ¿Va a contratarla usted como sirvienta?
– Así es.
– ¿Necesita usted otra sirvienta?
Lord Surbrooke se encogió de hombros.
– En una casa de este tamaño siempre va bien un poco más de ayuda.
El tono despreocupado de su contestación le demostró a Carolyn lo que ella ya sospechaba: que él no necesitaba otra sirvienta. Sin embargo, estaba dispuesto a ofrecerle un empleo a una joven desafortunada. Algo en el interior de Carolyn pareció transformarse, pero antes de que pudiera definir aquella sensación, él le apretó las manos con suavidad y después se las soltó. Ella enseguida echó de menos la calidez de su piel contra la de ella.
– ¿Quiere regresar ya a su casa? -preguntó él.
El sentido común de Carolyn le indicaba que se fuera, que había hecho todo lo que podía hacer para ayudar y que había llegado la hora de irse. Pero su mente hervía de curiosidad con montones de preguntas que quería formularle a él acerca de sí mismo. Evidentemente, había juzgado mal al menos ciertos aspectos de su carácter. ¿En qué más se había equivocado? Sólo había una forma de averiguarlo. Y ella quería descubrirlo con todas sus fuerzas.
– Me quedaré con Gertrude hasta que su cocinera y su sirvienta lleguen -declaró Carolyn.
Por la expresión de él, Carolyn no supo si su decisión lo complacía o no. Un telón parecía haber caído sobre sus facciones.
– ¿Puedo ofrecerle una bebida? -preguntó él, dirigiéndose a una mesa de caoba en la que había tres licoreras de cristal-. Me temo que no puedo ofrecerle un té hasta que llegue la cocinera, pero, si le apetece, tengo coñac, oporto y jerez.
Más por tener algo que hacer con sus inquietos dedos que porque quisiera beber, Carolyn respondió:
– Jerez, por favor.
Tras servir las bebidas, él volvió junto a ella y levantó su copa.
– Por… los vecinos. Y la amistad. Tiene usted mi gratitud por responder a mi petición de ayuda. Sobre todo a una hora tan intempestiva.
Ella chocó el borde de su copa con la de él y el tintineo del cristal resonó en la habitación.
– No me ha supuesto ningún esfuerzo. Todavía no me había retirado.
Él deslizó la mirada por el vestido de color aguamarina que Carolyn llevaba puesto, que era el mismo que vestía en la velada de los Gatesbourne.
– Ya veo. ¿Nos sentamos?
La idea de sentarse con él en aquel acogedor sofá de aquella acogedora habitación le resultaba demasiado… acogedora. Y tentadora.
– En realidad, me siento… -«Demasiado atraída hacia ti»- un poco inquieta.
Lo cual era cierto, aunque su inquietud no tenía nada que ver con aplicar ungüento y vendas y todo con él.
– Inquieta. Sí, yo también. -Daniel titubeó durante varios segundos y después sugirió-: ¿Y un paseo por el invernadero?
Esa idea parecía bastante segura.
Desde luego, más segura que la tranquila intimidad del salón al calor del hogar.
Después de todo, ¿qué podía suceder en una habitación llena de plantas?
Carolyn sonrió.
– Un paseo por el invernadero suena de maravilla.
Capítulo 10
En una fiesta, después de un vals durante el que él me desnudó y me hizo el amor con la mirada descaradamente, yo lo arrastré hasta una habitación cercana y cerré la puerta con llave. Y dejé que terminara lo que había empezado en la pista de baile.
Memorias de una amante,
por una Dama Anónima
Daniel bebió su coñac de un solo trago y realizó una mueca interior al sentir el calor abrasador que descendía por su garganta hasta su estómago. Lo último que necesitaba era otra cosa que lo hiciera sentirse más acalorado. La simple visión de Carolyn, allí, en el salón de su casa, bebiendo su jerez, era más que suficiente para hacerle sentir como si estuviera en medio de un fuego abrasador.
Contempló cómo ella bebía con delicadeza su jerez. ¿Cómo conseguía estar tan guapa incluso haciendo algo tan mundano como beber? Su hambrienta mirada descendió por el cuerpo de Carolyn, atraída por la ondulación de sus generosos pechos, que su vestido realzaba. Y siguió bajando por el favorecedor vestido que combinaba a la perfección con su piel color crema y sus ojos azules.
No se le ocurría ninguna otra mujer que hubiera respondido de inmediato y personalmente a su petición de ayuda sin siquiera detenerse a cambiarse de vestido. Y que estuviera dispuesta a hacer de enfermera con una desconocida. Y que, además, tuviera los conocimientos para hacerlo. Todos estos aspectos dignos de admiración se sumaban a su belleza. Entonces, lord Surbrooke se dio cuenta de que no necesitaba ningún otro aspecto para admirarla, que, de hecho, ya la admiraba más que suficiente.
Sintió el peso de la mirada de Carolyn y levantó la vista. Y descubrió que ella contemplaba la abertura de su camisa con una expresión que indicaba que le gustaba lo que veía. Lord Surbrooke enderezó los hombros y cogió con más fuerza la copa vacía para evitar coger a Carolyn entre sus brazos y besarla hasta que admitiera que lo quería tanto como él la quería a ella.
Carolyn levantó la vista y sus miradas se encontraron. El color escarlata que coloreó las mejillas de ella dejó claro que era consciente de que él la había pillado contemplándolo. Carolyn dio un sorbo rápido a su jerez y dejó la copa sobre la mesa de caoba.
Él hizo lo mismo y salieron de la habitación dirigiéndose, por el pasillo en penumbra, hacia el invernadero. Daniel vio, por el rabillo del ojo, que ella se retorcía los dedos de las manos, señal de que sentía la misma y cargada tensión por la presencia de él que él sentía por la de ella. Daniel lo consideró un hecho prometedor.
– Es usted muy buena limpiando y vendando heridas -indicó él esquivando el silencio.
– De niña, Sarah era un poco hombruna -explicó Carolyn sonriendo afectuosamente por el recuerdo-. Pasé muchas horas curando sus numerosos cortes y arañazos. Y unos cuantos de los míos.
– Entonces, ¿no es usted una persona impresionable?
– No. Si hubiera sido un chico, habría seguido los pasos de mi padre y habría sido médico.
Lord Surbrooke levantó las cejas sorprendido. Nunca había oído a una aristócrata decir algo así, que aspirara a tener una profesión. Claro que Carolyn no había nacido noble.
– Dice que Sarah era un poco hombruna, pero ¿cómo se hizo usted sus cortes y arañazos?
Una sonrisa bailó en los labios de Carolyn.
– Tengo que hacerle una confesión.
El interés se despertó en el interior de Daniel.
– ¿Ah, sí? Por favor, no me mantenga en suspenso. Aunque creo justo recordarle que las confesiones a medianoche pueden ser peligrosas.
– Entonces tengo suerte de que haga rato que haya pasado la medianoche. -La picardía brilló en los ojos de Carolyn. Se inclinó hacia él y le confesó con aire conspirador-: Solía… subirme a los árboles.
El no sabía si se sentía más sorprendido, intrigado o divertido.
– No lo habría dicho nunca.
– Pues me temo que es cierto. Y también solía caminar haciendo equilibrios sobre los troncos de los árboles caídos. Y saltar sobre las rocas que sobresalían en el estanque que había cerca de nuestra casa. Me caí al agua más de una vez.
Un recuerdo intentó surgir de las profundidades del alma de lord Surbrooke, quien enseguida cerró la puerta de la mazmorra donde lo guardaba para evitar que viera la luz del día.