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– Seguro que me está contando un cuento. No creo que sea usted capaz de comportarse de una forma tan inusual.

– Le aseguro que es verdad. Mi madre siempre me presionaba para que mi comportamiento fuera impecable, cosa que no hacía con Sarah.

– ¿Por qué?

Carolyn titubeó, reflexionando sobre si contárselo o no. Al final, declaró:

– Para mi consternación, siempre fui la favorita de mi madre. Ella consideraba que Sarah era poco dotada y sin remedio, así que le prestaba poca atención y puso todas sus esperanzas de realizar un buen matrimonio en mí, aunque más que esperanzas lo daba por hecho. Su favoritismo hirió profundamente a Sarah. Y a mí también, pues yo adoré a Sarah desde el mismo día en que nació. Siempre que podía, yo escapaba de las rígidas garras de mi madre y, cuando lo conseguía, me iba con Sarah a escalar árboles, saltar sobre las rocas o cualquier otra gran aventura en la que ella estuviera metida. De haberlo sabido, mi madre se habría puesto hecha un basilisco, así que, para cubrirnos, aprendí a curarme las heridas que me causaba cuando me caía. Y también las de Sarah. -Una sonrisa iluminó su cara-. Como mi padre era médico, no me resultó difícil aprenderlo. Ni conseguir vendas.

Habían llegado a las cristaleras que comunicaban con el invernadero y él se detuvo.

– Debo admitir que este aspecto inesperado suyo me ha cogido desprevenido.

– Le aseguro que es cierto. De hecho, conservo una cicatriz en el tobillo, recuerdo de una de mis más desafortunadas aventuras como escaladora de árboles. La considero una condecoración.

Daniel cogió el pomo de latón y abrió la puerta. El aire que los rodeaba enseguida se vio inundado de una fragancia floral con toques de tierra recién excavada. Un rayo plateado de luna caía sobre el suelo de piedra desde él elevado techo de vidrio. Daniel levantó la vista y vio una luna nacarada sobre un cielo negro y aterciopelado encastado con estrellas que parecían diamantes.

– ¡Qué bonito! -murmuró Carolyn entrando en la cálida habitación.

– Pensé que le gustaría.

– Me gusta. Y mucho. -Inhaló hondo y sonrió-. A la luz del día debe de ser espléndido.

– Sí, pero yo prefiero venir de noche. Lo encuentro muy…

– ¿Tranquilo?

Él asintió con la cabeza.

– Sí. El lugar perfecto para la contemplación.

Carolyn se sorprendió de una forma patente.

– Nunca creí que fuera usted un hombre dado a la reflexión introspectiva.

– Está claro que no me conoce usted tanto como cree.

Ella lo miró intrigada.

– En realidad, yo diría que no le conozco en absoluto. -Antes de que él lé asegurara que estaría encantado de explicarle todo lo que quisiera saber, ella continuó-: A Sarah siempre le han encantado las plantas y las flores. ¿A usted le gustan desde hace tiempo?

El la condujo lentamente por uno de los pasillos de verdor exuberante.

– De hecho, era una de las grandes pasiones de mi madre. Este invernadero era su habitación favorita. Quedó abandonado después de que ella muriera, pero cuando yo heredé la casa, hace tres años, a la muerte de mi padre, hice que lo reconstruyeran. Lo mantengo en memoria de mi madre.

– Siento su pérdida -susurró ella-. No me imagino lo doloroso que debe de resultar perder a ambos padres. ¿Cuántos años tenía usted cuando su madre murió?

– Ocho. -Decidido a cambiar de tema, él señaló la zona de flores por la que estaban pasando-. Rosas -indicó. Arrancó una, le quitó las espinas y se la entregó a Carolyn-. Para usted.

– Gracias. -Ella se llevó el regalo a la nariz e inhaló hondo. Después sostuvo la flor en alto para examinarla a la luz de un indeciso rayo de luna-. Se ve blanca, pero no parece que sea de un blanco puro -declaró mientras la hacía girar poco a poco entre sus dedos.

– Es de un rosa pálido. A este color mi jardinero lo llama «rubor». -Alargó el brazo y deslizó la yema de uno de sus dedos por el borde de uno de los pétalos de la rosa-. Esta flor me recuerda a usted.

– ¿Por qué?

– Porque es delicada, aromática y muy, muy encantadora. -Deslizó la yema del dedo con la que acababa de tocar la flor por la suave mejilla de Carolyn-. Y porque usted se ruboriza de una forma maravillosa.

Como si lo hubieran conjurado, el rubor cubrió las mejillas de Carolyn y Daniel sonrió.

– Así.

Su cumplido la puso nerviosa de una forma patente y Carolyn bajó la vista mientras seguían avanzando con lentitud por el pasillo. Después de varios y largos segundos de silencio, ella comentó:

– ¿Se marchó usted pronto de la fiesta?

– Cuando usted se fue ya no sentí deseos de seguir allí.

Carolyn lo miró y se le cortó la respiración al sentir su intensa mirada clavada en ella. Él la miraba como si fuera un dulce y él tuviera un antojo de azúcar. «¡Oh… Dios!» Y no sólo era lo que había dicho, sino la forma en que lo había dicho, con aquella voz grave y áspera. La tensión que la atenazaba desde que se quedó a solas con él se multiplicó por dos y todo su cuerpo pareció arder en llamas. ¡Y él ni siquiera la había tocado!, salvo por aquella ligera caricia que le había hecho en la mejilla unos instantes antes, la que había dejado una estela de fuego tras ella.

Carolyn se dio cuenta de que, aun en contra de su voluntad, deseaba que él la tocara. Lo deseaba mucho.

¿Qué haría él si ella se lo dijera? Si ella le dijera: «Quiero que me toques. Bésame.»

«Te obedecería», susurró su voz interior.

Sí y, una vez más, ella experimentaría toda la magia que había sentido en las otras dos ocasiones en las que él la había tocado. Y besado.

Carolyn se agarró con fuerza al tallo de la rosa para no abanicar con la mano su acalorada cara. Desesperada por encontrar algo, cualquier cosa, que decir que no incluyera la palabra «bésame», declaró:

– Katie me ha hablado de la interesante variedad de mascotas que ha rescatado usted.

– ¡Ah, sí! Forman un grupo bastante vistoso, aunque quizá sería mejor llamarlos «manada».

– Salvar animales abandonados es una labor inusual y sorprendente para un conde.

– Créame, nadie se sorprendió más que yo. En realidad, la iniciativa es de Samuel, pero cuando trajo a casa su primer hallazgo, una gata negra, hambrienta y enferma que había perdido un ojo, no pude negarme. Guiños se recuperó totalmente y ahora es un miembro honorífico de la casa.

Carolyn sonrió al oír el nombre de la gata.

– Vi a Guiños en el vestíbulo cuando llegué.

– Si la vio es porque ronda por la casa de noche. De día lo único que hace es dormir frente a la chimenea.

El afecto que reflejaba su voz contradijo sus palabras de protesta.

– Sea como sea, no muchos caballeros ayudarían a sus criados de esta forma. Ni les permitirían llevar a la casa un animal callejero tras otro.

– Me temo que en eso tengo poca elección, pues la necesidad de ayudar a los menos afortunados está muy arraigada en la naturaleza de Samuel.

– Es evidente. Sin duda se trata de una cualidad admirable. Resultado, seguramente, de la amabilidad que mostró usted hacia él.

Lord Surbrooke se detuvo al final del pasillo y se volvió hacia Carolyn.

– Está claro que Samuel le contó a Katie…

– Y ella me lo contó a mí, sí.

El se encogió de hombros.

– No hice nada que cualquier otra persona no habría hecho.

Carolyn enarcó las cejas. Seguro que él no creía de verdad lo que acababa de decir.

– Al contrario, creo que la mayoría de las personas habrían dejado a quien había intentado robarles justo donde se desmayó. O habrían llamado a las autoridades. Usted le salvó la vida.

– Sólo le ofrecí una alternativa y él fue listo y eligió con sabiduría.

– Una alternativa muy generosa después de que, altruísticamente, le salvara la vida.

Él volvió a encogerse de hombros.