Sus palabras y la tristeza que rondaba por sus ojos dejaron a Carolyn sin habla. Antes siquiera de que pudiera pensar en una respuesta, él parpadeó varias veces, como si estuviera saliendo de un trance. Una sonrisa atribulada curvó sus labios.
– ¡Vaya! Discúlpeme por permitir que la conversación se volviera tan… sensiblera.
Como ella no sabía cómo decirle que, en realidad, su sinceridad le resultaba fascinante, se esforzó en dar a su voz un tono desenfadado y preguntó:
– ¿Habría preferido hablar del tiempo, quizá?
– La verdad es que no. Hablar del tiempo no es lo que habría preferido en absoluto.
– ¿Ah, no? ¿Y qué habría preferido?
Al percibir el apasionamiento que flotaba en los ojos de lord Surbrooke, Carolyn contuvo el aliento. La mirada de él se deslizó con lentitud por el cuerpo de ella, deteniéndose durante varios segundos en sus tobillos antes de volver a subir. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, los ojos de él brillaban con una combinación de calor y malicia que la dejaron sin poder inhalar la menor bocanada de aire.
Lord Surbrooke alargó el brazo y deslizó con suavidad los dedos por el dorso de la mano de Carolyn.
– Lo que más me habría gustado es ver su cicatriz.
Capítulo 11
A mi amante le encantaba jugar al billar, pero lo encontró todavía más atractivo cuando me levanté las faldas y me incliné, de una forma provocativa, sobre la mesa. En especial, disfrutó con este nuevo deporte porque yo me había olvidado de ponerme los calzones. La verdad es que, después de dos orgasmos increíbles, yo también experimenté una nueva atracción hacia aquel juego.
Memorias de una amante,
por una Dama Anónima
Carolyn parpadeó varias veces. De todas las cosas posibles que él podía haber preferido, como por ejemplo un beso -de hecho, el roce provocativo de sus dedos y el ardor en sus ojos parecían contener la promesa precursora de un beso- ¿lo que él quería, por encima de todo, era ver su cicatriz?
¡Maldición! ¿Cómo podía haberlo considerado encantador e inteligente cuando, evidentemente, los términos «irritante» y «papanatas» eran mucho más adecuados? Antes de que pudiera pensar en una respuesta a su petición, lord Surbrooke hincó una rodilla delante de Carolyn y sus manos se deslizaron por debajo del dobladillo de su vestido cogiendo con suavidad su tobillo izquierdo. La calidez subió a toda velocidad por la pierna de Carolyn y, aunque su mente le exigía que se alejara de las manos de lord Surbrooke, su cuerpo se negaba a obedecerla.
– ¿Está en este tobillo? -preguntó él, apoyando el tobillo izquierdo de Carolyn en su rodilla levantada.
Entonces le quitó el zapato y masajeó con suavidad el arco de su pie.
Un leve jadeo escapó de la garganta de Carolyn, quien apretó los labios para contener el gemido de placer que amenazaba con brotar a causa del delicioso masaje. El placer subió por su pierna asentándose en su vientre.
¡Cielo santo, adoraba que le tocaran los pies! ¡Y él era tan bueno haciéndolo…! ¡Y hacía tanto tiempo que no experimentaba aquella exquisita bendición…! Sus caricias le derretirían la columna vertebral. Se convertiría en una masa extasiada, temblorosa y deshuesada que resbalaría hasta el suelo.
– ¿Está en este tobillo? -repitió él.
Como no confiaba en su propia voz, Carolyn sólo negó con la cabeza.
– ¡Ah, entonces es en el tobillo derecho!
Pero en lugar de dejar su pie izquierdo, sus manos subieron con lentitud por la pantorrilla de Carolyn sin dejar de masajearla de una forma deliciosa. Ella clavó las uñas en el cojín bordado del sofá mientras luchaba por no retorcerse de placer.
Cuando él llegó a su rodilla, Carolyn contempló, muda y en estado de shock, cómo él le bajaba la liga por la pierna y, a continuación, hacía lo mismo con su media. El susurro de la seda deslizándose por su carne envió temblores ardientes por el cuerpo de Carolyn, pero éstos se volvieron insignificantes comparados con la increíble sensación de las manos de él en su piel desnuda. Tras dejar a un lado la media, lord Surbrooke le arremangó lentamente el vestido y las enaguas hasta las rodillas.
Los dedos desnudos del pie de Carolyn se clavaron en el musculoso muslo de lord Surbrooke. Verlo a él arrodillado frente a ella, con su oscura cabeza inclinada para examinar lo que acababa de destapar, hizo que un escalofrío inmoral que no había experimentado nunca antes recorriera su cuerpo.
– ¡Qué piel tan cremosa y bonita! -murmuró él mientras sus dedos subían y bajaban por la pantorrilla de Carolyn sin apenas rozarla-. ¡Qué suave! ¡Qué blanda!
Lord Surbrooke levantó la cabeza y el calor de sus ojos abrasó a Carolyn. Atrapada en aquel fuego, contempló cómo él le levantaba el pie y lo besaba en la planta.
Otro jadeo escapó de la garganta de Carolyn. En esta ocasión seguido de un gemido grave que ella no pudo contener.
– Tienes razón -susurró el cálido aliento de él junto al pie de Carolyn provocando una descarga de estremecimientos y un cosquilleo en todas sus terminaciones nerviosas.
– ¿R-Razón? -consiguió preguntar ella casi sin aliento, que es como se sentía.
– En este tobillo no hay ninguna cicatriz. De hecho, es el tobillo más perfecto que he visto nunca.
Pensar que, seguramente, él había visto un montón de tobillos, debería haberla horrorizado, pero en aquel momento Carolyn sólo pudo ser consciente de la asombrosa realidad de que él estaba viendo, y acariciando, su tobillo.
Entonces él subió beso a beso por su espinilla. Otro estremecimiento de placer recorrió el cuerpo de Carolyn. Cuando llegó a su rodilla, lord Surbrooke dejó con suavidad su pie en el suelo y un gemido de protesta subió por la garganta de Carolyn. Sin embargo, antes de que pudiera verbalizarlo, él cogió su pie derecho y le otorgó el mismo tratamiento sensual que le había otorgado al izquierdo. Los únicos sonidos que se oían en el invernadero eran el crujido de las telas mientras él le subía las faldas y le quitaba la media y las respiraciones rápidas y superficiales de Carolyn.
– ¡Ah, ya veo al culpable! -murmuró él, dejando la media encima de la otra.
Lord Surbrooke examinó con minuciosidad la cicatriz de dos centímetros de largo que había justo encima del tobillo de Carolyn.
– ¿Te dolió? -preguntó rozando la marca con las yemas de los dedos.
Cuando se hizo la herida, ella apenas se dio cuenta, pero como era incapaz de hilar juntas tantas palabras, sólo susurró una sílaba:
– No.
– Es casi necesario que tengas un defecto, aunque sea tan diminuto como éste, si no serías absoluta e inquietantemente perfecta. -Examinó la cicatriz unos segundos más y exhaló un suspiro exagerado-. Me temo que esta señal minúscula no cuenta y que, inevitablemente, eres absolutamente perfecta.
Ella se humedeció los labios.
– Le aseguro que no lo soy.
– Y yo te aseguro que te infravaloras.
Él se llevó el pie de Carolyn hasta la boca, aquella boca encantadora y sensual suya, pero en lugar de besarlo, deslizó la lengua por la imperfección del tobillo.
Un sobresaltado «¡Oh!» escapó de la boca de Carolyn. Al oírlo, los ojos de lord Surbrooke se oscurecieron y repitió el acto. Lo poco que le quedaba a Carolyn de columna vertebral, pareció desaparecer.
– ¡Precioso! -murmuró él junto al tobillo de Carolyn.
Lord Surbrooke subió las manos lentamente por la pierna de Carolyn, acariciando su piel y arremangándole, aún más, las faldas. El calor de las palmas de sus manos atravesó la fina tela de muselina de sus calzones. La boca de lord Surbrooke siguió el rastro que habían dejado sus manos, besándola y mordisqueando levemente la piel de Carolyn. A lo largo de la espinilla de su pierna, de sus rodillas… ¿Cómo era posible que ella no supiera que la piel de detrás de sus rodillas era tan sensible?