El miedo y el horror hicieron que Carolyn abriera los ojos desmesuradamente.
– ¿Quién querría hacer algo así? ¿Y por qué?
Incapaz de quedarse quieto, Daniel se soltó de la mano de Carolyn y siguió caminando mientras le contaba lo de su frustrada inversión en la empresa de lord Tolliver.
– En el baile de disfraces me amenazó, pero yo no hice caso de sus palabras por considerarlas el desvarío de un borracho. -Se detuvo delante de ella y la rabia volvió a extenderse por su interior-. Sin embargo, a juzgar por el disparo de esta noche, las amenazas de Tolliver no eran vanas. Y tú casi has sido la víctima de su venganza por lo que yo le hice.
¡Maldición, si Tolliver hubiera dañado aunque sólo fuera un pelo de la cabeza de Carolyn, lo habría perseguido y lo habría matado sin el menor remordimiento! De hecho, le costaba un gran esfuerzo no hacerlo y permitir que las autoridades atraparan a aquel cerdo.
Daniel se sentó al lado de Carolyn, en el sofá, y le cogió las manos entrelazando sus dedos con los de ella. Él no era un hombre religioso; de hecho, no había rezado una oración desde que tenía ocho años, cuando aprendió, dolorosamente, que ningún ser superior escuchaba sus invocaciones. Sin embargo, no podía detener el mantra que retumbaba en su mente: «Gracias por salvarla. Gracias por no llevártela de mi lado.»
Devoró a Carolyn con la mirada y tuvo que tragar saliva para poder hablar.
– Lo siento, Carolyn. Siento que algo tan desagradable te haya afectado. Siento que sea culpa mía y siento haber subestimado a Tolliver. No tenía ni idea de que fuera tan osado y tan temerario. Es un error que no volveré a cometer. Y tienes mi palabra de que no permitiré que te ocurra ningún daño.
– Daniel…
Carolyn separó una mano de las de Daniel y le apartó un mechón de pelo que había caído sobre su frente.
¿Cómo era posible que un gesto tan simple e inocente le produjera más placer del que le había producido la caricia más erótica de cualquier otra mujer?
– Tú no eres responsable de las acciones de los demás -declaró Carolyn con dulzura-, sólo de las tuyas. Sea lo que sea lo que lord Tolliver decida hacer, de ningún modo es culpa tuya. -Deslizó poco a poco las yemas de sus dedos por la mejilla de Daniel y a lo largo de su mandíbula-. Por favor, no te culpes.
Él le cogió la mano y la apretó contra su pecho, justo encima del lugar donde su corazón latía deprisa y con fuerza. Sus palabras… Maldición, ¿no eran acaso un bonito cuento de hadas? Él sabía de sobra el infierno que sus acciones podían causar. Las imágenes que siempre intentaba evitar invadieron su mente y él las apartó a un lado a la fuerza. Una muerte pesaba ya sobre su conciencia. No podía cargar con otra.
– Nunca me perdonaría que sufrieras ningún daño.
Sus palabras salieron de su garganta rasgadas, tensas, rotas. A Daniel no le extrañó, pues era así como se sentía. Algo inhabitual en él, pero el mero pensamiento de que Carolyn resultara herida, sobre todo por culpa de él, lo empujaba al borde de la sinrazón.
– Como ves, estoy perfectamente bien -lo tranquilizó ella-. Y, para mi gran alivio, tú también. Aunque debo decir que tienes aspecto de necesitar un coñac. Por desgracia, no tengo coñac en casa.
Él esbozó una media sonrisa forzada al percibir el obvio intentó de Carolyn de mejorar su estado de ánimo, pero sus emociones siguieron envueltas en un remolino de oscuridad.
– No quiero beber nada.
No, lo que quería era abrazarla, hundir su cara en el cálido y aromático hueco donde se unían su cuello y su hombro y respirar su olor. Durante horas. Días. Hasta que la imagen de aquella bala zumbando junto a su cara se borrara.
Carolyn extendió los dedos sobre el torso de Daniel y declaró:
– Temo por ti. Debes prometerme que serás muy prudente y cuidarás de ti mismo.
Carolyn miró su propia mano y su labio inferior tembló. Entonces miró a Daniel a los ojos y él sintió como si se estuviera ahogando.
– No soportaría que algo le pasara a mi…
– ¿Amigo? -sugirió él al ver que ella titubeaba.
– Sí, mi amigo. Y… mi amante.
Él cerró los ojos unos instantes saboreando sus palabras. A continuación levantó la mano de Carolyn y le dio un apasionado beso en la palma.
– Y tú debes prometerme lo mismo, mi muy apreciada amiga. Y amante.
– Te lo prometo.
Incapaz de resistir por más tiempo el ansia que lo atormentaba, Daniel la abrazó. Sólo pretendía darle un breve beso, pero en el instante en que sus labios rozaron los de ella, todo el miedo y la preocupación que se arremolinaban en su interior parecieron estallar. Su boca reclamó la de ella en un beso rudo y profundo cargado de desesperación. Fuera de control. Y completamente falto de refinamiento. Sus manos, en general firmes, temblaban mientras agarraban a Carolyn, incapaces de soltarla. O de acercarla lo suficiente a él.
El hecho de que casi la había perdido seguía resonando en su mente alimentando la necesidad urgente de abrazarla con más fuerza y besarla con más intensidad. Algo salvaje bramó en su interior, algo que no podía nombrar, pues nunca lo había experimentado antes. Algo que se estremecía debajo de su piel y lo llenaba, hasta la médula de los huesos, con la necesidad de abrazarla. Y protegerla.
En un rincón distante de su mente percibió que ella pronunciaba su nombre y le empujaba el pecho. Daniel levantó la cabeza c inhaló una bocanada de aire llenando sus ardientes pulmones. Ella lo observó con los ojos muy abiertos, los labios rojos e hinchados por el frenético beso, el pelo alborotado y el corpiño torcido debido a la agitación de sus manos.
Y la cordura volvió a él. Trayendo con ella una saludable ráfaga de enojo hacia sí mismo por su falta de control.
– Lo siento -se disculpó Daniel, obligando a sus brazos a soltarla-. No pretendía…
«Dejarme llevar por algo que no puedo explicar.»
– ¿Besarme hasta que los huesos se me derritieran? Créeme, no tienes por qué disculparte.
Carolyn se rozó los labios con la yema de los dedos y él se maldijo a sí mismo interiormente.
– ¿Te he hecho daño?
– No. Yo… simplemente no tenía ni idea de que pudiera inspirar una pasión tan desenfrenada.
Al oírla, la curiosidad se apoderó de Daniel. ¿Quería decir que no sabía que podía inspirar semejante pasión en él o en cualquier otro hombre?
Seguro que se refería sólo a él, pues Edward sin duda aprovechó cualquier oportunidad para demostrarle la pasión que podía inspirar con una simple mirada.
¿O no?
Daniel frunció el ceño, pero antes de que pudiera indagar más en este asunto, Carolyn se levantó y se arregló con rapidez el pelo y el vestido.
– Aunque no me apetecía nada detenerte, he oído que sonaba la campanilla de la verja, lo que significa que Nelson ha regresado.
Daniel se puso de pie de inmediato, sacó un puñal de su bota y se dirigió a la puerta. Con todos sus músculos en estado de alerta, examinó con cautela el pasillo y, cuando vio que Nelson entraba en el vestíbulo de la casa, se relajó. Cerró de nuevo la puerta del salón, volvió a introducir el puñal en su bota y regresó junto a Carolyn mientras se alisaba el pelo con la mano. ¡Maldición, no había oído la campanilla! No había sido consciente de nada salvo de ella. Tolliver podía haber entrado en la habitación y él no se habría enterado hasta que aquel bastardo le hubiera disparado.
– ¿Se me ve… desarreglada? -preguntó Carolyn, alisándose el vestido con las manos.
– Te ves… perfecta.
Y así era. Como una dama recatada cuyo sonrosado rubor y labios levemente hinchados le dieran el aspecto de un melocotón maduro que pidiera ser arrancado. En aras de la discreción, Daniel esperaba que la tenue luz del vestíbulo ocultara el color que sonrojaba las mejillas de Carolyn.
La siguió hasta el pasillo. Nelson los esperaba en el vestíbulo, con Charles Rayburn y, para sorpresa de Daniel, Gideon Mayne, el detective de Bow Street.