– ¿Dónde está Samuel? -preguntó Daniel.
– Regresó a su casa, milord, para asegurarse de que las señoras estaban a salvo -informó Nelson-. Le aseguramos que lady Wingate y usted estaban en buenas manos.
Daniel asintió con la cabeza y dirigió una mirada inquisitiva a Mayne.
– Todavía estaba con Rayburn en la residencia de los Gatesbourne cuando llegó su hombre -explicó Mayne en respuesta a la mirada de Daniel.
Daniel se dio cuenta de que los escrutadores ojos de Mayne tomaban nota de todos los detalles del aspecto de Carolyn y sus músculos se pusieron en tensión. Algo en aquel hombre y sus bruscos modales le desagradaba.
– He venido con Rayburn -prosiguió Mayne- para de terminar si el disparo de esta noche está relacionado, de alguna forma, con el asunto de lady Crawford.
Daniel arqueó las cejas.
– ¿Por qué cree eso?
La mirada impenetrable de Mayne no dejó entrever nada.
– Sólo es una corazonada.
– ¿Han descubierto quién la mató?
– Todavía no -contestó Mayne dirigiendo a Daniel una mirada escrutadora-, pero tengo plena confianza en que el caso se resolverá pronto.
– Yo no creo que el asesinato de lady Crawford y el disparo de esta noche estén relacionados -declaró Daniel.
– ¿Por qué? -preguntó Rayburn.
– Vayamos al salón, caballeros -intervino Carolyn.
Mayne pareció querer negarse a la propuesta, pero, al final, asintió brevemente. Nelson acompañó al grupo hasta el salón y desapareció. En cuanto la puerta se cerró tras él, Mayne le dijo a Danieclass="underline"
– Usted y lady Wingate dejaron la fiesta de los Gatesbourne por separado. ¿Cómo es que la acompañó usted a su casa?
Daniel no hizo caso de las insinuaciones que se reflejaban en la voz del detective.
– Una de mis empleadas se puso enferma y envié a mi criado para preguntarle a lady Wingate si su doncella podía ayudarnos. Lady Wingate fue tan amable de venir ella también.
– ¿Y dónde estaba la doncella cuando ustedes regresaban a la casa de lady Wingate? -preguntó Mayne, sin apartar la mirada de Daniel.
– Ella se ofreció a quedarse con mi empleada y yo acepté agradecido.
– Cuéntenos lo del disparo -lo apremió Rayburn.
Daniel repitió la historia del disparo que, por poco, había hecho blanco en Carolyn y después les explicó lo que había ocurrido entre él y Tolliver.
Cuando terminó, Mayne declaró:
– Si Tolliver es el responsable, podría querer matar a otros inversores además de a usted, y también al señor Jennsen. Como jennsen le aconsejó que no invirtiera, podría haber aconsejado lo mismo a otras personas. ¿Quién más estaba involucrado en el negocio?
– Sé que Tolliver esperaba que lord Warwick y lord Heaton participaran en su empresa, pero no sé cómo terminaron las negociaciones.
– Nos encargaremos de hacer las averiguaciones oportunas -declaró Rayburn-. Le aconsejo que, hasta que aclaremos este asunto, vaya con mucho cuidado, lord Surbrooke. Me alegro de que ninguno de ustedes resultara herido.
Como el detective y el comisario habían terminado lo que tenían que hacer, Carolyn los acompañó hasta el vestíbulo.
– Lo acompañaremos a su casa para que llegue sano y salvo, milord -declaró Rayburn-. Después, Mayne y yo iremos al parque para ver si encontramos alguna pista.
Lo último que quería Daniel era irse, pero objetar a la propuesta de Rayburn no haría más que levantar sospechas acerca de que Carolyn y él estaban… liados. Y, aunque personalmente no le importaba quién lo supiera, le había prometido a ella que sería discreto.
Aun así, le dolió no poder darle un beso de despedida. Lo único que podía ofrecerle era un aburrido «Buenas noches». No podía decirle las palabras que, de una forma inesperada, ardían en su lengua: «Te echaré de menos.»
¡Maldición! Nunca, ni siquiera una vez, había sentido el deseo de decirle algo así a una mujer. Quizá fuera mejor que no estuvieran solos, si no, tendría la tentación de soltarle todo tipo de tonterías. Aunque, por muy tonterías que fueran, no podía negarlas. Ni siquiera había salido de su casa y ya la echaba de menos. Echaba de menos hablar con ella. Tocarla. Besarla. Y ahora nueve largas horas se extendían delante de él sin que pudiera verla.
Realizó una inclinación formal, volvió a darle las gracias a Carolyn por su ayuda, reiteró que se sentía muy contento de que no hubiera resultado herida y le deseó buenas noches.
Daniel tuvo que obligar a sus piernas a alejarse de Carolyn. Y también tuvo que obligarse a no darse la vuelta con la esperanza de volver a verla durante el corto trayecto que realizó hasta su casa en compañía de Rayburn y Mayne.
Samuel lo recibió y, en cuanto la puerta de roble se cerró tras Daniel, su evidentemente nervioso criado le preguntó por qué el comisario y el detective lo habían acompañado a casa. Daniel le explicó la situación y terminó diciendo:
– Espero que Rayburn y Mayne encuentren al bastardo de Tolliver. -Daniel apretó los puños-. Si no, tendré que encontrarlo yo mismo.
– Puede contar conmigo para esto, milor -declaró Samuel, mientras sus ojos oscuros brillaban de rabia-. Quien quiera hacerle daño a usté tendrá que pasar sobre mí primero.
Como siempre, la lealtad de Samuel despertó un sentimiento de humildad en Daniel.
– Gracias, pero espero que no sea necesario. Rayburn y Mayne parecen muy competentes. Y decididos.
Sí, decididos a que él fuera sospechoso del asesinato de Blythe.
– Dime, ¿cómo está Katie?
– Todavía duerme. Gertrude está con ella.
– Entonces está en buenas manos. Deberías irte a dormir, Samuel. Tienes que descansar.
– Me iré a dormir, milor, pero dudo que consiga descansar. No puedo dejar de pensar en Katie.
Como Daniel tampoco conseguía dejar de pensar en Carolyn, también dudaba que él pudiera descansar. Después de desear buenas noches a Samuel, Daniel subió las escaleras que conducían a su dormitorio, pero en lugar de dirigirse a la cama se sirvió un coñac y se quedó frente a la chimenea mientras contemplaba las brasas que todavía ardían en el hogar.
Y lo único que vio fue a Carolyn. Su sonrisa. Su bonita cara. Sus preciosos y expresivos ojos. ¿Cuántas horas tendría que mirarla antes de que se cansara de hacerlo? ¿Cientos? ¿Miles? Un sonido grave escapó de su garganta. De algún modo, no podía imaginarse cansándose de mirarla. De oír su risa. De escuchar su voz.
¡Santo cielo, se estaba volviendo loco! ¿Cuándo la simple visión de una mujer, el sonido de su voz o su risa habían bastado para producirle semejante sensación de profunda satisfacción?
«Nunca», contestó de inmediato su voz interior.
La intensa atracción que sentía hacia ella parecía crecer momento a momento. Daniel cerró los ojos y recordó a Carolyn en el invernadero. Con el vestido arremangado, las piernas abiertas y el sexo brillando de necesidad. Su miembro se hinchó y Daniel soltó un gemido. ¡Maldita sea, todavía notaba su sabor en la lengua! ¡Y por Dios que ansiaba tenerla debajo de él, encima de él, abrazada a él!
Pero también experimentaba el fuerte e inusual deseo de, simplemente, hablar con ella. Pasar tiempo con ella. Bailar con ella. Cogerla de la mano. Estar en la misma habitación que ella. Decirle cosas que nunca le había dicho a nadie. Daniel nunca había experimentado algo así antes y no estaba seguro de que le gustara. El sexo, el deseo y la lujuria eran cosas puramente físicas y nada complicadas, pero aquellos… sentimientos sin precedentes que Carolyn le inspiraba le resultaban sumamente complicados. Y peligrosos. Como si estuviera navegando por mares bravíos sin la ayuda de una embarcación.
Exhaló un suspiro y miró el reloj que había en la repisa de la chimenea.
Sólo quedaban ocho horas y veintisiete minutos para que volviera a verla.
Soltó un gruñido y realizó un rápido cálculo mental. Entonces, por segunda vez aquella noche, se encontró rezando. En esta ocasión para que los siguientes quinientos siete minutos pasaran muy, muy deprisa.