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«Carolyn…»

Un deseo, ardiente y apasionado, se apoderó de él. Incluso con el pelo de color miel atiborrado de polvos blancos y con una máscara que le cubría la mayor parte del rostro, él habría reconocido, en cualquier lugar, sus labios perfectos y llenos, su estilizado cuello, la curva de su mejilla y su pose majestuosa.

Carolyn estaba sola, escudriñando la multitud. Él habría dado cualquier cosa por ser la persona que ella buscaba, pero sabía que Carolyn buscaba a su hermana Sarah o a una de sus amigas íntimas, a lady Julianne o a lady Emily.

«Algún día no muy lejano me buscará a mí», le prometió su voz interior. Sí, su mirada lo buscaría como la de él la buscaba a ella a la menor oportunidad. Él mismo se encargaría de que así fuera, porque la deseó con una profunda intensidad desde el primer instante en que la vio.

Incluso en aquel momento recordaba aquel primer instante con una claridad tan vivida que podría haber sucedido diez minutos, en lugar de diez años, atrás.

Él la vio -como si se tratara de una visión enfundada en un vestido azul- en un extremo de la sala de baile durante una fiesta que celebró Edward Turner, el vizconde Wingate, uno de sus amigos de Eton. Durante unos segundos, le pareció que el tiempo se había detenido. Como su respiración. Y su corazón. Lo que constituyó una reacción ridícula, visceral, inexplicable y sin precedentes.

Aunque, sin duda, era atractiva, él estaba acostumbrado a salir con mujeres de una gran belleza. Como es lógico, convenció a su amigo para que se la presentara. Y Edward así lo hizo, presentándole a la señorita Carolyn Moorehouse. Intercambiaron las formalidades de rigor y, segundo a segundo, la atracción que Daniel experimentaba hacia su resplandeciente belleza aumentaba. Hecho que no comprendía, pues las mujeres inocentes no eran en absoluto su tipo. Pero algo en ella lo había agarrado por la garganta y no lo soltaba. Daniel la quería; en su cama, desnuda y temblando de deseo, y por Dios que estaba decidido a conseguirla.

Quizás el hecho de que no fuera una aristócrata era lo que la hacía parecer tan refrescante y cautivadora a sus ojos, pero, fuera cual fuese la razón, él nunca se había sentido tan profunda e instantáneamente atraído por una mujer. Estaba a punto de empezar a seducirla pidiéndole un baile, cuando Edward reclamó la atención de todos los presentes y anunció que la señorita Moorehouse había accedido a ser su esposa.

Ahora, una década después, Daniel todavía recordaba su estupefacta reacción. Fue como si todos los colores hubieran desaparecido de la habitación dejándolo todo pintado en unos lúgubres y apagados tonos grises. Después de sacudirse de encima el estupor en el que aquella noticia lo había sumido, Daniel se dio cuenta de lo que no había percibido antes debido a la impresión que experimentó al conocerla, o sea, que Edward adoraba a Carolyn y que, evidentemente, ella sentía lo mismo por él.

Dos meses más tarde, asistió a su boda, acontecimiento que lo dejó absolutamente vacío. El matrimonio era, sin duda, por amor, y Edward era amigo suyo. Y, aunque sus propias acciones no siempre lo llenaban de orgullo, él mismo había trazado la frontera en poner los cuernos a sus amigos. Por lo tanto, se obligó a apartar a Carolyn de sus pensamientos y se mantuvo alejado de la feliz pareja tanto como le fue posible mientras se repetía a sí mismo que no sentía ningún interés especial por Carolyn, salvo el de acostarse con ella, y que había muchas mujeres hermosas disponibles que podían calmar sus pasiones.

Pero lo cierto era que, cada vez que se encontraba en la misma habitación que Carolyn, tenía problemas para concentrarse en algo que no fuera ella. Las fantasías sensuales que le inspiraba lo confundían por lo difícil que le resultaba apartarlas de su mente. Por suerte, ella y Edward no asistían a muchas veladas, así que apenas los veía. El siguió con su vida y, al final, se convenció de que su inapropiado deseo había constituido una aberración.

Tras la repentina muerte de Edward, tres años atrás, Carolyn se recluyó apartándose por completo de la sociedad. Así que Daniel se quedó pasmado cuando se enteró, hacía ya varios meses, de que ella estaba invitada a la fiesta que tendría lugar en la casa solariega de Matthew Devenport, su mejor amigo. Daniel enseguida se sintió impaciente por asistir a dicha fiesta. Antes de llegar a la finca de Matthew, se recordó a sí mismo que la extraña y apasionada atracción que había experimentado por Carolyn, hacía ya muchos años, constituía una anomalía. Que, sin lugar a dudas, tras darle una ojeada, se pondría a bostezar. Sin embargo, como no quería tener ningún estorbo ni distracciones, antes de emprender el viaje a la finca de su amigo terminó, amigablemente, su breve pero apasionada aventura con Kimberly Sizemore, condesa de Walsh, sabiendo que la guapa viuda enseguida iniciaría una nueva relación con su próximo amante.

Sin embargo, cuando empezó el baile, sólo tuvo que mirar una vez a Carolyn para que el ardiente deseo que ella le inspiró en el pasado surgiera otra vez con intensidad. Su mera presencia lo dejaba aturdido, desconcertado y cohibido, lo que podría haber considerado divertido a no ser porque le resultaba absolutamente irritante, inusual y perturbador. En todo lo relacionado con las mujeres, él contaba con experiencia y confianza; sin embargo, de alguna forma, aquella mujer tranquila y menuda lo hacía sentirse como un chico torpe con pantalones cortos y requería de todo su ingenio para no quedarse embobado y tartamudeando en su presencia.

Gracias a las conversaciones que habían mantenido, durante las que él consiguió no quedarse embobado ni tartamudear demasiado, Daniel supo que ella se había consagrado a la memoria de su marido y que no experimentaba el menor deseo de volver a casarse. Eso la hacía todavía más perfecta para él, pues lo último que Daniel quería era una esposa. No, él sólo quería acostarse con ella y, en aquel mismo instante, decidió hacer lo que no pudo hacer cuando la conoció: seducirla. Eso constituía un reto, pues ella seguía adorando a su difunto marido, pero él era un hombre paciente y nunca había deseado tanto a una mujer. Todas sus terminaciones nerviosas ardían de anticipación ante el incipiente juego de atraerla hasta su cama, donde el fuego que ella había encendido diez años atrás por fin se apagaría. Disfrutarían de una aventura rápida y agradable para ambos, libre de engorrosas emociones, y después cada uno de ellos seguiría su camino por separado. Él había establecido con ella una buena comunicación en la finca campestre de Matthew y ahora que los dos habían regresado a Londres, estaba preparado para iniciar en serio su seducción.

En aquel mismo instante.

Le tendió a un criado que pasaba por su lado la intacta copa de champán pero, antes de que pudiera moverse, un hombre disfrazado de pirata se acercó a su presa. Cuando, después de unos segundos, Carolyn le ofreció la mano al bucanero enmascarado y sonrió, Daniel entrecerró los ojos. No sabía quién era el maldito bastardo, pero, al darse cuenta de que había permanecido demasiado tiempo en las sombras, se dirigió, con paso decidido, hacia Carolyn. Tenía la intención de agujerear al maldito cerdo, con su misma espada, si era necesario. Sin embargo, antes de que hubiera dado media docena de pasos, una mano femenina se apoyó en su brazo.

– Eres un salteador de caminos muy apuesto, querido -declaró una voz ronca que Daniel reconoció enseguida.

Se dio la vuelta y se vio sometido a un minucioso examen a través de la máscara de lady Walsh. Él le dio una rápida ojeada. Vestida con un disfraz muy revelador, Kimberly estaba endemoniadamente deseable e impactantemente atractiva. Y él lo único que quería era escaparse.