Capítulo 13
Siempre creí que el ajedrez era un juego aburrido. Hasta que mi amante y yo jugamos una versión en la que cada vez que un jugador se comía una figura, el contrarío tenía que quitarse una pieza de ropa. Como yo me quedé desnuda antes que él, mi amante me dijo que yo era la perdedora, pero por el placer que me proporcionó con su boca y su lengua, yo me consideré la ganadora.
Memorias de una amante,
por una Dama Anónima
Como era su costumbre, después del desayuno Carolyn se retiró al salón para disfrutar de una segunda taza de café. Normalmente, se sentaba frente al escritorio, cerca de la ventana, donde respondía su correspondencia o, si el día era soleado, simplemente disfrutaba de la calidez de los rayos de sol que entraban a raudales por los cristales. Aquella mañana, sin embargo, estuvo paseando de un lado a otro de la habitación, pues se sentía demasiado intranquila y alterada por los tumultuosos eventos de los últimos días. Primero se había producido un asesinato, después había aceptado a Daniel como amante, a continuación, casi había recibido un disparo y encima se había enterado de que Daniel era el blanco…
Inspiró de una forma temblorosa. No era de extrañar que no consiguiera estarse quieta. Y todos sus agitados pensamientos giraban alrededor de una sola palabra.
Daniel.
Después de dar otra vuelta por la alfombra turca, se detuvo delante de la chimenea. Apretó el ejemplar de las Memorias contra su pecho y miró el retrato de Edward.
Como todos los días, su bonito rostro la contempló con expresión amable. Sus ojos no reflejaban el menor rastro de condena.
– ¿Lo comprendes? -murmuró Carolyn mientras su voz rodeaba el nudo que atenazaba su garganta-. Ruego para que así sea, aunque no estoy segura de cómo podrías hacerlo, pues ni siquiera yo comprendo lo que ocurre.
Edward siguió mirándola con bondad y afecto.
– Eres el dueño de mi corazón -continuó Carolyn-. Y siempre lo serás. Pero me siento terriblemente sola. No sabía cuánto hasta que él me besó. No me había dado cuenta de lo mucho que quería y necesitaba ser deseada de esa forma otra vez. Cuánto echaba de menos que me tocaran… y tocar yo también. No sabía cuánto deseaba volver a vivir con plenitud hasta que aquel disparo estuvo a punto de acabar con todo.
Contempló el libro que sostenía entre las manos y la rosa sonrosada que Daniel le había dado y que ahora estaba prensada entre las páginas. Las cosas que Daniel le había hecho la noche anterior… Al recordar el increíble y sorprendente placer que experimentó, se le cortó el aliento. No tenía sentido que se mintiera a sí misma. Ella quiso experimentar aquel placer. Lo deseó.
Y volvía a desearlo.
¿La lectura de las Memorias era la única causa de que se sintiera así? En tal caso, ¿por qué esos sentimientos sólo se habían manifestado con aquel hombre en concreto? No podía explicarlo, pero así había ocurrido y no podía ignorarlo. Todavía menos ahora, después de todo lo que había descubierto acerca de Daniel. Aquel lado amable, afectuoso y generoso que ella desconocía. Un lado que le parecía fascinante y atractivo. Y, una vez más, imposible de ignorar.
Levantó la vista hacia el retrato.
– Me sorprende mi reacción ante él -susurró a la imagen de Edward-. Nunca creí… Nunca esperé…, pero no puedo negar que lo deseo. Como es lógico, no permitiré que altere mis recuerdos de ti. Nunca permitiré que desvirtúe lo que tú y yo compartimos en su momento.
Sin embargo, incluso mientras pronunciaba estas palabras, Carolyn se preguntó si lo conseguiría. Y temió que ya fuera demasiado tarde. Temió que, en determinado momento, la realidad de hacer el amor con Daniel se sobrepusiera a los recuerdos de lo que había compartido con Edward. Desde que Daniel la besó en el baile de disfraces, era su cara la que la perseguía en sus sueños. Con cada experiencia íntima que compartía con Daniel, le resultaba más y más difícil evocar la imagen de Edward.
A menos que estuviera allí, contemplando su retrato. Pero incluso en esos momentos, a veces no conseguía recordar el timbre preciso de su voz. La cadencia exacta de su risa. El tacto de su pelo y de su piel en las yemas de sus dedos.
Aunque estos fallos de su memoria empezaron antes de que volviera a encontrarse con Daniel en la fiesta de Matthew, era indudable que habían aumentado desde que el guapo conde había entrado en su vida. No, no podía negar la realidad de que el tacto de Daniel la emocionaba más que el recuerdo, cada vez más débil, del tacto de Edward. Este hecho, a pesar de su decisión de continuar con su vida, la consternaba, la asustaba y la hacía sentirse terriblemente culpable.
Sin embargo, a pesar de la consternación, el miedo y la culpabilidad, sencillamente, ya no podía ignorar el hecho de que no había muerto con Edward. Ni ignorar cómo la hacía sentirse Daniel, algo que podía resumir en una sola palabra.
Viva.
¡Viva de tantas formas…! El la hacía reír. ¡Santo Dios, hacía tanto tiempo que no se reía…! Él la hacía querer y necesitar cosas que nunca creyó que volviera a querer y necesitar. Él la hacía sentirse joven. Y deseable. La hacía querer abrir los brazos y girar sobre sí misma de placer, por el simple hecho de saber que podía hacerlo. Y que él la tomaría de las manos y daría vueltas con ella. Él la hacía sentirse…
Acompañada.
Sin embargo, justo cuando acababa de descubrir todo esto, estuvo a punto de perder la vida. Y la de él corría peligro. «¡Por favor, Dios, que cojan rápido al loco de Tolliver!»
Inhaló hondo y le dijo al retrato:
– Durante tres años, sólo he sentido un vacío. -Una humedad caliente se encharcó en sus ojos y Carolyn pestañeó-. ¡Por favor, por favor, no me odies, Edward! Este… acuerdo con Daniel es sólo algo físico. Y temporal. Yo nunca quise estar aquí sin ti, pero ya que lo estoy… ¡Estoy tan cansada de estar sola…!
«Carolyn, querida… Te quiero. Sé feliz.»
Las últimas palabras de Edward, exhaladas con su último aliento, resonaban en su mente. Ya no estaba segura de qué era la felicidad y, desde luego, dudaba que llegara a encontrarla en aquella relación, pero sabía que ésta calmaría su soledad. Llenaría una pequeña parte del vacío. Y hasta que Daniel se desplazara a la siguiente conquista, algo que, sin duda, haría en cuanto se cansara de ella y, dada su reputación, sería pronto, ella disfrutaría de su compañía y del tiempo que pasaran juntos. Y cuando él siguiera adelante, ella también lo haría. Con energías renovadas y lista para hacer algo que valiera la pena con su tiempo.
Con este propósito en la cabeza, Carolyn se dirigió al escritorio para guardar las Memorias en el cajón superior. Pero primero deslizó el extremo de su dedo índice por las letras doradas de la cubierta de piel negra y unas imágenes inspiradas por el libro cruzaron por su mente. Y deseó convertirlas todas en realidad. Con Daniel.
Alguien llamó a la puerta y Carolyn introdujo a toda prisa el libro debajo de unas hojas de papel de escribir. Después de cerrar el cajón, exclamó:
– ¡Adelante!
Nelson entró con una caja cuadrada y plateada que estaba adornada con una cinta de color marfil.
– Acaban de traerla para usted, milady.
Nelson le tendió la bonita caja, que era sólo un poco más grande que la mano de Carolyn.
El corazón le dio un brinco. ¿Un regalo de Daniel?
– Gracias, Nelson.
Cuando el mayordomo se hubo retirado, Carolyn corrió hasta el escritorio, dejó la caja encima de éste y desató la cinta. Abrió la tapa, cogió la nota que había encima del papel de seda que había debajo y leyó, con esfuerzo, el breve mensaje que debieron de escribir a toda prisa, pues la tinta se había corrido en muchos lugares.