– ¡Ah! En ese caso, acepto.
Siguieron recorriendo el pasillo con los perros pisándoles los talones. Cuando entraron en la biblioteca, los recibió un potente garrido. Guiños y Tippy se sentaron a los pies de la gran jaula abovedada del colorido pájaro mirándolo con el celo con que un atracador observaría una bolsa llena de dinero.
– Lady Wingate, éste es Picaro. Y no digas que no te lo advertí.
– Hola, Picaro -saludó Carolyn.
Picaro recorrió, de un extremo al otro, el travesaño de la jaula y clavó sus ojos redondos y negros en Carolyn.
– Levántate las faldas, fresca.
Daniel se pellizcó el puente de la nariz y sacudió la cabeza. Sabía que estaban cometiendo un error.
– ¡Vaya, sí que eres picaro! -exclamó Carolyn.
– Bájate los calzones, meretriz -sugirió Picaro.
– Me temo que no va a ser posible -contestó Carolyn con toda tranquilidad-, pues no los llevo puestos.
Daniel casi se atragantó de la risa. Carolyn le lanzó una mirada de medio lado.
– ¿Estás seguro de que aprendió todo esto en un bar y no de ti?
Daniel se llevó las manos al corazón.
– Te lo juro. Yo le habría enseñado frases útiles.
– Mmm. Yo diría que, en tu opinión, «levántate la falda» y «bájate los calzones» son frases muy útiles.
Daniel se colocó detrás de Carolyn y le rodeó la cintura con los brazos.
– ¿Es una oferta?
– Desde luego que no. Sobre todo, porque, como acabo de explicarle a tu loro, no llevo puestos los calzones.
Daniel le mordisqueó el lóbulo de la oreja y se impregnó del ligero estremecimiento que recorrió el cuerpo de Carolyn.
– Si sigues recordándomelo, no saldremos de esta habitación hasta mañana.
Carolyn se volvió hacia él y Daniel contempló sus ojos llenos de una embriagadora mezcla de excitación y picardía.
– Recuerda que me prometiste un té. Y galletas.
La palabra «galletas» arrancó un agudo ladrido a Gacha.
– Preferiría mucho más darte otras cosas -declaró Daniel, empujando levemente las caderas de Carolyn con las suyas.
– ¿Ah, sí? ¿Diamantes? ¿Esmeraldas? ¿Perlas?
Daniel le cubrió el pecho con la mano.
– Entre otras cosas.
Al sentir su mano, Carolyn se apretujó contra ella y el pezón se le erizó debajo del vestido.
– ¿Quién está siendo picaro ahora?
– ¡Guapa! ¡Guapa! -gritó el loro.
Daniel sonrió a Carolyn mirándola a los ojos.
– Esto es lo más inteligente que ha dicho nunca. Y dice muchas cosas, créeme.
– Ya me he dado cuenta.
– ¡Dame un beso! -pidió Picaro.
– Ya has oído al loro -dijo Daniel en tono muy serio-. Dame un beso.
Carolyn se echó a reír y se puso de puntillas.
– Si insistes…
Daniel rozó sus labios con los de ella y se esforzó para no ahondar en el beso. Se obligó a que el contacto fuera ligero, aunque sólo fuera para demostrarse a sí mismo que podía controlar la situación.
– Echemos un clavo, señora.
Daniel levantó la cabeza y le lanzó a Picaro una mirada iracunda. Definitivamente, había llegado la hora de alejar a Carolyn de aquel pájaro charlatán.
– Es la hora del té -declaró cogiéndola de la mano y conduciéndola hacia la puerta.
– ¿Qué es un «clavo»? -preguntó Carolyn.
Daniel se frotó la cara con la mano que tenía libre y arrastró a Carolyn fuera de la habitación.
– Es un… término inapropiado para damas.
– ¿En relación con qué?
– Relaciones carnales.
Al instante, una avalancha de imágenes bombardeó a Daniel. De él y Carolyn, con sus cuerpos desnudos y entrelazados, teniendo relaciones carnales. Una capa de sudor cubrió la base de su espina dorsal y Daniel apretó las mandíbulas.
Cuando llegaron al salón, Daniel dejó, deliberadamente, la puerta abierta. Sólo para demostrarse a sí mismo que podía dejarla así. Que no necesitaba tocar a Carolyn. Ni besarla. Que era perfectamente capaz de no hacer nada de eso. Que podía ganar la batalla de conservar el autodominio de un caballero que ella conseguía arrebatarle con tanta facilidad.
Así que, en lugar de ceder al abrumador deseo de cerrar la puerta con llave y arrastrar a Carolyn al suelo, Daniel se dirigió a su escritorio y sacó una hoja de papel.
– ¿Cuáles eran esas frases en francés que serán mi salvación?
Cuando Carolyn terminó de dictárselas, Katie entró en la habitación con la bandeja del té. Daniel se dio cuenta de que, aunque su labio inferior todavía estaba hinchado y varios morados desfiguraban su cara, tenía mucho mejor aspecto que la noche anterior.
– ¿Cómo te encuentras, Katie? -preguntó Daniel.
– Mucho mejor, milor, gracias -respondió ella dejando la bandeja sobre la mesa que había delante del sofá.
– ¿Estás segura de que ya te encuentras bien como para trabajar? No tienes por qué darte prisa.
– Estoy bien, milor. Y nunca se me ocurriría aprovecharme de su generosidad. -Enderezó la espalda y entrelazó las manos frente a ella-. L' estoy agradecida, no sólo porque s' ha encargado de que me curen las heridas, sino por darme este puesto. -Tragó saliva-. Casi había dejado de creer que había gente decente en esta ciudad. -Trasladó la mirada a Carolyn-. Y gracias a usted también, milady. Ha sido usté muy amable. -Le tembló el labio inferior-. Y a Gertrude también. Me recuerda mucho a mi madre. Ella murió el año pasado. La echo de menos muchísimo.
– Siento tu pérdida -contestó Carolyn-. Y me alegro de que te encuentres mejor.
– Gracias.
Katie realizó una rápida reverencia y salió de la habitación dejando la puerta abierta, como la había encontrado.
– ¿Sirvo el té? -preguntó Carolyn.
– Gracias.
Daniel contempló a sus perros, que estaban sentados uno al lado del otro en la alfombra que había frente al hogar, como palomas sobre una rama, y con los ojos clavados en el plato de las galletas.
– Tienes una audiencia embelesada -declaró Daniel entre risas.
Después de servir el té y echarle una galleta a cada uno de los perros, Carolyn bebió un sorbo y contempló las tenues llamas del fuego. La mirada de Daniel se deslizó por ella, percibiendo su pelo resplandeciente, sus facciones delicadas y su encantador vestido de muselina verde pálido. ¡Maldición, estaba deslumbrante! Literalmente. Pues lo deslumbraba por completo. No sólo por su belleza, sino también por su ingenio. Y su inteligencia. Y aquel lado suyo picaro y malicioso. Y por la pasión que vibraba bajo la superficie de aquel exterior perfecto y elegante.
Estaba considerando cómo reaccionaría ella si él la sentaba sobre sus piernas cuando Carolyn se volvió hacia él.
– Tengo una proposición que hacerte -declaró Carolyn.
– Sí -contestó Daniel sin titubear.
– ¿Sí, qué?
– Mi respuesta es que sí. Sea cual sea tu proposición.
Carolyn parpadeó varias veces.
– Si ni siquiera sabes de qué se trata.
– No me imagino que no me guste algo de lo que tú me propongas. Sobre todo si se parece, aunque sólo sea de lejos, a lo que yo estoy pensando.
– ¿Y en qué estás pensando?
– En que me gustaría sentarte sobre mis piernas y deslizar una mano por debajo de tu vestido.
Carolyn levantó la vista hacia el techo, aunque una sonrisa bailaba en la comisura de sus labios.
– Otra vez estás pensando en cosas sensuales.
– En absoluto. Está claro que no has oído la palabra «vestido», lo que lo convierte, una vez más, en un tema de ropa.
– Sin duda se trata de una actividad llena de atractivo y posibilidades. Sin embargo, mi proposición, al menos la que quiero hacerte ahora, está relacionada con Katie y su situación laboral.
– ¿Te refieres a su empleo aquí, en mi casa?
– Sí. Daniel, sospecho que, en realidad, no necesitas a otra doncella. Que le ofreciste el empleo a Katie sólo por bondad y, si eso es así, bueno, a mí me gustaría contratarla.