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Daniel se sentó de espaldas al lago olvidando, casi, que éste estaba allí y así pudo disfrutar de la informal comida y de la compañía de Carolyn. Y ahora, somnoliento, con el estómago lleno, la espalda apoyada en el tronco del sauce y la cabeza de Carolyn en su regazo, jugueteó con un mechón del sedoso pelo de ella.

¡Maldición, la idea de que aquel día terminara lo llenaba de un sentimiento de pérdida que lo desconcertaba! Un sentimiento que lo sumergía en un cenagal de emociones desconocidas que con valentía había estado intentando evitar durante todo el día sin éxito.

Siguió esperando que la sensatez volviera a él librándolo de aquella, por lo visto, imparable inmersión en el abismo emocional que se abría a sus pies. Pero, por lo visto, no podía hacer nada para evitar la caída. No podía evitar querer a Carolyn. Tocaría. Simplemente, desear estar con ella. Y, al mismo tiempo, no se sentía nada preparado para navegar por aquellas aguas inexploradas.

Observó a Carolyn, quien examinaba una florecita amarilla que acababa de arrancar del suelo. Se trataba de un acto muy sencillo, pero que lo hechizó por completo. ¡Había algo tan natural en ella…! Carolyn no poseía la altanería de tantas otras mujeres de su clase. Sin duda porque no había nacido entre la nobleza. Ahora era vizcondesa, pero, a pesar de su posición social, conservaba un aire de encantadora sencillez que lo cautivaba por completo. La expresión de asombro que reflejaban sus ojos al oír el trino de un carrizo o al ver una mariposa o una florecita amarilla, embriagaba a Daniel.

– No das nada por sentado.

Daniel no pretendía pronunciar estas palabras en voz alta. Carolyn levantó la cabeza y lo miró, y después de estudiarlo con mirada grave durante varios segundos, asintió.

– Intento no hacerlo. He recibido más de lo que nunca creí que tendría. Más de lo que merezco. Pero también he perdido mucho. Cuando arrancan de tu lado lo que más quieres en el mundo…

Su voz se apagó y, tras fruncir el ceño, Carolyn volvió a dirigir su atención a la flor amarilla.

Se refería a Edward, claro, al hombre que había amado y seguía amando con toda su alma. Daniel no estaba preparado para el profundo sentimiento de envidia que lo invadió. ¿Cómo sería ser adorado de aquella manera? ¿Que alguien te considerara lo que más quiere en el mundo?

Arrugó el entrecejo. Nunca antes se había formulado esta pregunta. Suponía que debía de ser una sensación agradable, aunque no tenía forma de saberlo. Desde luego, a él nadie lo había amado nunca de esa manera.

– Hago lo posible por valorar lo que todavía tengo -continuó Carolyn con voz suave-. Aunque ha sido un camino difícil de recorrer.

Sus palabras hicieron que Daniel se diera cuenta de la frecuencia con la que él daba por sentada su posición y su vida de privilegio y se sintió avergonzado.

– Me has inspirado a seguir tu ejemplo y valorar más lo que tengo -declaró Daniel.

Carolyn clavó la mirada en la de Daniel y la sorpresa brilló en sus ojos.

– Tú sí que me has inspirado a mí, Daniel. Al ver cómo has ayudado a Samuel, a Katie y a esos pobres animales. -Le lanzó una mirada inquisitiva y sacudió la cabeza-. No tienes ni idea de lo maravilloso que eres, ¿verdad?

El nudo que se le formó a Daniel en la garganta impidió que soltara la exclamación de incredulidad que creció en su interior. Una extraña sensación lo invadió, una sensación que no podía describir, pues no la había experimentado nunca antes. La sensación de que lo hubieran envuelto en una manta caliente y aterciopelada en una fría noche de invierno.

¡Maldición, ella volvía a mirarlo como si fuera una especie de héroe! Y aunque no podía negar que eso lo hacía sentirse sumamente bien, tampoco podía negar la culpabilidad que lo invadía por no corregirla. Porque Carolyn estaba totalmente equivocada.

Daniel consiguió esbozar una débil sonrisa y pasó la mano con delicadeza por el suave pelo de Carolyn.

– Me alegro de que pienses así.

Ella sonrió, apoyó la cabeza cómodamente en el regazo de Daniel y cerró los ojos.

– Lo sé.

El también cerró los ojos concediéndose unos minutos para recuperarse de las emociones que crecían en su interior. Pero aquellos minutos, sumados a lo poco que había dormido la noche anterior, lo llevaron a un profundo y necesario sueño. Lo siguiente que supo fue que tenía la espalda entumecida, y se dio cuenta de que se había quedado dormido. Alargó el brazo para acariciar a Carolyn, pero no la encontró. Entonces abrió sus pesados párpados y vio que estaba solo debajo del árbol.

– ¿Carolyn?

Al no verla entre los árboles que tenía delante, se volvió para mirar a su espalda, hacia el lago. Y se quedó helado.

Carolyn, de espaldas a él y vestida sólo con su fina camisa, estaba en el lago, y el agua le llegaba a las caderas. Los fríos dedos de un miedo atroz subieron por la espina dorsal de Daniel para acabar agarrándolo por la garganta. Una luz aterradora surgió de la oscuridad en la que él la retenía con determinación. Mientras contemplaba a Carolyn, ella avanzó hasta que el agua le llegó a la cintura.

La parte racional de la mente de Daniel le dijo que ella estaba bien, poro los recuerdos que había encerrado bajo llave hacía ya tanto tiempo lo bombardearon mezclando el pasado con el presente y enviando por su cuerpo una ola de terror frío y atroz que encogió, dolorosamente, sus entrañas.

Con el corazón latiéndole con tanta fuerza que cada latido parecía golpear sus costillas, Daniel se incorporó sobre sus temblorosas piernas y tomó aire con vacilación.

– ¡Carolyn!

Su voz sonó grave y áspera y Daniel percibió en ella el pánico que lo atenazaba. Carolyn se volvió al oírlo y, a diferencia de lo que ocurrió tantos años atrás, él obtuvo una sonrisa resplandeciente como respuesta. Y un alegre saludo con la mano. Pero entonces su visión pareció enturbiarse y, en lugar del pelo suelto color a miel, Daniel vio una trenza oscura. Y unos ojos vacíos y sombríos.

Daniel parpadeó y la resplandeciente sonrisa de Carolyn volvió a brillar frente a él. Los labios de Carolyn se movieron, pero él no oyó lo que le decía a causa del zumbido de sus oídos. Ella volvió a saludarlo con la mano, se volvió y se introdujo más en el lago. Daniel avanzó con pasos titubeantes y le gritó que regresara, pero justo entonces ella perdió pie, agitó los brazos y, tras soltar un grito, cayó. Y desapareció bajo la superficie de cristal del agua.

«¡Dios todopoderoso, otra vez no! ¡Otra vez no!»

Estas palabras reverberaron en su mente como un mantra espeluznante. Todo en su interior se heló y, durante un segundo aterrador, Daniel revivió lo que llevaba años intentando olvidar. Entonces, con un grito rasgado que pareció surgir de las profundidades de su alma, exclamó:

– ¡No!

Y corrió hasta el lago ansioso por salvarla. Nadó hacia donde Carolyn había desaparecido luchando con desesperación contra el pasado y los recuerdos, pero sin conseguirlo.

La cabeza de Carolyn apareció en la superficie. Tras escupir una bocanada de agua, Carolyn soltó una carcajada de incredulidad y apartó los mechones de pelo que tenía pegados a la cara. ¡Qué torpe había sido! ¡Cielos, el suelo había desaparecido de debajo de sus pies! Carolyn sacudió la cabeza sorprendida por su falta de destreza y se esforzó en ponerse de pie. Acababa de recobrar el equilibrio cuando unas manos fuertes la cogieron por los brazos y la hicieron girarse con brusquedad. Carolyn parpadeó para sacudirse el agua que permanecía pegada a sus pestañas y miró a Daniel. Soltó una risa nerviosa y volvió a apartar los mechones de pelo que se habían pegado a su cara.

– ¿Puedes creer que…?

Sus palabras se apagaron, igual que su sonrisa, cuando vio la expresión de Daniel. Su cara era del color de la tiza y parecía que sus extraviados ojos habían sido marcados al fuego en su pálida piel. Su boca se había reducido a una línea tensa de tono blanquecino y todo él irradiaba tensión. Sus ardientes ojos recorrieron el rostro de Carolyn.