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Daniel contuvo el impulso de apartarse de las oleadas de olor a coñac que lord Tolliver le lanzaba con cada palabra que pronunciaba. Había oído rumores de que el conde se había dado a la bebida desde que fracasó su empresa naviera y, evidentemente, esos rumores eran ciertos.

– No tengo ni idea de lo que está usted hablando, Tolliver.

– Claro que sí. Me dijeron que se había reunido con el bastardo de Jennsen justo antes de retractarse de nuestro trato. Apostaría algo a que fue él quien le dijo que no invirtiera en mi proyecto.

– La decisión la tomé yo solo. Y, por lo visto, fue acertada.

Tolliver entrecerró los ojos tras la máscara.

– Lo conozco, Surbrooke. Lo sé todo sobre usted. Se arrepentirá.

Daniel le lanzó una mirada helada.

– El chantaje y las amenazas no son dignos de usted, aunque está tan borracho que lo más probable es que mañana ya no se acuerde de esta desafortunada conversación. Yo, desde luego, tengo la intención de olvidarla.

Sin más palabras, Daniel se alejó de Tolliver. Sintió la mirada del conde clavada en su espalda, pero Tolliver no realizó ningún ademán de seguirlo. Daniel volvió a centrar su atención en Carolyn y Jennsen, quienes estaban a menos de cinco metros de distancia de él. Decidido a que nadie volviera a interponerse en su camino, se dirigió a la mujer que poblaba sus fantasías desde hacía demasiado tiempo.

Empezaba la seducción.

Capítulo 3

Su seducción empezó con las más simples de las palabras: «Buenas noches, milady.» Al final de la noche, mi apetito había sido estimulado plena y totalmente. Entonces comenzó lo que acabaría siendo mi total y completa rendición…

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima

Carolyn estaba cerca del borde de la pista de baile con el osado pirata. Reconoció a Logan Jennsen en cuanto abrió la boca, por su característico acento norteamericano, y no podía evitar reírse por sus muestras de disgusto al tener que ir disfrazado.

– ¡Completamente ridículo! -exclamó él sacudiendo la cabeza y la mano con un gesto que hacía juego con su atuendo pirata, que incluía unas botas de caña alta, un sombrero ladeado y una capa negra y larga-. ¡En Norteamérica no iría vestido así ni loco!

– Podría ser peor -contestó ella en voz baja mientras señalaba con un gesto de la cabeza, a una voluminosa rana que pasaba frente a ellos.

Jennsen tragó un sorbo generoso de su copa de champán.

– ¡Santo cielo! -Se volvió hacia Carolyn y ella sintió el peso de su mirada-. Usted, sin embargo, está sensacional, lady Wingate. Sin duda, verla a usted con un aspecto tan encantador es casi la única cosa que hace que esta velada resulte soportable.

Al oírlo pronunciar su nombre, Carolyn se sorprendió.

– Gracias, señor Jennsen.

El realizó una mueca.

– Supongo que mi acento norteamericano me ha delatado.

Carolyn sonrió.

– Me temo que sí, pero yo no hablo con acento. ¿Cómo ha adivinado usted mi identidad? Creí que resultaría irreconocible.

– ¡Oh, sin duda está usted irreconocible! Si su hermana no me hubiera contado de qué iría disfrazada, nunca habría sabido que esta criatura exquisita era usted.

– ¿Porque normalmente no soy tan exquisita? -bromeó ella.

– Al contrario, usted siempre me ha parecido deslumbrante. Sin embargo, normalmente usted va más… tapada. -Deslizó la mirada por el vestido de Carolyn, que dejaba un hombro al descubierto y se ajustaba a su cuerpo hasta las caderas, desde donde caía recto como una columna hasta el suelo. Sus ojos reflejaban, sin lugar a dudas, admiración-. Su disfraz es de lo más favorecedor.

Al escuchar su cumplido y su entusiasta valoración, el calor inundó las mejillas de Carolyn y se sintió aliviada al saber que no la habría reconocido. Se sentía desnuda e incómoda con aquel disfraz y no quería que los demás supieran que la normalmente recatada lady Wingate iba vestida con un traje tan revelador. ¡Debería haberse disfrazado de pastora! Si lo hubiera hecho, el señor Jennsen no la estaría escudriñando de aquella manera, aunque no pudo evitar sentir un estremecimiento de satisfacción femenina al ser consciente de la abierta admiración que despertaba en él.

– Gracias, señor. Y, aunque no le gusten los bailes de disfraces, está usted fantástico como pirata.

Los ojos de Jennsen brillaron tras la máscara.

– Gracias. Quizá se deba a que he pasado mucho tiempo embarcado. -Dirigió la atención a las parejas que bailaban-. Disculpe que no le pida un baile, pero todavía no he aprendido los pasos intrincados de los bailes ingleses y lo único que conseguiría sería avergonzarme y pisarle los pies.

– No tiene por qué disculparse, los piratas son más conocidos por su pata de palo que por su habilidad como bailarines.

La verdad era que se sentía aliviada de no tener que bailar. A pesar de haber decidido continuar con su vida, no había pisado una pista de baile desde la muerte de Edward y temía que, la primera vez que lo hiciera, le afectara emocionalmente. Pero estaba disfrutando de la compañía del señor Jennsen, como le ocurrió en la fiesta de la casa de Matthew, que es donde se lo presentaron. El señor Jennsen era un hombre sencillo, franco y, como ella, procedía de un entorno humilde.

Los primeros compases de un vals se elevaron sobre la multitud y Carolyn estiró el cuello perdiendo las esperanzas de llegar a localizar a su hermana, a Emily o a Julianne entre la muchedumbre.

– Ha mencionado usted que había visto a mi hermana -declaró Carolyn-. ¿Dónde la vio?

– Fuera, antes de entrar en la casa. Un carruaje con el emblema de los Langston llegó justo delante del mío. De no haber sido por eso, tampoco la habría reconocido a ella. -Jennsen sonrió-. Aunque el hecho de que Julieta llevara unas gafas encima de la máscara constituyó una pista bastante clara.

Carolyn se echó a reír.

– Supongo que sí.

Dada la elevada altura del señor Jennsen, Carolyn estaba a punto de pedirle si podía ver un disfraz de Julieta, Ofelia o de un ángel, cuando una voz grave y masculina declaró detrás de ella:

– Buenas noches, milady.

Aunque el recién llegado sólo había pronunciado tres palabras, por el vuelco que dio su corazón y el cálido cosquilleo que recorrió su espalda, Carolyn sospechó que procedían de lord Surbrooke. Ella ya se había preguntado si se encontrarían aquella noche. Y, mientras buscaba a su hermana y a sus amigas entre la multitud, también había estado escudriñando a los caballeros, preguntándose detrás de qué máscara se escondería él.

Carolyn se dio la vuelta y se dio cuenta de que, aunque no hubiera reconocido su voz, habría reconocido sus ojos. Desde el otro lado de la máscara negra que cubría la mitad superior de su cara, la miraban con el mismo ardor que dejaba sin aire sus pulmones cada vez que lord Surbrooke la miraba. Y también habría reconocido su boca. No sólo porque era perfecta, con el labio inferior algo más abultado que el superior, sino por cómo se curvaba hacia arriba una de sus comisuras, rompiendo toda aquella perfección de una forma que no debería ser atractiva, pero que lo era. Por muy molesto que le resultara a ella.

Carolyn deslizó la mirada por su disfraz negro de salteador de caminos. Vestido con aquel atuendo se lo veía alto, sombrío y peligroso. Como si estuviera dispuesto a salir corriendo con lo que se le antojara sin que le importaran en absoluto las consecuencias. Un escalofrío que Carolyn no supo identificar recorrió su cuerpo.

– En lugar de buenas noches, ¿no debería decir: «La bolsa o la vida»? -replicó ella, orgullosa de que su voz sonara calmada cuando, de repente, se sentía de todo menos calmada.

El realizó una reverencia formal.

– Desde luego. Aunque, con «La bolsa o la vida», en realidad querría decir: «¿Me concede este baile?»