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Un poco de aire fresco le pareció a Carolyn no sólo apetecible, sino esencial, aunque sospechaba que la presencia de lord Surbrooke no la ayudaría en absoluto a recuperar el aliento. El deseo de salir a la terraza con él era tan tentador que la aturdió y, al mismo tiempo, la incomodó. De todos modos, ¿por qué no habría de hacerlo? De hecho, no estarían solos. Seguro que otras parejas habían salido a tomar el aire.

– Un poco de aire fresco me sentará de maravilla -murmuró Carolyn.

Él le tendió el brazo y aunque ella apoyó, con toda corrección, la punta de los dedos en el antebrazo de él, de algún modo, nada de todo aquello parecía correcto. Lo cual resultaba del todo ridículo. No había nada malo en que hablara con lord Surbrooke. Ni tampoco en que bailara con él. Ni en que tomara un poco el aire con él. Al fin y al cabo él era… un amigo.

Aun así, una sensación de nerviosismo y excitación la invadió. Una sensación que no recordaba haber experimentado nunca antes. Sin duda, se debía a los disfraces y las máscaras que ocultaban su identidad. Ella sólo había asistido a otro baile de disfraces antes y de eso hacía muchos años, fue poco después de su matrimonio. Así que las inesperadas oleadas de acaloramiento se debían sólo a que se trataba de una experiencia nueva. Claro que también podían deberse a que en las Memorias de una amante, la autora describía un apasionado encuentro con uno de sus amantes en un baile de disfraces. Un encuentro que empezaba con un vals y en el que la autora experimentó una elevada sensación de libertad a causa del anonimato…

Carolyn apretó los labios y frunció el ceño. ¡No debería haber leído aquel libro! «No deberías haberlo leído media docena de veces», le recriminó su voz interior.

¡Muy bien, de acuerdo, media docena de veces! Como mínimo. El maldito libro le había llenado la cabeza, de preguntas que nunca podría responder. Y de imágenes sensuales que no sólo invadían sus sueños, sino que cruzaban por su mente con una frecuencia terrible. Esas imágenes la ponían nerviosa e irritable, haciendo que la ropa le resultara demasiado ajustada y que sintiera como si su piel fuera a resquebrajarse, como si se tratara de una fruta excesivamente madura.

Así es como se sentía en aquel momento.

Lanzó una rápida mirada a lord Surbrooke. Se lo veía tranquilo y sereno, lo que fue como un chorro de agua fría sobre la piel recalentada de Carolyn. Sin duda, fuera lo que fuese lo que le ocurría, sólo la afectaba a ella.

Nada más salir al exterior, la brisa helada hizo que recobrara el sentido común. Él la condujo a un rincón tranquilo y recogido de la terraza que estaba rodeado por un grupo de palmitos plantados en enormes macetas de cerámica. Varias parejas paseaban por el jardín de setos bajos y tres hombres charlaban en el otro extremo de la terraza. Salvo por esas personas, estaban solos, sin duda debido al aire frío impropio de aquella estación que, además, estaba teñido de un olor a lluvia.

– ¿Tiene frío? -preguntó lord Surbrooke.

¡Cielo santo, instalada con él en la privacidad que les proporcionaban los palmitos, se sentía como si estuviera en medio de una hoguera! Carolyn negó con una sacudida de la cabeza y su mirada buscó la de lord Surbrooke.

– ¿Sabe usted… quién soy?

Con toda lentitud, él recorrió el cuerpo de Carolyn con la mirada, deteniéndose en sus hombros desnudos y en las curvas que, según ella sabía, su vestido de color marfil resaltaba. Piel y curvas que su forma habitual y recatada de vestir nunca habría revelado. La mirada de franca admiración de lord Surbrooke, que no daba muestras de haberla reconocido, volvió a inflamar el fuego que la brisa había enfriado momentáneamente. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, él murmuró:

– Usted es Afrodita, la diosa del deseo.

Ella se relajó un poco. Evidentemente, él no sabía quién era ella, pues lord Surbrooke nunca habría utilizado el tono de voz ronco y grave con que había pronunciado la palabra «deseo» al dirigirse a lady Wingate. Sin embargo, la relajación que experimentó fue breve, pues aquel tono cargado de deseo le produjo una sensación de confusión y nerviosismo que, en parte, le advirtió de que debía abandonar la terraza de inmediato y regresar a la fiesta para seguir buscando a su hermana y sus amigas. Sin embargo, otra parte de ella, la parte que se sentía cautivada por el seductor y oscuro salteador de caminos y la protección del anonimato, se negó a moverse.

Además, el hecho de que aquella conversación anónima le ofreciera la oportunidad de conocer mejor a lord Surbrooke, la hacía más tentadora. A pesar de las numerosas conversaciones que habían mantenido en la casa de Matthew, lo único que en realidad sabía de él era que era inteligente, agudo, impecablemente correcto, invariablemente encantador y que iba siempre muy bien arreglado. Él nunca le había proporcionado la menor pista sobre cuál era la causa de las sombras que merodeaban por sus ojos; sin embargo, ella sabía que estaban allí y sentía una gran curiosidad por conocer su origen. Y, en aquel momento, si conseguía recordar cómo respirar, quizá pudiera descubrir sus secretos.

Después de carraspear para aclarar su voz, Carolyn declaró:

– En realidad, soy Galatea.

El asintió despacio mientras recorría su cuerpo con la mirada.

– Galatea… la estatua de marfil de Afrodita esculpida por Pigmalión por el deseo que sentía hacia ella. Pero ¿por qué no es usted la misma Afrodita?

– La verdad es que consideré que disfrazarme de Afrodita sería una… inmodestia por mi parte. De hecho, había planeado disfrazarme de pastora, pero mi hermana, de algún modo, consiguió convencerme de que me vistiera de Galatea. -Carolyn soltó una risita-. Creo que me aporreó la cabeza mientras dormía.

– Hiciera lo que hiciese, debería ser aplaudida por su empeño. Está usted… bellísima. Más que la misma Afrodita.

Su voz grave se extendió, cual miel tibia, por el cuerpo de Carolyn, quien, a pesar de todo, no pudo evitar bromear.

– Ha hablado un ladrón cuya visión está disminuida por la oscuridad.

– En realidad, no soy un ladrón. Y mi visión es perfecta. En cuanto a Afrodita, era una mujer digna de envidia. Ella tenía una única tarea divina: la de hacer el amor e inspirar a los demás para que lo hicieran.

Sus palabras, pronunciadas con aquel timbre de voz profundo e hipnótico, junto con la fijeza de su mirada, hicieron que el calor subiera por el interior de Carolyn de una forma vertiginosa dejándola sin habla. Además, confirmaron su idea de que él no sabía quién era ella. Nunca, durante las conversaciones que había mantenido con lord Surbrooke, él le había hablado a ella, Carolyn, de nada tan sugerente. Y Carolyn tampoco podía imaginárselo hablándole de aquella forma. Ella no era el tipo de mujer deslumbrante que despertara la pasión de los hombres, al menos no la de un hombre de su posición, quien podía tener a la mujer que quisiera y, conforme a los rumores, así era.

Animada por las palabras de lord Surbrooke y el secreto de su propia identidad, Carolyn declaró:

– A Afrodita la deseaban todos los hombres y ella podía elegir a los amantes que quisiera.

– Sí, y uno de sus favoritos era Ares.

Lord Surbrooke levantó una mano y Carolyn se dio cuenta de que se había quitado los guantes negros. Él le rozó el hombro con la yema de uno de sus dedos. A Carolyn se le cortó la respiración al sentir aquel leve contacto y dejó de respirar del todo cuando él deslizó el dedo a lo largo de su clavícula.

– Desearía haberme disfrazado del dios de la guerra en lugar de salteador de caminos.

Lord Surbrooke dejó caer la mano a un lado y Carolyn tuvo que apretar los labios para contener el inesperado gemido de protesta que creció en su garganta por la repentina ausencia de su contacto. A continuación, afianzó las piernas en el suelo, sorprendida de que sus rodillas se hubieran debilitado a causa de aquella breve y suave caricia, y tragó saliva para aclarar su voz.