– ¿Por qué?
– Demasiado romántico.
– No seas cínico. Tal vez no estuviesen huyendo. Quizá fueron en busca de ayuda.
– Y siguieron huyendo. No querían que los viesen juntos.
Ella asintió.
– Eso es lo que pensamos todos.
– ¿Quiénes son todos?
– Los agentes del FBI que se encargaron de investigarlo hace cinco años.
– Deja que te haga una pregunta. ¿Qué es lo que hace que esa gente sea tan importante para que el FBI se tomase todas esas molestias?
– Es probable que fuesen testigos presenciales del accidente.
– ¿Y qué? Hubo seiscientos testigos que vieron la explosión. Al menos doscientos de ellos afirmaron haber visto una estela de luz que ascendía hacia el avión antes de la explosión. Si el FBI no creyó a doscientas personas, ¿por qué son tan importantes esos dos desconocidos?
– Oh, lo había olvidado. Un último detalle.
– Ah.
– En la manta también encontraron un cubreobjetivo de plástico perteneciente a una cámara de vídeo.
Dejé que ese dato calara en mi cerebro mientras echaba un vistazo al terreno y al cielo.
– ¿Alguna vez supiste algo de esa gente? -le pregunté.
– No.
– Y nunca sabrás nada. Vamos.
CAPÍTULO 5
De regreso, volvimos a pasar por Westhampton.
– ¿Vamos a casa? -pregunté.
– Una parada más. Pero sólo si quieres.
– ¿Cuántos «una parada más» quedan?
– Dos.
Miré a la mujer que viajaba junto a mí. Era mi esposa, Kate Mayfield. Menciono este dato porque, unas veces, es la agente especial Mayfield y, otras, tiene conflictos con su identidad.
En ese momento yo diría que era Kate, de modo que era el momento de que yo aclarase algunas cosas.
– Me dijiste que este caso no era de mi incumbencia -señalé-. Luego me has llevado a la playa donde esa pareja, aparentemente, presenció y, tal vez, grabó el accidente. ¿Te importaría explicarme esta evidente contradicción?
– No -dijo Kate-. No es una contradicción. Sólo pensé que te parecería interesante. Estábamos cerca de esa playa y te la he enseñado. Nada más.
– Vale. ¿Qué voy a encontrar interesante en la siguiente parada?
– Ya lo verás cuando lleguemos.
– ¿Quieres que investigue este caso? -pregunté.
– No puedo contestar a eso.
– Bueno… parpadea una vez si es «sí», dos veces si es «no».
– Tienes que entenderlo, John, no puedo implicarme en esto. Soy una agente del FBI. Podrían despedirme.
– ¿Y qué pasa conmigo?
– ¿Te importaría que te despidieran?
– No. Tengo una pensión por tres cuartos de invalidez del Departamento de Policía de Nueva York. Libre de impuestos. Pero no me vuelve loco la idea de trabajar para ti -dije.
– No trabajas para mí. Trabajas conmigo.
– Como sea. ¿Qué quieres que haga?
– Sólo tener los ojos y los oídos abiertos. Luego haz lo que tengas que hacer. Pero no quiero saberlo.
– ¿Qué pasa si me arrestan por meter las narices donde no debo?
– No pueden arrestarte.
– ¿Estás segura?
– Completamente. Soy abogada.
– Tal vez intenten matarme -dije.
– Eso es ridículo.
– No, no lo es. Nuestro ex compañero de equipo de la CIA, Ted Nash, amenazó con matarme un par de veces.
– No me lo creo. De todos modos, está muerto.
– Hay más como él.
Kate se echó a reír.
No era divertido.
– Kate, ¿qué esperas que haga? -insistí.
– Que hagas de este caso tu pasatiempo secreto a tiempo parcial.
Lo que me recordó nuevamente que mi colega de la ATTF me había advertido específicamente sobre hacer eso. Me detuve en el arcén.
– Kate. Mírame.
Ella me miró.
– Cariño, me estás vacilando. No me gusta que lo hagas.
– Lo siento.
– ¿Qué quieres que haga exactamente, cielo?
Ella lo pensó un momento y contestó:
– Sólo que mires y escuches. Luego tú decides lo que quieres hacer. -Sonrió forzadamente y añadió-: Sólo sé John Corey, -Entonces sólo sé Kate.
– Lo intento. Todo esto es tan… confuso. Estoy muy afectada por esto… no quiero que nosotros… que tú te metas en problemas. Pero no me he quitado este caso de la cabeza desde hace cinco años.
– Mucha gente se ha devanado los sesos con él. Pero el caso está cenado. Como la caja de Pandora. Déjalo cerrado.
Kate permaneció unos minutos en silencio y luego dijo suavemente:
– No creo que se haya hecho justicia.
– Fue un accidente. No tiene nada que ver con la justicia -dije.
– ¿Te lo crees de verdad?
– No. Pero si me preocupase por cada caso en el que no se ha hecho justicia, haría años que estaría acudiendo a un psicoanalista.
– Éste no es cualquier caso, y tú lo sabes.
– Exacto. Pero no seré el tío que mete la mano en el fuego para ver si quema. A menos que tú me lo pidas y me des una razón para hacerlo.
– Entonces vamos a casa.
Volví a la carretera y, un par de minutos más tarde, dije:
– De acuerdo. ¿Adónde vamos?
Me indicó que me dirigiese hacia la autopista Montauk, en dirección oeste, luego hacia el sur, en dirección al mar.
El camino terminaba en un área vallada con una puerta provista de una cadena de seguridad y una casilla con un guardia. Los faros delanteros iluminaron un cartel que decía «Puesto de la Guardia Costera de Estados Unidos – Centro Moriches – Área restringida».
Un tío con uniforme de la Guardia Costera y una pistola en su funda salió de la casilla, abrió la puerta y levantó la mano. Detuve el coche.
El tío se acercó y yo exhibí mi credencial de los federales, que apenas si examinó, luego miró a Kate y, sin preguntar cuál era el motivo de nuestra presencia allí, dijo:
– Adelante.
Estaba claro que nos esperaban y todo el mundo, salvo yo, estaba al tanto de lo que sucedía. Pasé a través de la puerta que el guardia había abierto y continué por un camino asfaltado.
Un poco más adelante se alzaba un pintoresco edificio blanco, con el techo rojo abuhardillado y una torre cuadrada que hacía las veces de mirador. Una estructura típica de la vieja Guardia Costera.
– Aparca allí -dijo Kate.
Aparqué en el solar que se extendía delante del edificio, apagué el motor y ambos bajamos del coche.
Seguí a Kate rodeando la parte trasera de la antigua construcción, que miraba hacia el mar. Eché un vistazo a la instalación, profusamente iluminada, que se encontraba en una lengua de tierra que penetraba en Moriches Bay. En la orilla había unos cobertizos y a la derecha de éstos, se extendía un largo muelle donde se veían dos lanchas de la Guardia Costera sujetas a amarres. Una de las lanchas se parecía a la que había participado en la ceremonia que se había celebrado en la playa. Aparte del tío que se encontraba de guardia en la puerta principal, las instalaciones parecían estar desiertas.
– Aquí fue donde se instaló el puesto de mando inmediatamente después de que se produjera el accidente -dijo Kate-. Todas las embarcaciones de rescate llegaban aquí a través de Moriches Bay y depositaban los restos que habían recogido en el mar. Luego, éstos se trasladaban en camiones a un hangar de las instalaciones navales de Calverton para volver a montarlos -añadió-. Y luego traían aquí los cadáveres antes de enviarlos al depósito. -Permaneció en silencio un momento y luego dijo-: Yo trabajé en este lugar, a intervalos, durante dos meses. Estaba alojada en un motel cerca de aquí.