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– Proteja esto con su vida. Y quiero decir su vida.

Guardó la cinta en el enorme bolsillo trasero de su pantalón, que estaba hecho especialmente para llevar su libreta de infracciones.

– ¿Ha oído alguna vez que alguien le robase algo a un policía de Nueva York? -dijo.

Le di una palmada en el hombro.

– Le veré allí -dije.

Subió al asiento trasero del coche del medio, junto a Jill.

Yo ocupé el coche que cerraba la formación. Desde el último vehículo podía ver lo que sucedía y, desde el vehículo que abría la marcha, Kate podía introducir cualquier cambio en los planes si era necesario. Jill, en el coche que marchaba entre ambos, en compañía de Álvarez y otros dos policías, estaba en la posición más protegida.

El policía que viajaba en mi coche era un sargento y dijo unas pocas palabras por su radio portátil. El coche delantero realizó un giro en «U» en Central Park South, una maniobra de la que no mucha gente se libra sin la correspondiente sanción, y nos alejamos en nuestro convoy de tres coches.

– ¿Cuál es la ruta? -le pregunté al sargento.

– Vamos a ir por el West Side, a menos que usted prefiera otro camino -dijo.

– Me parece bien. ¿Entiende que alguien podría intentar jodemos? -le pregunté.

– Sí. Ya pueden intentar jodernos todo lo que quieran.

– ¿Todos los miembros de este operativo conocen la misión?

– Sí.

– Y bien, ¿qué piensa del FBI?

Se echó a reír.

– Sin comentarios -dijo.

– ¿Y qué me dice de la CIA?

– Nunca he conocido a ninguno de esos tíos.

Un hombre afortunado. Me apoyé en el respaldo del asiento y miré el reloj. Eran las 8.21 y, dependiendo del tráfico, llegaríamos dentro de unos diez minutos, lo que estaba bien. De todos modos, Nash y su club de amigos llegarían quince minutos más temprano, pensando que nosotros también lo haríamos. Ya podían esperar sentados junto a sus caffè lattes.

La mayoría de las reuniones son jodidos juegos para destrozarte los nervios, y ésta sería a lo grande.

Nos abrimos camino a través del tráfico y, diez minutos más tarde, nos dirigíamos hacia el sur por la Autopista Joe Di Maggio, conocida también como Duodécima Avenida y, ya que estamos, West Street. Discurría junto al Hudson y era un bonito paseo en un día de sol con tráfico moderado.

Había unos ocho kilómetros hasta el World Trade Center, que pude divisar en la distancia, mucho antes de llegar.

En el bolsillo de la chaqueta llevaba una cinta de un Blockbuster de Un hombre y una mujer, que había puesto dentro del estuche de la cinta de Jill que decía: «Propiedad del Hotel Bayview – Por favor, devolver.» Si los federales tenían cualquier clase de orden cuando llegase allí, podrían hacerla efectiva conmigo, con Kate o Jill, y tratar de llevar la cinta, o a nosotros -o a la cinta y nosotros- a otro lugar. Pero esa orden no era válida con el agente Álvarez, aun cuando sospecharan que era él quien tenía la cinta.

En cualquier caso, no creía que Nash y compañía quisieran montar una escena en un restaurante público donde estarían desayunando cerca de trescientas personas. Pero quizá, si en ese momento estaba en uno de mis estados de ánimo perversos, yo les entregase mi copia de Un hombre y una mujer, la versión completa y sin cortes.

Miré a través del parabrisas y pude ver el coche donde iban Jill y Álvarez, pero no así el que llevaba a Kate. El tráfico no era muy denso pero sí errático y había muchos camioneros que conducían peligrosamente esa mañana.

Miré mi reloj. Las 8.24. Acabábamos de pasar junto al helipuerto de la Calle 13 y nos acercábamos a los muelles de Chelsea. Unos cinco kilómetros más a esta velocidad y nos detendríamos en Vesey Street, junto a la Torre Norte, alrededor de las 8.34.

Yo no esperaba tener problemas durante el trayecto hasta el World Trade Center, o en el vestíbulo, o en el ascensor que subía directamente al Windows on the World, en el piso 107. De hecho, no esperaba tener ningún problema durante el desayuno, que sería básicamente un encuentro para mostrar nuestras cartas.

Sé cómo trabaja la mente de Nash, y es un tío paciente, astuto y, a veces, listo. Él quería ver con quién me presentaría yo a la reunión. Quería oír lo que yo tenía que decir. Quería examinar a Jill Winslow y quería ver si realmente teníamos la cinta con nosotros. Nash no llevaría a la reunión a nadie que él no quisiera que oyera nada acerca de una conspiración y un encubrimiento, excepto quizá a Bud Mitchell, quien probablemente ya estuviese enterado a estas alturas de los acontecimientos. Allí no habría nadie de la oficina del fiscal general, a menos que fuese alguien que estuviese metido también en esto, o un impostor, algo que forma parte de la cultura de la CIA. Quiero decir, Ted Nash a menudo se hace pasar por agente del FBI, y cuando lo conocí era un funcionario del Departamento de Agricultura. Y, a veces, se hace pasar por un posible ex amante de Kate Mayfield. Gilipollas.

Y tal vez Nash, también, como era un capullo enfermo, había invitado a Mark Winslow al desayuno con el propósito de alterar a Jill.

En cualquier caso, la reunión era, para Nash, una ocasión para vernos las caras y hablar. El problema vendría después de la reunión, momento en el cual, estaba seguro, Nash haría su movimiento. O, para decirlo de otro modo, era como el banquete al que invitas a tus enemigos a compartir la mesa, hablar y comer, para luego matarlos a todos. En realidad, la idea del desayuno había sido mía, pero seguro que entienden a lo que me refiero.

Nash debía saber, si tenía medio cerebro, que yo movilizaría algunas fuerzas para esta ocasión, y que esas fuerzas serían del NYPD. Por lo tanto, tenía a sus fuerzas esperando en los flancos. Pero como había dicho el sargento que viajaba delante de mí con una escopeta en el regazo: «Ya pueden intentar jodernos todo lo que quieran.» Yo sabía, por supuesto, que tenía un problema con el señor Ted Nash, y parte de lo que estaba ocurriendo estaba relacionado con ese hecho. Pero aun cuando no conociera de nada a ese tío, o incluso aunque me gustara (que no era así), no veo cómo hubiese podido manejar esta situación de otra manera.

– Mis instrucciones son llevarles a usted y a sus acompañantes fuera del edificio y a los coches. ¿Correcto? -dijo el sargento.

– Correcto. En ese momento es cuando podría toparse con algunos agentes federales que tienen otros planes para nosotros.

– En una ocasión tuve una situación como ésta, los federales querían a un tío acusado de tráfico de drogas y yo tenía una orden de arresto para el mismo tío y por los mismos cargos -dijo el sargento.

– ¿Quién se quedó con el tío?

– Nosotros. Pero los federales se lo quedaron más tarde. Al final se salieron con la suya. Ya sabe lo que dicen, el FBI siempre atrapa a su hombre y bla, bla, bla. Pero al principio, sobre el terreno, nosotros somos los que nos llevamos el pato al agua.

– Exacto.

– ¿Adónde iremos después? -preguntó.

– Todavía no estoy seguro. A cualquier parte menos al Centro de Detención Federal.

El sargento lanzó una carcajada.

Miré el río y la costa de Jersey a través de la ventanilla. Mañana, o esta tarde, esperaba estar en las oficinas de la ATTF, en el 26 de Federal Plaza, con mis pies apoyados encima del escritorio de Jack Koenig y con su despacho lleno de los tíos buenos. Los agentes del FBT, a pesar de mis problemas personales con ellos, eran hombres y mujeres rectos, profesionales y muy apegados al texto literal de la ley. Tan pronto como este caso fuese transferido al FBI desde el entretenimiento de Corey a tiempo parcial y en sus horas libres, podría marcharme de vacaciones con Kate. Tal vez ella sintiera curiosidad por saber cómo había pasado un mes y medio en Yemen.