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El tráfico se complicó al llegar al túnel Holland y les dije a los tíos del asiento delantero:

– ¿Pueden ver el coche del medio?

– Ya no -dijo el conductor-. ¿Quiere que los llame?

– Sí.

Llamó a los dos coches y el coche delantero, con Kate a bordo, contestó:

– Estamos aquí. Aparcados en Vesey y entrando en la Torre Norte.

– Diez-cuatro.

El segundo coche informó:

– Estamos girando al oeste. Hora prevista de llegada aproximadamente dos minutos.

Miré mi reloj. Las 8.39. Debíamos encontrarnos a unos cinco minutos de la gran plaza peatonal que rodeaba el complejo del Trade Center. Un par de minutos andando hasta el interior del vestíbulo de la Torre Norte, luego hasta el vestíbulo del Windows on the World en el ascensor de alta velocidad.

– Necesito que los dos me acompañen -le dije al sargento.

– Uno de los tíos que va en el primer coche se encargará de vigilar los vehículos. Estamos con usted -respondió el sargento con un asentimiento de cabeza.

– Bien.

Giramos en Vesey Street y a las 8.44 nos detuvimos detrás de los otros dos coches de policía aparcados junto al bordillo. Bajé del coche y los dos policías me siguieron. Hablaron con el policía que vigilaba los coches, quien acababa de apagar su radio portátil y nos dijo:

– Dos civiles -refiriéndose a Kate y Jill- con cuatro agentes en el interior.

Subí los escalones que comunicaban la acera con la plaza elevada y eché a andar hacia la entrada de la Torre Norte. Eran las 8.45.

Mientras cruzaba la plaza llena de gente oí un sonido como un ligero temblor en la distancia y vi que algunas personas miraban hacia el cielo. Los dos policías que me acompañaban también levantaron la vista y uno de ellos dijo:

– Parece como si un avión se acercara volando muy bajo hacia Newark.

Continuamos caminando, luego me detuve y me volví para ver lo que todo el mundo estaba mirando.

Llegando desde el norte, justo sobre Broadway se veía un enorme avión de pasajeros, volando a baja altura y a gran velocidad. Miré por encima del hombro y alcé la vista hacia la Torre Norte del World Trade Center, confirmando que la torre era más alta que la trayectoria que llevaba el avión y que éste se dirigía hacia la torre.

Ahora la gente que me rodeaba había comenzado a gritar y varias personas se echaron al suelo.

Una mujer que estaba a mi lado dijo:

– Oh, Dios mío…

CAPÍTULO 54

El sol había salido hacía más de una hora pero su luz estaba oscurecida por el humo de los incendios.

Desde el balcón de mi apartamento, que miraba hacia el sur, veía el origen de las dos enormes columnas de humo negro, y también podía ver el resplandor de los reflectores de emergencia, iluminando la oscuridad del lugar donde las Torres Gemelas habían estado erguidas hasta la mañana de ayer.

En algún momento de la noche perdí mi chaqueta durante la operación de búsqueda y rescate, y el resto de mis ropas y mi piel estaban negras por un hollín aceitoso que yo sabía que apestaba, pero cuyo olor ya no era capaz de percibir.

Sabía que debía ducharme y cambiarme de ropa antes de regresar pero, por alguna razón, no quería desvincularme de donde había estado.

Miré mi reloj por primera vez, limpié la suciedad del cristal, y vi que eran las 7.32. Era difícil entender que ya habían transcurrido casi veinticuatro horas. Hubo momentos durante el día en los que el tiempo parecía pasar muy de prisa, y lo que yo creía que era una hora, eran muchas; pero el tiempo pareció paralizarse por la noche, que se me hizo interminable, incluso después de que el sol despuntara en el horizonte.

Tosí un escupitajo negro en mi ennegrecido pañuelo y volví a meterlo en el bolsillo.

Yo había comprendido lo que estaba pasando antes de que ocurriese por el trabajo que hago, pero la mayoría de las personas que me rodeaban, entre ellos, el personal de los servicios de urgencia, y los dos policías que me acompañaban, pensaron que era un accidente. Cuando el segundo avión se estrelló contra la Torre Sur a las 9.03, todo el mundo comprendió lo increíble.

Yo había pasado las primeras horas posteriores al ataque buscando a Kate, pero cuando la enormidad de la tragedia y la pérdida de vidas se volvieron evidentes, me dediqué simplemente a buscar a cualquiera que aún estuviese con vida entre las ruinas humeantes.

Recordé la última transmisión por radio de uno de los policías: «Dos civiles con cuatro agentes en el interior»

Había tratado de llamar a Kate por el móvil, pero todos los móviles estaban apagados, y seguían apagados.

A las 6.30 de esta mañana, cuando abandoné lo que había sido la Torre Norte, no se había encontrado ningún superviviente y no se esperaba encontrar a muchos.

El viaje de regreso a casa había sido tan surrealista como el lugar que acababa de abandonar. Las calles del centro estaban casi desiertas y la gente que había en ellas parecía encontrarse en estado de shock. Había encontrado un taxi a unas veinte manzanas al norte de lo que habían sido las Torres Gemelas, y el taxista, un hombre llamado Mohammed, se echó a llorar al verme y continuó llorando durante todo el trayecto hasta la Calle 72 Este. El portero del edificio, Alfred, también lloraba cuando bajé del taxi.

Miré las columnas de humo que se elevaban hacia el cielo y por primera vez sentí que las lágrimas se deslizaban por mis mejillas tiznadas.

Recuerdo vagamente que subí en el ascensor con Alfred, quien tenía una llave maestra, y recuerdo que entré en mi apartamento. Después de haber estado casi dos meses fuera, no me resultaba familiar, y permanecí inmóvil durante unos minutos, tratando de deducir por qué estaba allí y qué debía hacer a continuación. Luego fui hasta la puerta del balcón porque podía ver el humo negro a la distancia y me sentí atraído hacia él porque me resultaba más familiar que mi hogar.

Cuando atravesé la sala de estar, algo que había en el sofá -una manta- me llamó la atención y me acerqué. Me arrodillé junto a Kate, que estaba dormida, envuelta en la manta, que la cubría por completo excepto su rostro ennegrecido y un brazo, que descansaba sobre su pecho. En la mano tenía aferrado el teléfono móvil.

No la desperté, sino que permanecí mirándola durante mucho tiempo. Alfred no la había visto cuando llegó o bien, en su estado de confusión, había pensado que yo sabía que ella estaba en casa.

Dejé que siguiera durmiendo en el sofá y salí al balcón, donde me encontraba ahora, contemplando el humo, que parecía interminable.

La puerta se deslizó a mi espalda y me volví. Nos miramos durante unos segundos, luego dimos unos pasos vacilantes y caímos literalmente en los brazos del otro. Y lloramos.

Nos sentamos, medio dormidos, en dos sillas metálicas en el balcón y contemplamos la oscuridad que envolvía el bajo Manhattan, el puerto y la Estatua de la Libertad. No había aviones en el cielo, los teléfonos no sonaban, los cláxones estaban mudos y en las calles no se veía un alma.

En ese momento resultaba difícil intentar comprender la magnitud del desastre, y ninguno de los dos había visto u oído ninguna noticia, porque habíamos estado allí cuando la noticia estaba ocurriendo, y aparte de unas pocas radios y un montón de rumores, Kate y yo sabíamos menos que la gente que vivía en Duluth.

Finalmente le pregunté a Kate:

– ¿Qué pasó con Jill?

Kate permaneció unos segundos en silencio antes de contestar.

– Yo fui la primera en llegar al ascensor y decidí esperarla… Jill entró en el vestíbulo acompañada del agente Álvarez y otro policía… los tres entraron en el ascensor y yo decidí esperarte…

No dije nada y Kate no continuó. Unos minutos después dijo:

– Antes de entrar en el ascensor, Jill me dijo: «¿Debería esperar con usted aquí hasta que llegue John?» Y yo le contesté: «No, está en buenas manos con esos dos agentes de policía. Yo subiré dentro de unos minutos.» Lo siento.