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Comencé a subir. Cuatro pisos, lo que me recordó el edificio de cinco pisos sin ascensor en el Lower East Side de Manhattan donde crecí. Odio las escaleras.

El último tramo de la escalera daba justo en medio del mirador. La habitación no estaba iluminada pero pude distinguir unas cuantas mesas y sillas, un escritorio con teléfonos y una radio militar que brillaba y zumbaba en la silenciosa habitación.

A través de las ventanas panorámicas del mirador vi un pasillo exterior con barandilla que rodeaba la torre cuadrada.

No parecía que hubiese nadie más que yo en ese lugar, y pensé que quizá me encontraba en el mirador equivocado, aunque sólo había uno.

Abrí una puerta mosquitera y salí al exterior.

Era una hermosa noche, más hermosa aún allí arriba. Rodeé la torre cuadrada y me detuve en la esquina suroeste. Al otro lado de Moriches Bay podía ver las islas de arrecife y Moriches Bay, que separa Fire Island de las dunas de Westhampton y el Cupsogue Beach County Park, donde, en la jerga de la policía, alguien estuvo jodiendo con su chati en la playa y quizá grabó en una cinta de vídeo una prueba que podría reabrir este caso de par en par.

Más allá de las islas de arrecife se extendía el océano Atlántico, donde veía las luces de pequeñas embarcaciones y grandes barcos. El cielo estaba tachonado de estrellas titilantes y alcancé a ver las luces de dos aviones que se dirigían hacia el este y el oeste, a lo largo de la costa.

Me concentré en el avión que se dirigía hacia el este y observé cuando orientó su rumbo en dirección a Smith Point County Park, en Fire Island. Ascendía lentamente a unos tres o cuatro mil metros y aproximadamente a diez o doce kilómetros de la costa. Había sido allí donde el vuelo 800 de la TWA, siguiendo el rumbo normal de vuelo al despegar del Aeropuerto Kennedy, había estallado súbitamente en el aire.

Intenté imaginar qué fue lo que doscientas personas vieron que surgía del agua y se dirigía hacia el avión.

Tal vez estaba a punto de conocer a una de esas personas… o a otra.

Regresé al mirador y me senté en el sillón giratorio que había junto al escritorio que daba a la escalera. Unos minutos más tarde oí pisadas que hacían crujir los desgastados escalones. Por hábito, y porque estaba solo, saqué mi Smith & Wesson 38 de la funda que llevaba en el tobillo y me lo guardé en la parte trasera de la cintura, debajo de la camisa. Vi la cabeza y los hombros de un hombre que emergía de la escalera, de espaldas a mí. Entró en la habitación, echó un vistazo y me vio.

A pesar de la escasa luz pude ver que rondaba los sesenta años, era alto, bien parecido, tenía el pelo corto y canoso y vestía pantalones marrones y una chaqueta azul. Tuve la impresión de que el tío era militar.

Se acercó a mí y me puse de pie.

– Señor Corey, soy Tom Spruck -dijo estrechándome la mano-. Me han pedido que hable con usted.

– ¿Quién?

– No estoy autorizado a darle esa información.

– Entonces yo tampoco estoy autorizado a hablar con usted.

Pareció molesto por el hecho de que los preliminares no estuviesen saliendo bien.

– La señorita Mayfield -dijo bruscamente.

En realidad era la señora Mayfield, o la agente especial Mayfield, o la señora Corey en ocasiones, pero ése no era su problema. En cualquier caso, el tío era sin duda militar. Probablemente un oficial. La agente especial Mayfield sabía escoger a un buen testigo.

Yo permanecía en silencio, de modo que fue él quien comenzó a hablar.

– Yo fui testigo de lo que sucedió el 17 de julio de 1996. Pero eso usted ya lo sabe.

Asentí.

– ¿Quiere que nos quedemos aquí o prefiere que salgamos afuera? -preguntó.

– Aquí. Tome asiento -dije.

Acercó un sillón giratorio al escritorio y se sentó.

– ¿Por dónde le gustaría que empiece? -preguntó.

Me senté detrás del escritorio y contesté:

– Hábleme un poco de usted, señor Spruck.

– De acuerdo. Soy un ex oficial de Marina, graduado en Annapolis, retirado con el grado de capitán. Fui piloto de Phantom F-4 en un portaaviones. Entre 1969 y 1972 realicé ciento quince misiones en tres despliegues diferentes sobre Vietnam del Norte.

– De modo que sabe muy bien qué aspecto tienen los artefactos pirotécnicos sobre el agua al anochecer -señalé.

– Por supuesto.

– Bien. ¿Qué aspecto tenían el 17 de julio de 1996?

Miró hacia el océano a través del ventanal y dijo:

– Yo estaba en mi pequeño balandro porque todos los miércoles por la noche disputamos una regata entre amigos en la bahía.

– ¿Quiénes participaban?

– Pertenezco al Westhampton Yacht Squadron de Moriches Bay y habíamos acabado la regata aproximadamente a las 20.00 horas. Todo el mundo recogió sus cosas y regresó al club para disfrutar de una barbacoa, pero yo decidí continuar navegando un poco más por Moriches Bay en dirección al océano.

– ¿Por qué?

– El mar estaba inusualmente tranquilo y soplaba un viento de seis nudos. No siempre te encuentras con esas condiciones para aventurarte a salir a mar abierto con una embarcación pequeña como la mía -dijo. Luego continuó-: Aproximadamente a las 20.20 horas había superado la cala y me encontraba en alta mar. Puse rumbo al oeste, siguiendo la línea de la costa de Fire Island, frente a Smith Point County Park.

– Permítame que le interrumpa. ¿Lo que me está contando son datos públicos?

– Es lo que le conté al FBI. No sé si es público o no.

– ¿Hizo alguna vez alguna declaración pública después de que hablase con el FBI?

– No -dijo-. Me dijeron que no lo hiciera.

– ¿Quién se lo dijo?

– Los agentes que me entrevistaron la primera vez, luego otros agentes del FBI en entrevistas posteriores.

– Comprendo. ¿Y quién fue el agente que primero le entrevistó?

– Su esposa.

Kate no era mi esposa en aquella época, pero asentí.

– Por favor, continúe -dije.

Spruck volvió a mirar el mar y continuó con su relato de los hechos.

– Estaba sentado en mi balandro controlando la orza, que es como pasas la mayor parte del tiempo en un velero. Todo estaba muy silencioso y tranquilo, y yo disfrutaba del momento. El sol se ponía oficialmente a las 20.21 horas, pero el crepúsculo náutico se produciría aproximadamente a las 20.45 horas. Eché un vistazo al reloj, que era digital, exacto y luminoso, y comprobé que eran las 20.30 horas y quince segundos. Entonces decidí virar y regresar a la cala antes de que cayera la noche.

El capitán Spruck hizo una pausa y en sus ojos había una mirada reflexiva. Dejé que pensara y, después de un minuto, añadió:

– Alcé la vista hacia la vela y algo en el cielo, en dirección suroeste, captó mi atención. Era una brillante estela de luz que se elevaba hacia el cielo. La luz era de color rojizo anaranjado y pudo haber surgido de algún punto más allá del horizonte.

– ¿Alcanzó a oír algo?

– Nada. Calculé que esa estela luminosa se desplazaba hacia el nordeste, es decir, que procedía del océano, en dirección a tierra firme y ligeramente hacia mi posición. Ascendía describiendo un ángulo pronunciado, tal vez de 35 o 40 grados. Parecía estar acelerando, aunque resulta difícil afirmarlo debido a los ángulos y a la falta de referencias firmes. Pero si tuviese que calcular la velocidad que llevaba, yo diría que cerca de cien nudos.

– Y usted dedujo todo eso en… ¿cuántos segundos?

– En unos tres segundos. En la cabina de un cazabombardero sólo dispones de cinco segundos.

Conté mentalmente hasta tres y me di cuenta de que era más tiempo del que tienes para esquivar una bala.

El capitán Spruck añadió:

– Pero como les dije a los agentes del FBI en su momento, había demasiadas variables e incógnitas para que yo pudiese estar completamente seguro de mis cálculos. No sabía cuál era el punto de origen de ese objeto, o su tamaño exacto o la distancia a la que se hallaba de mí, de modo que la velocidad que llevaba era sólo una especulación.