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– ¿Es éste, básicamente, el mismo testimonio que usted dio a la señora Mayfield?

– Sí.

– ¿Le hizo buenas preguntas?

Me miró como si acabase de hacerle una pregunta estúpida, pero me respondió educadamente.

– Sí. -Y añadió-: Repasamos toda la secuencia de los acontecimientos durante más de una hora. Luego ella me dijo que regresaría y que, por favor, pensase en lo que había visto y la llamase si recordaba alguna otra cosa.

– ¿Y usted lo hizo?

– No. Dos hombres (agentes del FBI) me visitaron al día siguiente y me dijeron que pensaban hacer una entrevista complementaria y que la agente Mayfield estaba interrogando a otros testigos. Aparentemente, ella se dedicaba a hacer las entrevistas iniciales… había entre seiscientos y ochocientos testigos según un informe aparecido en las noticias, y aproximadamente doscientos de ellos vieron la estela de luz. Los otros sólo vieron la explosión.

– Sí, yo también lo leí. Y esos dos tíos… ¿consiguió averiguar sus nombres?

– Sí. Y también me dieron sus tarjetas.

El capitán Spruck sacó del bolsillo dos tarjetas y me las entregó. Encendí la luz de la lámpara que había en el escritorio y leí el nombre que figuraba en la primera. «Liam Griffith.» Me sorprendió, pero no demasiado. La segunda tarjeta, en cambio, sí me sorprendió. Era una tarjeta del FBI, pero el nombre que constaba en ella era el de un tío de la CIA. El señor Ted Nash, para ser precisos. Era el primer sujeto con quien me había encontrado en el caso de Plum Island, y con quien trabajé en el caso de Asad Khalil. Ted tenía muchos hábitos irritantes, pero había dos que destacaban por encima de los demás. El primero era su bolsillo repleto de tarjetas comerciales que lo identificaban como empleado de cualquier agencia del gobierno que se adaptase a sus propósitos o su ánimo del momento, y su segundo hábito irritante eran sus veladas amenazas de despedirme cada vez que yo le hacía enfadar, algo que era fácil y frecuente. En cualquier caso, Ted y yo habíamos dejado atrás nuestras diferencias, principalmente porque Ted estaba muerto.

– ¿Puedo quedarme con estas tarjetas? -le pregunté al capitán Spruck.

– Por supuesto. La señorita Mayfield me dijo que podía dárselas.

– Bien. ¿Y tiene la tarjeta de la señora Mayfield?

– No. El señor Nash se llevó su tarjeta.

– ¿En serio? Muy bien, ¿de qué le hablaron esos dos sujetos?

– Habían escuchado la cinta con las declaraciones que había hecho ante la señorita Mayfield y dijeron que querían volver sobre ellas.

– ¿Y en algún momento le entregaron una copia con la transcripción de la entrevista grabada para que usted la firmase?

– No, nunca.

«Eso no es lo habitual», pensé.

– Muy bien, esos tíos llevaban una grabadora, ¿verdad? -dije.

– Sí. Básicamente querían que repitiese lo que había declarado el día anterior.

– ¿Y usted lo hizo?

– Así es. Ellos intentaron encontrar contradicciones en lo que yo les decía y lo que le había dicho a la señorita Mayfield el día anterior.

– ¿Y las encontraron?

– No.

– ¿Le preguntaron si había estado bebiendo o ingiriendo alguna droga?

– Sí. Les dije que esa pregunta me parecía insultante. No tomo drogas y jamás salgo a navegar si he estado bebiendo.

– Yo sólo bebo cuando estoy acompañado o cuando estoy solo -dije para aliviar la tensión.

Le llevó tres segundos captar la broma y esbozó una sonrisa.

– En otras palabras -dije-, y no quiero que las interprete como algo peyorativo, trataron de desmontar su declaración.

– Supongo que sí. Me explicaron que era su trabajo hacer eso en el caso de que alguna vez rae citaran a declarar ante un tribunal.

– Eso es cierto. ¿Y cómo acabó la entrevista?

– Dijeron que volverían a ponerse en contacto conmigo y, mientras tanto, me aconsejaron seriamente que no hiciera ninguna declaración pública a los medios de comunicación ni se lo dijera a nadie en particular. Accedí a ello.

– ¿Volvió a verlos?

– Sí. Una semana más tarde. Con ellos venía un tercer hombre al que me presentaron como un tal señor Brown, de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte, aunque nunca me dio su tarjeta.

– ¿Y de qué hablaron en esa ocasión?

– De lo mismo. Repasamos mis declaraciones anteriores durante cerca de una hora (tiempo demasiado largo para un hecho que se produjo en menos de dos minutos) y grabaron nuevamente mi entrevista; trataron de nuevo de encontrar contradicciones en mi testimonio. Pero, en esta ocasión, me informaron de que pensaban que la explosión podía haber sido un accidente, provocado por una avería mecánica.

– ¿Qué clase de avería mecánica?

– No lo dijeron y yo tampoco lo pregunté.

– ¿Por qué?

– Porque yo sé lo que vi aquella noche.

– De acuerdo. De modo que usted está diciendo que lo que vio aquella noche (una estela de luz, posiblemente el rastro de ignición de un misil) y la posterior explosión del avión estaban relacionados.

– En realidad, yo nunca dije eso. ¿Cómo podría hacerlo? Si hubiese estado en un avión que volase a la misma altura, y a pocos kilómetros del 747, entonces quizá podría decir con un alto grado de certeza que realmente vi que un misil impactaba en el 747. Pero no puedo decir eso.

– Aprecio que se ciña a los hechos. De modo que, tal vez, esa estela de luz y la explosión del avión fuesen una coincidencia.

– Una coincidencia muy rara.

– Y, sin embargo, podría ser. ¿Cómo quedaron las cosas con esos tíos?

– Para entonces yo también tenía algunas preguntas que hacerles. Les pregunté por los avistamientos del radar, acerca de los otros testigos presenciales, sobre las maniobras militares que se estaban realizando en el océano aquella noche…

– ¿Qué maniobras militares?

– La noticia apareció en todos los medios. En el océano hay una zona militar de varios miles de kilómetros cuadrados llamada W-105, y aquella noche estaba activa para realizar maniobras.

– Sí, ahora lo recuerdo. ¿Y esos tíos contestaron a alguna de sus preguntas?

– No. Dijeron que no estaban autorizados a hablar sobre nada que estuviera relacionado con el incidente mientras se desarrollara la investigación.

– Eso es verdad. ¿Fueron amables al despedirse?

– Fueron educados, pero distantes -dijo-. Ese tío llamado Nash, sin embargo, no se mostró muy amable. Fue…

– ¿Condescendiente?-sugerí-. ¿Irritante? ¿Un capullo?

– Algo así.

Ése era mi Ted, que su alma se sienta como en casa allí donde se encuentre. Sólo Ted Nash podía conseguir que un graduado de Annapolis y piloto de caza veterano de guerra se sintiera incómodo.

– ¿Qué le dijeron antes de marcharse? -le pregunté al capitán Spruck.

– Volvieron a aconsejarme que no hiciera declaraciones públicas y dijeron que estarían en contacto conmigo.

– ¿Lo hicieron?

– No.

– Apostaría a que si usted hubiera hecho alguna declaración pública, ellos se habrían presentado ante su puerta muy pronto.

– Ellos entendieron que en mi posición, es decir, como oficial en la reserva activa, haría lo que el gobierno me pidiese.

Asentí antes de hacerle otra pregunta.

– O sea, ¿que usted dejó las cosas de ese modo? Quiero decir, ¿en su mente?

– Bueno… Supuse que la investigación seguiría adelante y que, si me necesitaban para algo, me llamarían. Había muchos otros testigos… Y después comenzaron a recuperar las partes del avión y a montarlo en Calverton… Imaginé que se estaban acercando a la verdad de lo que había sucedido aquella noche… Los agentes del FBI seguían interrogando a todo el mundo por aquí, preguntando por la presencia de sospechosos, gente que hubiese sacado embarcaciones de los puertos deportivos aquella noche, comprobaciones de los antecedentes de los pasajeros del avión… lo seguí todo por las noticias… fue una investigación masiva de todas las posibilidades imaginables… de modo que decidí esperar. Y sigo esperando -añadió.