– El avión de la TWA no estaba realizando ninguna maniobra evasiva.
– Por supuesto que no. No hubiese podido hacerlo; demasiado grande y demasiado lento. Pero mi argumento es que cualquier misil puede volverse cinético simplemente al quitarle la ojiva explosiva. -Me miró y añadió-: Podría ser el arma escogida si uno quisiera derribar un avión sin dejar ninguna prueba. Como lo que hacen los tíos de Operaciones Especiales.
Pensé en todo ello y me pregunté si el capitán Spruck había llegado, de manera correcta o equivocada, a la única explicación posible que encajaba con su versión y la del resto de los testigos presenciales.
– ¿Por qué cree que el FBI ni siquiera lo consideró? -le pregunté.
– No lo sé. Pregúnteles a ellos.
Sí, de acuerdo. Mi segunda pregunta al FBI sería: «¿Por qué me encuentro en esta pequeña habitación con esas luces tan intensas?»
– ¿Cree usted que hay un misil en alguna parte allí fuera? -le pregunté al capitán Spruck.
– Disparé una flecha al aire, y dónde cayó, no lo sé -contestó.
– ¿Es eso un «sí»?
– Creo que en el fondo del océano se encuentran los restos de un misil cinético relativamente intacto. Tenía probablemente cuatro metros de largo, era delgado y quizá negro. Se encuentra a varios kilómetros de distancia de la zona donde estuvieron trabajando los submarinistas del FBI y la Marina, y de donde operaron los barcos que dragaron el fondo del mar. Y nadie está buscando ese misil porque no creen que exista, y también porque, aunque lo creyeran, estaríamos hablando de encontrar la famosa aguja del pajar.
– ¿Qué tamaño tiene ese pajar?
– Si se especula sobre la trayectoria que siguió el misil después de haber pasado a través del avión y caído en el océano, podríamos estar hablando de aproximadamente ciento cincuenta kilómetros cuadrados de lecho oceánico -dijo-. Que sepamos, podría haber llegado a Fire Island y enterrarse profundamente en la arena. El orificio de entrada pasaría inadvertido y haría mucho tiempo que la arena habría rellenado ese agujero.
– Bien… si eso es verdad, nadie estaría dispuesto a organizar una búsqueda de varios miles de millones de dólares para encontrar ese chisme.
El capitán Spruck, obviamente, ya había pensado en ello.
– Creo que lo harían -dijo- si el gobierno estuviese convencido de que ese misil existe realmente.
– Bueno, ése es el problema precisamente, ¿verdad? Quiero decir, han pasado cinco años, el caso está oficialmente cerrado, hay un nuevo inquilino en la Casa Blanca y la pasta escasea. Pero hablaré con mi congresista cuando descubra quién es.
El capitán Spruck ignoró mi comentario.
– ¿Cree usted en esta posibilidad? -preguntó.
– Eh… sí, pero lo que yo crea no importa. El caso está cerrado y ni siquiera una gran teoría conseguirá reabrirlo. Alguien necesitaría hechos y pruebas sólidos para que esos submarinistas y barcos de arrastre vuelvan a esa zona… o para cubrirlo todo de detectores de metales.
– No tengo más prueba que mis ojos y ningún hecho salvo mi investigación sobre misiles.
– Eso es cierto. -El capitán Spruck, retirado, podía tener demasiado tiempo, pensé-. ¿Está casado?
– Sí.
– ¿Qué piensa su esposa de todo esto?
– Cree que he hecho todo lo que he podido. ¿Sabe lo frustrante que puede llegar a ser todo esto? -me preguntó.
– No, dígamelo.
– Si hubiese visto lo que yo vi, lo entendería.
– Es probable. ¿Sabe?, creo que la mayoría de las personas que vieron lo mismo que usted han seguido adelante con sus vidas.
– Nada me gustaría más. Pero estoy muy preocupado por esto.
– Capitán, creo que se lo está tomando de un modo personal, y está molesto porque está muy seguro de sí mismo, y por primera vez en su vida nadie le toma en serio.
El capitán Spruck no respondió.
Eché un vistazo al reloj.
– Bueno, gracias por haber dedicado parte de su tiempo a hablar conmigo, capitán. ¿Puedo llamarle si tengo más preguntas o se me ocurre alguna otra cosa?
– Sí.
– Por cierto, ¿conoce al grupo llamado FIRO?
– Por supuesto.
– ¿Es usted miembro del grupo?
– No.
– ¿Por qué no?
– No me lo han pedido.
– ¿Por qué no?
– Ya se lo he dicho… nunca hice declaraciones públicas. Si las hubiera hecho, estarían encima de mí.
– ¿Quiénes?
– Los de la FIRO y el FBI.
– Téngalo por seguro.
– No estoy buscando publicidad, señor Corey. Estoy buscando la verdad. Justicia. Supongo que usted también.
– Sí, bueno… la verdad y la justicia están bien. Pero son difíciles de encontrar.
No me contestó, y yo le pregunté, como mera formalidad:
– ¿Estaría dispuesto a testificar ante alguna especie de audiencia oficial?
– He estado esperando eso durante cinco años.
Nos estrechamos las manos, me volví y eché a andar hacia la puerta del mirador. A mitad de camino me volví y miré al capitán Spruck.
– Nunca hemos tenido esta conversación -le recordé.
CAPÍTULO 8
Encontré a Kate dentro del coche hablando por su teléfono móvil.
– Tengo que marcharme. Te llamaré mañana.
Entré en el coche y le pregunté:
– ¿Quién era?
– Jennifer Lupo. Del trabajo.
Puse el coche en marcha y me dirigí hacia la puerta del recinto.
– ¿Cómo ha ido? -quiso saber.
– Interesante.
Viajamos en silencio durante unos minutos por la estrecha y oscura carretera que nos alejaba del puesto de la Guardia Costera.
– ¿Hacia dónde? -pregunté.
– Calverton.
Eché un vistazo al reloj del salpicadero. Eran casi las once de la noche.
– ¿Es la última, última, parada? -pregunté.
– Lo es.
Nos dirigimos hacia Calverton, que es una pequeña ciudad que se alza en la costa norte de Long Island, y donde tenía su emplazamiento una antigua instalación naval y aérea la compañía Grumman, adonde fueron transportadas en camiones los miles de piezas del Boeing 747 de la TWA para su reconstrucción. No estaba seguro de por qué necesitaba visitar ese lugar, pero supuse que me iría bien verlo.
Decidí no abrir la boca. Cuanto menos dijese, mejor. Encendí la radio, busqué una emisora que ponía viejos éxitos y escuché a Johnny Mathis cantando The Twelfth of Never. Hermosa canción, gran voz.
Hay momentos en los que deseo llevar una vida normal; no llevar un arma, ni una placa ni la responsabilidad. Después de abandonar el Departamento de Policía de Nueva York, en unas tensas circunstancias, podría y debería haber dejado el trabajo de hacer cumplir la ley. Pero mi estúpido ex compañero, Dom Fanelli, me metió en la ATTF.
Al principio lo consideré un paso intermedio hacia la vida civil. Quiero decir, lo único que echaba de menos del Departamento de Policía de Nueva York era a mis compañeros, la camaradería y todo eso. Y en la ATTF había muy poco de eso. Los federales son unos tíos extraños. Con excepción de la persona que ocupaba el asiento del acompañante.
Y hablando de ello, mi relación con la agente especial Mayfield había nacido y se había alimentado al calor del trabajo tan importante que estábamos haciendo. De modo que me pregunté si nuestro matrimonio sería capaz de sobrevivir si yo aceptaba un trabajo en un barco de pesca mientras ella seguía cazando terroristas.
Era suficiente introspección por ese mes. Cambié el dial mental a cuestiones más inmediatas.
Los dos sabíamos que habíamos cruzado la línea que separaba la investigación asignada y autorizada por la ley del fisgoneo independiente e ilegal. Podíamos dejarlo ahora y probablemente quedar impunes por lo que habíamos hecho desde la ceremonia en memoria de las víctimas del accidente aéreo. Pero si continuábamos viaje hacia Calverton, y si continuábamos siguiendo este rastro, perderíamos nuestros empleos y nos procesarían. Tal vez mi ex esposa, Robin, nos defendería gratis. Debería haber incluido ese punto en mi acuerdo de divorcio.