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– ¿Ha mencionado ese hombre que Liam Griffith y Ted Nash mantuvieron con él una entrevista complementaria? -preguntó Kate.

Indiqué que sí con la cabeza.

– ¿Te ha parecido que su versión era precisa?

– Ha tenido cinco años para trabajar en ella.

– Spruck había tenido apenas dieciséis horas para trabajar en ella antes de que yo lo entrevistara y aún estaba un poco conmocionado. Me convenció -dijo Kate-. Llevé a cabo otras once entrevistas con testigos presenciales de lo que había ocurrido aquella noche. Todos corroboraron básicamente las versiones de los demás, y no se conocían entre ellos.

– Sí. Lo entiendo.

Seguimos viajando durante otros veinte minutos mientras la emisora de antiguos éxitos seguía emitiendo canciones que te transportaban a los bailes del instituto y las cálidas noches de verano en las calles y aceras de Nueva York, una época anterior a los detectores de metales en los aeropuertos, una época anterior a que los aviones fueran volados en pedazos en el cielo por personas llamadas terroristas. Una época en la que la única amenaza que pesaba sobre Estados Unidos se encontraba muy lejos de aquí, no tan cerca como parecía estar llegando.

– ¿Puedo quitar eso? -preguntó Kate. Apagó la radio y dijo-: A pocos kilómetros de aquí se encuentra el Laboratorio Nacional Brookhaven. Ciclotrones, aceleradores lineales, cañones láser y partículas subatómicas.

– Me he perdido después de la palabra laboratorio.

– Existe una teoría, o más bien una sospecha, de que, aquella noche, ese laboratorio estaba experimentando con un artilugio generador de plasma (un rayo mortal) y que ésa fue la estela de luz que derribó el TWA 800.

– Bien, entonces haremos un alto en el camino y les preguntaremos sobre el tema. ¿A qué hora cierran?

Ella pasó de mi comentario, como siempre, y continuó.

– Hay siete teorías principales en torno a este suceso. ¿Quieres escuchar la teoría de las burbujas de gas metano submarinas?

Tuve una inquietante imagen en la que aparecían ballenas en un vestuario submarino tirándose pedos.

– Tal vez más tarde -dije.

Kate me indicó que continuase por una larga carretera que conducía a un enorme portón y una caseta de guardas. Un guarda jurado nos detuvo y, como había sucedido en el puesto de la Guardia Costera, el tío hizo como que no me veía y echó un vistazo a la placa federal de Kate. Luego nos indicó que podíamos continuar.

Entramos en una gran extensión de terreno casi despojado de árboles, con unos pocos edificios de aspecto industrial aquí y allá, un montón de reflectores y al menos dos largas pistas de aterrizaje de cemento.

Por el espejo retrovisor pude ver que el guarda jurado hablaba por un teléfono móvil o un walkie-talkie. Le dije a Kate:

– Recuerdas aquel episodio de «Expediente X» en el que Mulder y Scully entran en esa instalación secreta y…

– No quiero oír hablar de «Expediente X». La vida no es un episodio de «Expediente X».

– La mía lo es.

– Prométeme que, durante un año, no volverás a hacer más comparaciones con un episodio de «Expediente X».

– Escucha, Kate, no fui yo quien empezó a hablar de rayos de plasma mortales o de burbujas submarinas de gas metano.

– Gira aquí. Para delante de ese hangar.

Conduje hasta una pequeña puerta que había junto a las enormes puertas correderas de un hangar.

– ¿Cómo haremos para pasar a través de esas puertas con guardas jurados? -le pregunté a Kate.

– Tenemos las credenciales adecuadas.

– Vuelve a intentarlo.

Permaneció un momento en silencio.

– Obviamente, esto estaba arreglado -dijo finalmente.

– ¿Por quién?

– Hay gente… gente del gobierno que no está satisfecha con la versión oficial de los hechos.

– ¿Una especie de movimiento clandestino? ¿Una organización secreta?

– Gente.

– ¿Existe algún pacto secreto?

Kate abrió la puerta y se dispuso a salir del coche.

– Espera un momento -dije.

Ella se volvió.

– ¿Perteneces a ese grupo, FIRO?

– No. No pertenezco a ningún grupo excepto al FBI.

– No es eso lo que acabas de decir.

– No se trata de ninguna organización -dijo-. No tiene nombre. Pero si lo tuviese, se llamaría «Gente que cree a doscientos testigos presenciales». -Me miró y agregó-: ¿Vienes o no?

Apagué el motor y las luces, y la seguí.

Encima de la pequeña puerta había una luz que iluminaba un cartel que decía «Sólo personal autorizado».

– Aquí es donde Grumman solía construir el caza F-14 -dijo Kate-, de modo que era un buen lugar para reconstruir el 747.

Hizo girar el pomo de la puerta y entramos en el enorme hangar. Tenía el suelo de madera tan brillante que hacía que pareciera más un gimnasio que un hangar de aviones. La zona donde nos encontrábamos estaba a oscuras, pero en la parte trasera del hangar había varias filas de luces fluorescentes. Debajo de esas luces se encontraba el Boeing 747 de Trans World Airlines reconstruido.

Permanecimos en la oscuridad contemplando aquel aparato. Fue una de las pocas veces en mi vida que me he quedado sin habla.

El fuselaje pintado de blanco brillaba bajo las luces y, sobre la superficie desgarrada de aluminio de la parte izquierda, frente a nosotros, se leían las letras rojas «ANS WOR».

La sección delantera y la cabina estaban separadas del fuselaje principal, las alas reconstruidas yacían sobre el pulido suelo de madera del hangar, y la sección de la cola descansaba a la derecha, separada también de la sección principal del fuselaje. Así es como se había partido el avión.

En el suelo había esparcidas unas enormes lonas sobre las cuales se veían cables y otros restos que no pude identificar.

– Este lugar es tan grande que la gente utilizaba bicicletas para moverse por él y ganar tiempo -dijo Kate.

Caminamos lentamente a través del hangar en dirección al esqueleto de esa máquina gigante.

Cuando nos acercamos comprobé que todas las ventanillas habían sido despojadas de sus marcos y también pude ver las piezas separadas que habían sido meticulosamente unidas. Algunas eran enormes, del tamaño de la puerta de un granero, algunas más pequeñas que un plato de postre.

La sección central, donde había estallado el depósito de combustible, era la más dañada, con enormes grietas en la cubierta de aluminio.

Nos detuvimos a unos diez metros del avión y alcé la vista para contemplarlo. Apoyado en el suelo del hangar, incluso sin su tren de aterrizaje, era tan alto como un edificio de tres pisos desde la panza hasta el lomo.

– ¿Cuánto tiempo llevó esto? -le pregunté a Kate.

– Unos tres meses, desde el principio hasta el final -contestó.

– ¿Por qué sigue aquí después de cinco años?

– No estoy segura… pero he oído de manera no oficial que se ha tomado la decisión de enviar el avión a un desguace. Eso irritará a mucha gente que aún no está satisfecha con el informe final, incluyendo a familiares de las víctimas, quienes vienen aquí todos los años antes de asistir a la ceremonia en la playa. Estuvieron aquí esta mañana.

Asentí.

Kate contempló el avión reconstruido.

– Yo estuve aquí cuando iniciaron la reconstrucción… construyeron andamios, estructuras de madera y mallas de alambre para unir las diferentes piezas… La gente que participaba en los trabajos comenzó a llamarlo Jetasaurus Rex. Hicieron un trabajo increíble.

Resultaba difícil digerir todo esto; en un aspecto era un gigantesco avión comercial, la clase de objeto que no necesitabas estudiar para saber qué era. Pero, de alguna manera, esa cosa era más grande que la suma de sus partes. Ahora advertía los enormes neumáticos chamuscados, los montantes del tren de aterrizaje retorcidos, los cuatro enormes motores de reacción colocados en fila lejos del avión, las alas apoyadas en el suelo de madera, los cables de colores repartidos por todas partes y el aislamiento de fibra de vidrio extendido siguiendo una suerte de modelo. Absolutamente todo tenía etiquetas o estaba marcado con tiza.