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– Creo que tenemos toda la playa sólo para nosotros -dijo Bud.

– Eso fue lo que te dije.

Jill rodeó el Explorer y abrió el maletero. Bud se reunió con ella y entre ambos sacaron algunas cosas, entre ellas, una manta, una pequeña nevera, una cámara de vídeo y un trípode.

Encontraron una pequeña hondonada entre dos altas dunas cubiertas de hierba y Jill extendió la manta y dejó la nevera mientras Bud instalaba el trípode y la cámara de vídeo. Quitó el protector de la lente, miró a través del visor y apuntó la cámara hacia Jill, quien estaba sentada, descalza y con las piernas cruzadas sobre la manta. Los últimos destellos del sol poniente iluminaban la escena y Bud ajustó el zoom y pulsó el botón de grabar.

Se reunió con Jill sobre la manta mientras ella descorchaba una botella de vino blanco, frío. Él sacó dos copas de la nevera y ella las llenó.

Brindaron.

– Por los atardeceres de verano, por nosotros, juntos -dijo él.

Luego bebieron y se besaron.

Ambos eran conscientes de la presencia de la cámara de vídeo, que estaba grabando sus imágenes y voces. Se mostraban un tanto cohibidos. Jill fue la primera en romper el hielo.

– ¿Vienes aquí a menudo? -preguntó.

Bud sonrió antes de responder.

– Es la primera vez. ¿Y tú?

Ambos sonrieron y el silencio se volvió casi incómodo. A Bud no le gustaba que la cámara estuviera enfocándolos, pero podría ver el lado positivo, más tarde, cuando regresaran a la habitación del hotel en Westhampton y disfrutasen de la cinta mientras hacían el amor en la cama. Tal vez no fuese una idea tan mala.

Bebieron una segunda copa de vino y, consciente de que la luz menguaba rápidamente, Jill puso manos a la obra. Dejó su copa en la nevera, se levantó y se quitó el top.

Bud también se levantó y se quitó la camisa.

Jill dejó caer sus pantalones cortos de color caqui y los apartó con el pie. Se quedó de pie unos segundos cubierta solamente con el sujetador y las bragas mientras Bud se desvestía. Luego se quitó el sujetador y deslizó las bragas hacia los tobillos. Miró a la cámara, alzó los brazos en el aire, se giró un par de veces para mostrarse bien y exclamó:

– ¡Tachán!

Luego hizo una reverencia ante la cámara.

Se abrazaron y comenzaron a besarse mientras sus manos recorrían sus cuerpos desnudos.

Jill se encargó de mover a Bud hacia los ángulos más adecuados para que el objetivo los captase, luego se volvió hacia la cámara y dijo:

– Mamada. Toma uno.

Se puso de rodillas y comenzó a practicarle sexo oral.

Bud se puso rígido y sintió que se le aflojaban las rodillas. No sabía muy bien qué hacer con las manos, de modo que las apoyó sobre la cabeza de Jill y deslizó los dedos por su pelo liso y castaño.

Jill se meció sobre sus caderas y volvió a mirar hacia la cámara. Hizo un gesto con la mano y dijo:

– Corten. Escena dos. -Se apoyó sobre las manos y las rodillas mirando a la cámara.

Bud esbozó una sonrisa forzada, sabiendo que la cámara estaba captando la expresión de su rostro. Él quería parecer feliz cuando contemplasen las imágenes más tarde. Pero, a decir verdad, se sentía entre incómodo y estúpido.

Podía mostrarse un tanto tosco con los demás, mientras que ella era habitualmente afable y reservada, siempre con una sonrisa o alguna ocurrencia. En la cama, sin embargo, él no dejaba de sorprenderse con sus fantasías sexuales.

Ella sintió que él estaba a punto de correrse, se apartó y se tendió de espaldas.

– Escena tres. Vino, por favor -dijo.

Bud estiró el brazo y cogió la botella.

Ella se echó hacia atrás y levantó las piernas.

– Hora de catar a la chica. -Jill abrió las piernas y añadió-: Échamelo por encima.

Bud dejó caer el líquido blanco entre las piernas de Jill y luego, sin más indicaciones, enterró su lengua en ella.

Ahora Jill respiraba agitadamente, pero aun así se las ingenió para decir:

– Espero que hayas apuntado la cámara en la dirección correcta.

Bud alzó la cabeza para respirar y echó un vistazo a la cámara.

– Sííí.

Ella cogió la botella y echó el resto del vino sobre su cuerpo desnudo.

– Lame.

Él lamió el vino que se derramaba por su vientre duro y sus pechos, y deslizó la lengua por sus pezones.

Después de unos minutos, ella se sentó en la manta y dijo:

– Estoy toda pringosa. Vamos a darnos un baño.

Bud se puso de pie.

– Creo que sería mejor que nos marchásemos. Nos ducharemos en el hotel.

Ella no hizo caso, subió a la cima de la duna que los protegía y contempló el océano.

– Venga. Coloca la cámara aquí arriba, para que pueda filmarnos cuando nos bañemos desnudos.

Bud sabía que era mejor no discutir, de modo que se dirigió hacia la cámara e interrumpió la filmación. Cogió cámara y trípode y los llevó hasta la parte superior de la duna, donde enterró las patas del trípode en la arena.

Bud miró la arena, el océano y el cielo. El horizonte aún estaba débilmente iluminado por los últimos rayos de sol, pero ahora el color del agua oscilaba entre el azul oscuro y el morado. En el cielo habían aparecido las primeras estrellas. Bud advirtió las luces centelleantes de un avión que volaba a gran altura y el brillo de un barco de grandes dimensiones que se recortaba en el lejano horizonte. La brisa soplaba ahora con más fuerza y enfriaba su cuerpo desnudo y cubierto de sudor.

Jill miró a través del visor y ajustó el fotómetro para luz escasa, luego fijó el autofoco en infinito y el control de zoom en máximo. Pulsó el botón para grabar y dijo:

– Esto es tan hermoso…

– Tal vez no deberíamos bajar a la playa desnudos -dijo Bud-. Podría haber gente.

– ¿Y qué? Siempre que no los conozcamos… ¿a quién le importa?

– Sí, pero cojamos algo de ropa…

– Vive peligrosamente, Bud.

Jill echó a correr entre saltos por la ladera de la duna, hasta llegar a la playa.

Bud la observó, maravillado ante su cuerpo de formas perfectas, mientras ella continuaba su carrera hacia el mar.

Jill se volvió y gritó:

– ¡Venga!

Él también se lanzó por la ladera de la duna y corrió por la playa hacia donde estaba Jill. Se sintió estúpido corriendo desnudo por la arena y con su cosa agitándose en el aire.

La alcanzó cuando ella entraba en el agua y Jill se volvió hacia la cámara, que estaba registrando la escena desde lo alto de la duna. Agitó la mano y gritó:

– Bud y Jill nadando entre los tiburones.

Luego cogió a Bud de la mano y ambos se adentraron en las tranquilas aguas del océano.

El escalofrío inicial dejó paso a una agradable sensación de limpieza. Se detuvieron cuando el agua salada les llegó a las caderas y ambos se mojaron el uno al otro por delante y por detrás.

Jill se quedó contemplando el océano.

– Esto es realmente mágico.

Bud estaba junto a ella y ambos permanecieron hipnotizados por el mar, suave y cristalino, y el cielo rojizo que se extendían ante ellos.

Bud reparó, a su derecha, en las luces titilantes de un avión, aproximadamente a doce o quince kilómetros de Fire Island y a una altitud de tal vez cuatro o cinco mil metros. Bud continuó observando el avión a medida que se acercaba. Los últimos rayos del sol crepuscular se reflejaban en sus alas. El aparato dejaba un rastro de cuatro estelas blancas en el cielo azul oscuro y Bud supuso que había despegado del aeropuerto Kennedy, situado a unos cien kilómetros al oeste, y que se dirigía a Europa. El momento era propicio para el romance, de modo que dijo:

– Me gustaría estar en ese avión contigo, viajando a París o Roma.

Ella se echó a reír.

– Estás muerto de miedo cuando te marchas una hora a un motel escondido. ¿Cómo explicarías un viaje a París o Roma?