Kate pareció reflexionar por un momento antes de recordarme:
– A ti te gustan las pruebas forenses. Sidney te ha dado pruebas forenses. ¿Te gustan?
– La prueba forense es la mejor -contesté-, pero tiene que guardar alguna relación con otros hechos. En una ocasión trabajé en un caso donde las únicas huellas digitales en el arma del crimen coincidían con las de un tío que se encontraba a más de mil kilómetros de distancia del lugar de los hechos cuando el arma fue disparada. Y luego tienes las teorías que intentan unir todas las piezas de un rompecabezas. Aquí lo que no tenemos es un sospechoso principal a quien pueda meter solo en una habitación. De modo que, sin eso, los policías, y supongo que los agentes del FBI también, se sintieron muy frustrados y comenzaron a tratar a los testigos como sospechosos, y los tíos del departamento forense se impacientaron y se pusieron a la defensiva y, antes de que te des cuenta, el caso empieza a enturbiarse.
– ¿Qué haces entonces?
– Bueno, vuelves a comenzar desde el principio.
– O buscas a otro detective que vea y escuche todo con los ojos y los oídos frescos.
– A veces.
– ¿Y bien?
– Bueno… lo pensaré -dije.
Echamos a andar de regreso a la parte posterior del avión, esta vez por el pasillo de la izquierda.
– Hechos y testigos a un lado -dijo Kate-, ¿qué es lo primero que te viene a la cabeza?
– Dame una pista.
– Tu tema menos preferido.
Descendí por la escalera de madera, queriendo alejarme del avión, que no era solamente lúgubre, sino increíblemente triste.
Kate me siguió y atravesamos el hangar en dirección a la puerta.
– ¿John?
– Estoy pensando.
Abandonamos el hangar y salimos al aire fresco de la noche, donde me sentí inmediatamente mejor. Subí al coche y Kate hizo lo propio y se acomodó en el asiento del acompañante. Puse en marcha el motor, encendí las luces y rae dirigí hacia la puerta del recinto.
– La CIA. ¿Por qué fue la CIA y no el FBI quien hizo la animación? -le dije a Kate al cabo de un rato.
– Esa es la pregunta del millón.
– ¿Qué tenía que ver la CIA con este caso?
– Al principio, cuando aún estaba caliente la teoría de la bomba o el misil, estaban por todas partes, buscando terroristas extranjeros.
– Los terroristas extranjeros -señalé-, si están en territorio de Estados Unidos, caen bajo la jurisdicción del FBI.
– Correcto. Pero, como bien sabes, en nuestra organización hay gente de la CIA. Recuerdas a Ted Nash.
– Recuerdo a Ted. También recuerdo que saliste a cenar con él varias veces.
– Una vez.
– Lo que sea. ¿Por qué interrogó al capitán Spruck? -pregunté.
– No lo sé. Pero fue bastante inusual.
– ¿Qué te contó Ted en la cena?
– John, no te obsesiones con mi única cita con Ted Nash -dijo Kate-. Nunca hubo nada entre nosotros -añadió.
– No me importa si lo hubo. Ted está muerto -dije.
Kate volvió al tema principal y dijo:
– Después de que el FBI y la NTSB llegasen a la conclusión de que la caída del avión había sido un accidente, la CIA tendría que haber desaparecido de escena. Pero nunca lo hicieron realmente, y fue la CIA la que se encargó de hacer esa animación que pasaron en la tele. Nunca entendí por qué lo hicieron, y tampoco nadie en el FBI. La versión extraoficial fue que el FBI no quería que lo relacionaran con esa animación.
– ¿Por qué no?
– Supongo que porque era demasiado especulativa. Rizaban el rizo. Planteaba más interrogantes de los que respondía y enfureció a muchos de los testigos presenciales de los hechos, quienes afirmaron que esa animación no se parecía en nada a lo que ellos habían visto aquella noche. Esa animación no hizo más que encrespar los ánimos.
– Esos tíos son más arrogantes que inteligentes -comenté.
Atravesamos las puertas del recinto y Kate me dirigió hacia la autopista de Long Island.
– Necesito volver a ver esa animación.
– Yo conservo una copia.
– Bien. -Pensé un momento y añadí-: Lo que realmente estamos buscando es a esa pareja que estuvo en la playa. Y ojalá se filmaran haciendo picardías. Y quiera Dios que esa cinta, si existió alguna vez, todavía exista, y que en alguna parte detrás de las nalgas desnudas de esa pareja podamos ver lo que le sucedió al vuelo 800… y que esa cinta no coincida con la animación de la CIA.
– Eso es prácticamente todo lo que nos queda y que podría servir para superar todas las pruebas contradictorias y reabrir este caso -dijo Kate-. O también podría reabrirse si alguna persona u organización hiciera una declaración creíble de que fueron ellos los que derribaron el avión.
– ¿Algunos grupos terroristas de Oriente Medio no se atribuyeron el atentado en aquella época?
– Sólo los sospechosos habituales -dijo Kate-. Pero ninguno de ellos disponía de información interna que pudiese conceder credibilidad alguna a sus afirmaciones. Ni siquiera era correcta la información pública que manejaban. Básicamente, nadie creíble se adjudicó la autoría. Y eso concede cierto crédito a la conclusión del fallo mecánico. Por otra parte, hay nuevos grupos terroristas a los que no les importa reclamar la autoría de un atentado. Sólo les importan la muerte y la destrucción. Como ese Bin Laden y su grupo Al Qaeda.
– Eso es verdad. -Volví a pensar en esa pareja de la playa y le pregunté a Kate-. ¿Por qué no pudiste encontrar a Romeo y Julieta?
– No me pidieron que los encontrase.
– Dijiste que conocías el nombre del hotel donde habían estado alojados.
– Así es. -Karen permaneció un momento en silencio antes de continuar-. Para decirte la verdad, yo no estuve directamente implicada en esa parte de la investigación. Simplemente vi ese informe que había redactado un oficial de la policía local y realicé algunas llamadas por iniciativa propia. Luego todo se precipitó.
– Comprendo… o sea ¿que no sabes qué pasó con esa pista?
– No.
– Tal vez encontraron a esa pareja -dije tras pensar un momento.
– Tal vez.
– Tal vez no había ninguna cinta de los hechos en cuestión.
– Tal vez no.
– Tal vez la había, pero la pareja decidió destruirla.
– Tal vez.
– Tal vez la CIA consiguió la cinta y destruyó a la pareja.
Kate no contestó.
Yo no creo en teorías conspiradoras, especialmente entre empleados del gobierno o los militares, quienes no son capaces de ponerse de acuerdo en nada, no son capaces de guardar secretos y no se sienten inclinados a hacer absolutamente nada que pudiese poner en peligro sus trabajos y sus pensiones.
La única excepción a todo eso era la CIA. Ellos viven, respiran y aman el engaño, las conspiraciones, los secretos y las actividades ilegales indefinidas. Para eso les pagan.
A pesar de todos mis problemas con el FBI, debo admitir que eran buenos tiradores, buenos ciudadanos y gente que hacía cumplir la ley a rajatabla, como mi amada esposa, quien estaba a punto de sufrir un pequeño ataque de nervios porque había dado un paso más allá de la raya.
Kate dijo, como si estuviese hablando consigo misma:
– Si seguimos con esto, no pasará mucho tiempo antes de que caigan sobre nosotros.
No contesté.
– ¿A casa? -pregunté.
– A casa.
Me metí en la autopista de Long Island por la rampa que llevaba al oeste y regresamos a Manhattan. El tráfico era fluido a esa hora de la noche. Pasé al carril exterior y aceleré más allá del límite de velocidad.
Yo era el que solía perseguir a la gente, pero mi mundo ha cambiado, de modo que miré por el espejo retrovisor y los espejos laterales, luego crucé súbitamente dos carriles y abandoné la autopista en la siguiente salida.
Nadie nos seguía.