– Estoy segura de que era una de las posibilidades que barajaron. Pero se mantuvieron muy tranquilos y trataron de aparentar que todo no había sido más que un pequeño error de juicio por mi parte. Incluso me felicitaron por haber demostrado iniciativa.
– ¿Conseguiste un ascenso?
– Conseguí una sugerencia, amable pero firme, de que debía trabajar en equipo. Me dijeron que había otros agentes trabajando en esa pista, y que yo debía continuar haciendo entrevistas a los testigos y limitarme a esas tareas.
– Te libraste de una buena. En una ocasión, uno de mis jefes me arrojó un pisapapeles.
– Nosotros somos más sutiles. En cualquier caso, recibí el mensaje y también supe que había dado con algo.
– ¿Y por qué no seguiste adelante?
– Porque me habían ordenado que no lo hiciera. ¿No has oído lo que acabo de contarte?
– Ah, sólo estaban poniéndote a prueba para ver de qué madera estabas hecha. Ellos querían que tú les dijeras que no pensabas dejarlo.
– Sí, seguro. -Kate lo pensó un momento y luego añadió-: En ese momento sólo supuse que si algo salía de todo esto, aparecería en algún memorando interno seguido de una conferencia de prensa. Hace cinco años no pensaba en encubrimientos ni conspiraciones.
– Pero ahora sí.
Ella no contestó a eso, pero en cambio dijo:
– Todos los que intervinieron en este caso se sintieron profundamente afectados por él, pero sé que los encargados de entrevistar a los testigos quedaron afectados de una manera diferente. Nosotros fuimos los que hablamos con las personas que presenciaron los hechos, doscientas de ellas describieron lo que creyeron que era un misil o un cohete. Ninguno de nosotros pudo conciliar totalmente lo que habíamos oído de boca de los testigos con la animación de la CIA o el informe final. Los peces gordos de la ATTF estaban teniendo problemas con los entrevistadores y yo no fui la única a quien llamaron a esa oficina.
– Interesante -dije-. ¿Cómo funcionaba lo de las entrevistas? -pregunté.
– Al principio todo era un caos -contestó Kate-. Cientos de personas pertenecientes a las fuerzas de tarea del FBI y el Departamento de Policía de Nueva York fueron enviadas de Manhattan al East End de Long Island en veinticuatro horas. No había suficientes lugares donde alojarse. Algunos agentes se vieron obligados a dormir en sus coches, se requisaron moteles, las instalaciones de la Guardia Costera fueron utilizadas como dormitorios y algunos agentes se marchaban a casa por la noche si vivían cerca. Yo dormí en una oficina en el puesto de la Guardia Costera de Moriches durante dos noches junto con otras cuatro mujeres, luego me consiguieron una habitación en un hotel con otro agente del FBI.
– ¿Quién?
– No me preguntes los nombres de las personas con las que trabajé en este caso. Realmente yo no buscaba nombres de agentes del FBI. No querían hablar conmigo. Pero sí que me interesaban los nombres de los policías de Nueva York.
– ¿Trabajaste con alguien del Departamento de Policía de Nueva York?
– Con algunos, al empezar. Más de setecientos testigos reales y aproximadamente cincuenta testigos marginales. Y, al principio, no pudimos determinar qué testigos habían visto una estela de luz y qué otros sólo habían visto la explosión y los restos incandescentes que caían al mar. Finalmente, clasificamos a los testigos según su grado de credibilidad y el aspecto del accidente que habían visto. A los pocos días, teníamos a doscientos testigos que afirmaban haber visto una estela de luz en el cielo.
– Y ésos fueron los testigos que interrogó el FBI.
– Correcto. Pero al principio, con toda la confusión reinante, el Departamento de Policía de Nueva York se hizo cargo de un montón de buenos testigos, y el FBI consiguió un montón de malos testigos.
– Qué terrible.
Kate hizo caso omiso de mi comentario y continuó con su explicación.
– Entonces decidimos dividirlos en grupos y los testigos que habían visto la estela de luz fueron entrevistados sólo por el FBI. A continuación, los testigos escogidos (alrededor de veinte personas que se mostraban muy insistentes en lo de la estela de luz que había surgido del océano), como el capitán Spruck, fueron asignados a un escalón superior del FBI.
– Y la CIA. Como Ted Nash.
– Aparentemente.
– ¿Alguno de esos testigos sufrió algún desafortunado accidente?
Kate sonrió.
– Ninguno. Lo siento.
– Bueno, mi teoría se va al garete.
Pensé en todo esto y comprobé lo que había descubierto a partir de mi experiencia y observación recientes: los detectives del Departamento de Policía de Nueva York que trabajaban para la ATTF recibían la mayor parte del duro trabajo preliminar. Cuando daban con algo importante, se lo pasaban a un agente del FBI. Eso complacía a Dios.
– Apuesto a que esos entrevistadores -del FBI y del NYPD- que habían tenido la experiencia de hablar con los testigos que vieron esa estela de luz son los que forman el núcleo de los que creen que no fue un accidente.
– No existe ningún grupo.
Kate se levantó y fue al dormitorio a vestirse para ir al trabajo.
Yo acabé mi café y también regresé al dormitorio.
Me coloqué la Glock de 9 mm en la sobaquera, una pistola que rae pertenece y que es una copia de la que llevaba cuando era policía. Kate hizo lo propio con su Glock, que es una pistola calibre 40, pistola con licencia del FBI. La suya es más grande que la mía, pero yo soy un tío muy seguro de mí, de modo que no me molesta demasiado.
Nos pusimos nuestras chaquetas, ella cogió su maletín y abandonamos el apartamento.
Tenía en la cabeza la imagen de seis tíos de la OPR en el número 26 de Federal Plaza haciendo crujir los nudillos mientras esperaban nuestra llegada.
CAPÍTULO 14
Nuestro conserje, Alfred, nos consiguió un taxi e iniciamos nuestro viaje de media hora por el centro de la ciudad en dirección a nuestro lugar de trabajo, en el 26 de Federal Plaza, en el Lower Manhattan. Eran las nueve de la mañana y el tráfico, tras la hora punta, comenzaba a volverse más fluido en ese caluroso y soleado día de julio.
Se supone que no debemos hablar de ningún tema sensible en un taxi, especialmente si el nombre del conductor es Abdul, que era el nombre que figuraba en su licencia, de modo que, para matar el tiempo, le pregunté a Abduclass="underline"
– ¿Cuánto tiempo lleva en este país?
Me miró brevemente volviendo la cabeza.
– Oh, unos diez años, señor -contestó.
– ¿Qué cree usted que le pasó al vuelo 800 de la TWA?
– John -dijo Kate.
No hice caso y repetí mi pregunta.
– Oh, qué terrible tragedia fue ésa -contestó Abdul con un leve titubeo.
– Es verdad. ¿Cree que el avión fue derribado por un misil? -pregunté.
– No lo sé, señor.
– Yo creo que lo derribaron los israelíes y trataron de que pareciera que habían sido los árabes. ¿Qué me dice?
– Bueno, es posible.
– Y lo mismo con el atentado en el World Trade Center.
– Es posible.
– John.
– Así que -le dije a Abdul- usted cree que fue un misil.
– Bueno… mucha gente vio ese misil.
– ¿Y quién podría tener un misil tan poderoso?
– No lo sé, señor.
– Los israelíes. Ellos son quienes podrían tenerlo.
– Bueno, es posible.
– ¿Dicen alguna cosa en ese periódico árabe que tiene en el asiento delantero?
– Oh… sí, mencionan este aniversario de la tragedia.
– ¿Y qué dicen? ¿Que fue un accidente militar norteamericano? ¿O que fueron los judíos?
– No están seguros. Ellos lamentan la pérdida de vidas humanas y buscan respuestas.
– Sí, yo también.
– Ya está bien, John -dijo Kate.
– Sólo estoy tratando de calentarme un poco.
– ¿Por qué no tratas de cerrar la boca un poco?