Continuamos nuestro trayecto en silencio hacia el edificio federal.
El gobierno federal, y todos sus empleados, son extremadamente sensibles a los derechos y sentimientos de todas las minorías, los inmigrantes recientes, los nativos norteamericanos, los cachorros, las selvas tropicales y las especies en peligro que viven en el mantillo. Yo, por mi parte, carezco de esa sensibilidad y mi nivel de pensamiento progresista quedó detenido en alguna parte aproximadamente en la época en que las reglas policiales fueron redactadas nuevamente para prohibir que a un detenido se le arrancase una confesión moliéndolo a palos.
En cualquier caso, la agente especial Mayfield y yo, aunque no estábamos en la misma longitud de onda, teníamos buena comunicación y, en el último año, había notado que estábamos aprendiendo muchas cosas el uno del otro. Ella estaba usando más a menudo la palabra que empieza con «G» y llamando «capullos» a más personas, mientras que yo me estaba volviendo más sensible a la angustia interna de personas que eran unos capullos y unos gilipollas.
Llegamos al edificio federal, le pagué la carrera a Abdul y le di cinco pavos de propina por haberle provocado cierto grado de ansiedad.
Entramos en el enorme vestíbulo del edificio de cuarenta y un pisos por la puerta que daba a Broadway y nos dirigimos hacia los ascensores de seguridad.
El Federal Plaza es la sede de una sopa de letras de agencias del gobierno, la mitad de las cuales recaudan impuestos para que la otra mitad los gaste. Los pisos veintidós a veintiocho albergan las oficinas de varias agencias encargadas de hacer cumplir la ley y reunir información de inteligencia, y a ellas sólo se accede a través de ascensores especiales, que están separados del vestíbulo principal por una gruesa puerta de plexiglás, detrás de la cual hay guardias armados. Mostré mi placa demasiado rápidamente como para que los guardias pudiesen verla, algo que siempre hago, luego introduje un código en un teclado y la puerta de plexiglás se abrió.
Kate y yo entramos y nos dirigimos a los siete ascensores que llegan a los pisos veintidós a veintiocho. Ninguno de los guardias nos pidió que los dejáramos examinar más atentamente nuestras credenciales.
Entramos en un ascensor vacío y subimos al piso veintiséis.
– Debes estar preparada para ser llamada por separado a la oficina de alguien -le dije.
– ¿Por qué? ¿Acaso crees que anoche nos siguieron?
– Ya lo sabremos.
Las puertas del ascensor se abrieron a un pequeño vestíbulo al llegar al piso veintiséis. Allí no había guardias de seguridad y quizá su presencia no fuera necesaria si ya habías conseguido llegar tan lejos.
Pero sí había cámaras de seguridad montadas por encima de nuestras cabezas, pero quienquiera que estuviese mirando los monitores probablemente recibía una paga de seis pavos la hora y no tenía ni idea de qué o a quién debía vigilar. Suponiendo, claro está, que estuviesen despiertos.
Algo sí funcionaba: Kate y yo tuvimos que introducir nuevamente un código en un teclado para poder entrar en nuestra sección.
De modo que, para ser justo, la seguridad en el 26 de Federal Plaza para los pisos veintidós a veintiocho era buena, pero no excelente. Quiero decir, yo podría haber sido un malo con un arma apoyada en los omóplatos de Kate, y estaría en ese piso sin llevar credencial ni conocer el código del teclado.
De hecho, la seguridad no había mejorado demasiado en este lugar o probablemente en ningún lugar en las últimas dos décadas a pesar de las evidentes pruebas de que había una guerra en curso.
El público era sólo vagamente consciente de que estábamos en guerra, y a las agencias gubernamentales que dirigían esa guerra nunca les habían dicho, de manera oficial o por otro medio, por parte de nadie en Washington, que lo que estaba ocurriendo en todo el mundo era, en realidad, una guerra dirigida contra Estados Unidos y sus aliados.
Washington y los medios de comunicación preferían considerar a todos y cada uno de los ataques terroristas como un hecho individual, con escasa o ninguna relación entre ellos, mientras que hasta un imbécil o un político, si pensaba en ello durante un tiempo razonable, podía ver un patrón en todos. Era necesario que alguien reuniese a las tropas, o algún hecho tendría que ser lo bastante estridente como para despertar a todo el mundo.
Al menos ésa era mi opinión, formada en el escaso año que llevaba aquí, con la ventaja de ser un extraño. Los policías buscan patrones que sugieren la intervención de un asesino en serie o del crimen organizado. Los federales aparentemente consideraban los ataques terroristas como la obra de grupos desorganizados de psicópatas o resentidos.
Pero no era eso; era algo mucho más siniestro y muy bien planeado y organizado por gente que se quedaba despierta hasta muy tarde por la noche pensando en distintas formas de jodernos.
Mi opinión, sin embargo, no era muy popular y tampoco compartida por muchas de las personas que trabajaban en los pisos veintidós a veintiocho o, si lo era, nadie escribía su punto de vista en un memorando o lo sacaba a colación durante las reuniones.
Me detuve ante una fuente de agua y le dije a Kate entre trago y trago:
– Si un jefe o alguien de la OPR te hace preguntas, lo mejor es decir la verdad y nada más que la verdad.
Ella no contestó.
– Si mientes, tu mentira no coincidirá con la mía. Solamente la verdad sin más impedirá que tengamos que buscarnos un abogado.
– Lo sé. Soy abogada. Pero…
– ¿Agua? -le dije-. Mantendré apretada la manivela.
– No, gracias. Mira…
– No te echaré el agua en la cara. Te lo prometo.
– John, déjate ya de tonterías y madura. Escucha, no hemos hecho nada malo.
– Ésa es nuestra historia y debemos atenernos a ella. Todo lo que hicimos anoche fue porque somos agentes entusiastas y dedicados. Si te preguntan, no parezcas ni te sientas ni actúes como si fueses culpable. Actúa sintiéndote orgullosa de tu devoción al trabajo. Eso los confunde.
– Hablas como un auténtico sociópata.
– ¿Eso es bueno o malo?
– Esto no es divertido -dijo Kate-. Hace cinco años me dijeron específicamente que no me implicase en este caso.
– Deberías haberles hecho caso.
Continuamos andando por el corredor y le dije:
– Mi opinión es que si nos vigilan, no lo revelarán ahora. Nos mantendrán vigilados para ver qué hacemos y con quién hablamos.
– Estás haciendo que me sienta como una criminal.
– Sólo te estoy diciendo cómo abordar algo que tú empezaste.
– Yo no empecé nada. -Me miró fijamente y añadió-: John, lo siento si te he metido en…
– No te preocupes por eso. Un día sin problemas para John Corey es como un día sin oxígeno.
Kate sonrió y me besó en la mejilla, luego se dirigió hacia su espacio en la enorme planta llena de cubículos.
La observé mientras se alejaba, saludando a sus colegas por el camino.
Mi cubículo se encontraba en el otro extremo de la sala -lejos de los tíos del FBI-, entre mis compañeros detectives del NYPD, agentes contratados como yo, tanto en activo como retirados.
Aunque yo disfrutaba de la compañía de mi propia gente, esta separación física entre el FBI y el Departamento de Policía de Nueva York revelaba una división de culturas mucho más amplia que tres metros de moqueta.
Ya era bastante malo trabajar aquí cuando no tenía una esposa en el lado privilegiado de la sala. Necesitaba una estrategia para largarme de este sitio, pero no quería limitarme a renunciar. Meter las narices en el caso del vuelo 800 de la TWA podía ponerme de patitas en la calle, lo que para mí estaba bien y para Kate no sería como si yo estuviese saliendo bajo fianza de nuestro agradable arreglo laboral, que a ella le gustaba por alguna extraña razón. Quiero decir, yo pongo en apuros a todos los que conozco, incluso a otros policías de vez en cuando, pero Kate, de alguna manera perversa, parecía sentirse orgullosa de estar casada con uno de los policías conflictivos del piso veintiséis.