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– Por favor, estoy comiendo. -Me acercó el tenedor cargado de ensalada-. Prueba esto.

Abrí la boca y Kate metió la ensalada en su interior.

– Hazme otra pregunta -dijo.

– Muy bien. ¿Alguna vez hablaste de esto con Ted Nash?

– Nunca.

– ¿Ni siquiera cuando estabais cenando o tomando una copa?

– No habría hablado de esto con él aunque hubiésemos estado en la misma cama.

No respondí a eso, pero dije:

– Voy a llamarlo.

– Está muerto, John.

– Lo sé. Pero me gusta oírlo.

Kate me fulminó con la mirada.

– John, eso no es gracioso. Es posible que no te cayera bien, pero era un buen agente y dedicado a su trabajo. Muy inteligente y muy eficaz.

– Bien. Lo llamaré.

Llegó el segundo plato, pedí otra cerveza y disfruté de mi pasta.

– Toma un poco de mis verduras.

– Entonces Jeffrey Dahmer invita a su madre a almorzar a su casa, y ella está comiendo y dice: «Jeffrey, no me gustan tus amigos.» Y él le contesta: «Bueno, entonces sólo come las verduras.»

– Eso es asqueroso.

– Habitualmente la gente se ríe. -Me puse serio y dije-: De modo que supongo que tampoco hablaste de esto con Liam Griffith.

– No hablé con nadie. Excepto con los tíos del piso veintiocho, que me dijeron que no era asunto mío.

– Correcto. Y has hecho que sea asunto mío.

– Si quieres que lo sea. Todo se reduce a encontrar a esa pareja. Si la encontramos, y si resulta que es un callejón sin salida (que ellos ni vieron ni grabaron nada con su cámara de vídeo), entonces caso cerrado. El resto del caso (los testigos y las pruebas forenses) ha sido examinado un millón de veces. Pero esa pareja… quienquiera que estuviera en la playa aquella noche y dejara el cubreobjetivo de una cámara de vídeo sobre esa manta… -Kate me miró y preguntó-: ¿Crees que había una cámara grabando y que registró en una cinta lo que los testigos dicen que vieron?

– Depende, obviamente, de la dirección en que estuviera apuntada la cámara, e incluso de si estaba encendida. Y luego tienes el problema de la calidad de la película y todo lo demás. Pero digamos que todo se produjo por casualidad y que los últimos segundos de ese vuelo de la TWA fueron grabados por esa cámara. Digamos incluso que esa cinta aún existe. ¿Y qué?

– ¿Qué quieres decir con «Y qué»? Doscientos testigos mirarían esa cinta y…

– Y también lo harían el FBI y la CIA y sus expertos. Alguien tiene que interpretar esas imágenes.

– No necesitarían ninguna interpretación. La película hablaría por sí misma.

– ¿Eso crees? -dije-. Una cinta de vídeo de un aficionado, filmada con un cielo nocturno de fondo, probablemente desde un trípode fijo (suponiendo que la pareja estuviera entretenida en otras actividades), puede no mostrar todo lo que piensas que debería revelar. Mira, Kate, has estado buscando el Santo Grial durante cinco años, y es posible que exista, pero nunca podrás encontrarlo, y si lo haces, es posible que no tenga ningún poder mágico.

Kate no dijo nada.

– Tú has oído hablar de la película de Zapruder -continué.

Ella asintió.

– Un tío llamado Zapruder estaba filmando la caravana de coches de Kennedy cuando pasaba delante de aquel almacén de libros en Dallas. Tenía una cámara de cine manual, una Bell & Howell de ocho milímetros. La película duraba veintiséis segundos. ¿La has visto?

Kate asintió.

– Yo también. Vi la versión digitalizada y la vi a cámara lenta. ¿Cuántos disparos se hicieron? ¿Y de qué dirección procedían? Depende de a quién le preguntes.

– Aun así, no podemos interpretar la cinta a menos que la encontremos. Lo primero es lo primero.

El camarero se llevó los platos antes de que pudiese llevarme el último penne a la boca. Acabé la cerveza y Kate bebió un poco de su agua con gas. Era evidente que estaba sumida en profundos pensamientos.

Mi corazonada era que ella no había compartido mucha de esa información con la gente, y aquellos con los que sí la había compartido se sentían inclinados a coincidir con ella en que si se encontraba una cinta de vídeo, el caso volvería a abrirse.

Y entonces entra en escena John Corey: escéptico, cínico, realista y especialista en pinchar burbujas. He estado por ahí catorce años más que Kate Mayfield, he visto muchas cosas -tal vez demasiadas- y me he sentido decepcionado infinidad de veces como policía y como hombre. He visto a asesinos que quedaban libres y un centenar de otros crímenes que quedaban sin resolver o sin que los culpables recibieran su castigo. He visto a testigos que mentían bajo juramento, trabajo policial chapucero, fiscales ineptos, trabajo forense incompetente, abogados defensores extravagantes, jueces imbéciles y jurados descerebrados.

También he visto cosas buenas, momentos brillantes en los que el sistema funciona como un reloj, cuando la verdad y la justicia tuvieron su gran día en el tribunal. Pero no hubo muchos días como ésos.

Bebimos café y Kate me preguntó:

– ¿Es verdad realmente eso de «la pared azul de silencio»?

– Nunca había oído eso.

– ¿Puede un policía confiar absolutamente en otro policía, en cualquier momento, sobre cualquier cosa?

– En el noventa y nueve por ciento de los casos, aunque ese porcentaje desciende al cincuenta por ciento cuando tiene que ver con mujeres, pero asciende al ciento por ciento cuando está relacionado con el FBI.

Kate sonrió, luego se inclinó por encima de la mesa y me dijo:

– Había más de un centenar de policías en Long Island después de que el avión se viniera abajo, y al menos otros tantos trabajando aquí. Entre todos esos policías, alguien sabe algo.

– Lo he entendido.

– Pero si las cosas se ponen difíciles, déjalo -añadió, cogiéndome la mano-. Y si te metes en problemas, yo asumiré la culpa.

Yo no sabía si atragantarme con el café o recordarle que no podría meterme en problemas sin su ayuda y consejo.

– Deja que te haga una pregunta -le dije-. Aparte de la verdad y la justicia, ¿cuál es tu motivación para seguir con este caso?

– ¿Por qué habría de necesitar otra motivación? Es la verdad y la justicia, John. Justicia para las víctimas y sus familias. Y si no fue un ataque perpetrado por terroristas extranjeros, entonces también es una cuestión de patriotismo. ¿No te parece razón suficiente?

La respuesta correcta era «sí» y eso es lo que John Corey hubiese dicho hace veinte años. Aquel día sólo alcancé a murmurar:

– Sí, supongo que sí.

A ella no pareció gustarle y me dijo:

– Tienes que creer en lo que estás haciendo y saber por qué lo haces.

– Muy bien, entonces te lo explicaré, hago este trabajo de detective porque me gusta. Es interesante, me mantiene la mente despierta y hace que me sienta más inteligente que los idiotas para quienes trabajo. Ésa es la medida de mi compromiso con la verdad, la justicia y el país. Hago lo correcto por las razones equivocadas pero, en definitiva, la verdad y la justicia quedan satisfechas. Si quieres hacer las cosas correctas por las razones correctas, adelante, pero no esperes que yo comparta tu idealismo.

Kate se quedó en silencio unos segundos antes de contestar.

– Aceptaré tu ayuda bajo tus términos. Podemos hablar de tu cinismo en otro momento.

No me gusta cuando la gente -especialmente las mujeres- se meten con mi cinismo ganado a pulso. Yo sé qué me hace funcionar. Y en las semanas que me esperaban tendría mucho trabajo.

CAPÍTULO 18

Kate y yo regresamos andando al vestíbulo del 26 de Federal Plaza y le dije:

– Tengo que hacer unas llamadas. Te veré más tarde.

Ella me miró un momento antes de contestar.

– Tienes esa mirada lejana que siempre aparece cuando estás metido en algo.

– Sólo estoy un poco amodorrado por la pasta. Por favor, no trates de analizarme. Eso me asusta.