– Tengo la impresión de que no es una misión oficial.
– No lo es. El caso está cerrado. Tú lo sabes. Conseguí tu nombre a través de otro tío del trabajo. Necesito hablar contigo. Extraoficialmente.
– ¿Qué tío?
– No puedo decirlo. Y tampoco diré tu nombre. Estoy hablando desde una cabina y me estoy quedando sin monedas. Necesito hablar media hora contigo.
– Mi esposo se encarga de hacer entregas a domicilio. Llega a casa inesperadamente. Es un tío grande y celoso.
– No hay problema. Puedo explicárselo. Y si no puedo hacerlo, tengo un arma.
Se echó a reír.
– De acuerdo. Podría tener algo de compañía adulta.
Me dio su dirección en Staten Island y le dije:
– Gracias. Intentaré coger el transbordador de las tres. Mientras tanto, podrías echar un vistazo a tu bloc de notas. Julio 1996.
Marie no contestó a eso y dijo:
– Estoy a veinte minutos en taxi de la terminal del transbordador. Antes de llegar a casa, dile al taxista que te espere y compra un paquete de pañales Pampers.
– ¿Eh…?
– El paquete que lleva un dibujo de Coco, el de «Barrio Sésamo».
– ¿El…?
– Para niños de seis a doce meses. Talla cuatro. Hay una tienda Duane Read en el camino. Nos vemos.
Colgué y salí de la cabina.
¿Coco?
Cogí un taxi en Broadway, le mostré al conductor mi credencial del NYPD, que resulta mucho más reconocible que las credenciales de los federales y le dije al tío que llevaba turbante:
– Tengo que coger el transbordador de las tres de Staten Island. Píselo.
El taxista probablemente no había visto muchas películas norteamericanas y contestó:
– ¿Píselo?
– El acelerador. Velocidad. Policía.
– Ah.
Ésta es la fantasía erótica de un taxista de Manhattan, de modo que el tío pasó en ámbar varios semáforos por Broadway y llegamos a la terminal del transbordador en Whitehall a las tres menos cinco. No quiso cobrarme la carrera, pero le di cinco pavos de todos modos.
Por alguna razón que nadie en el universo sería capaz de explicar, el transbordador propiedad del ayuntamiento era gratis para los pasajeros de a pie. Tal vez costara cien pavos hacer el viaje de regreso.
El transbordador estaba haciendo sonar su sirena, de modo que eché a correr a través de la terminal y subí a bordo. Cogí un horario de los transbordadores y recorrí la cabina inferior. A esta hora había un montón de asientos vacíos, pero subí la escalera y me instalé en la cubierta de proa. Sol, agua azul, cielo brillante, remolcadores, gaviotas, el perfil de la ciudad, brisa salobre, muy agradable.
Cuando era chico solía viajar en transbordador con mis amigos en verano. Costaba cinco céntimos. Llegábamos al otro lado, comprábamos helados y regresábamos a Manhattan. Coste total, veinticinco céntimos; no estaba mal para una gran aventura.
Años más tarde, me citaba con las chicas en el transbordador por la noche, y contemplábamos la Estatua de la Libertad, toda iluminada, y el increíble perfil de Manhattan con las Torres Gemelas del nuevo World Trade Center elevándose piso a piso, año tras año, y el puente de Brooklyn con su collar de luces. Era muy romántico, y una cita barata.
Desde entonces, la ciudad había cambiado, creo que, en su mayor parte, para mejor. No puedo decir lo mismo del resto del mundo.
Me quedé mirando la Estatua de la Libertad, tratando de evocar algún olvidado patriotismo de mi infancia.
Bueno, quizá olvidado no, pero no totalmente despierto en este momento, como había comprendido durante el almuerzo con Kate.
Volví mi atención a la costa de Staten Island y pensé en la breve conversación que había mantenido con Marie Gubitosi. Se podría haber deshecho de mí diciéndome: «No sé nada, y lo que realmente sé tampoco te lo voy a contar.» Pero no lo dijo, cosa que quería decir que sabía algo, y tal vez estaba deseando compartirlo. O tal vez sólo quería un poco de compañía y un paquete de pañales. O quizá ahora estaba al teléfono, hablando con la OPR, que habrían grabado nuestra conversación y me retirarían de la circulación. En cualquier caso, pronto lo sabría.
CAPÍTULO 19
Bajé del transbordador en la terminal de St. George, me dirigí a la parada de taxis y le di al conductor la dirección, en el distrito de New Springville.
No conozco muy bien este municipio exterior de la ciudad de Nueva York, pero cuando era novato, a los polis que cometían algún error los amenazaban con enviarlos al exilio a Staten Island. Recuerdo que solía tener pesadillas en las que me veía haciendo mi ronda a través de bosques y pantanos plagados de mosquitos, haciendo girar mi porra y silbando en medio de la oscuridad.
Pero como suele suceder con la mayoría de los lugares cuya simple mención te hiela la sangre en las venas, como Siberia, el Valle de la Muerte o Nueva Jersey, el lugar no hacía honor a su inquietante reputación.
De hecho, es un lugar agradable, una mezcla de semiurbano, suburbano y rural, más bien de clase media, con una mayoría republicana, lo que hacía aún más inexplicable que el viaje en transbordador fuese gratis.
También era el hogar de muchos policías de la ciudad que quizá habían sido enviados originariamente aquí como una forma de castigo, y a quienes el lugar les gustó y decidieron quedarse. Más o menos la forma en que se creó Australia.
En cualquier caso, éste también era el hogar de Marie Gubitosi Lentini, ex detective de la ATTF y actualmente esposa y madre, que ahora estaba pensando en mi visita. Yo esperaba que hubiera encontrado su cuaderno de notas de detective de la época. Nunca conocí a ningún detective que se deshiciera de sus viejos cuadernos de notas, yo incluido, pero a veces se pierden o se traspapelan. Esperaba que Marie al menos tuviese buena memoria.
El taxista era un tío llamado Slobodan Milkovic -probablemente un criminal de guerra llegado de los Balcanes- y estudiaba un mapa en lugar de mantener la vista en la carretera.
– Hay una tienda Duane Read de camino. ¿Capisce? Droguería. Farmacia. Necesito parar un momento allí.
El tío asintió y aceleró como si estuviese en una misión urgente.
Continuamos por Victory Boulevard y el señor Milkovic giró sobre dos ruedas hacia un centro comercial donde estaba la tienda Duane Read.
No voy a entrar en detalles acerca de la absoluta humillación de John Corey comprando pañales con la cara de Coco en el paquete, pero diré que no fue una de mis mejores experiencias de compra al por menor.
Diez minutos más tarde me encontraba nuevamente dentro del taxi y, diez minutos después, estaba delante del domicilio de los Lentini.
La calle era bastante nueva, con filas de casas de ladrillo rojo semiindependientes decoradas con un material plástico blanco, y se extendía hasta donde llegaba la vista, como un espejo infinito. Los perros ladraban detrás de las vallas metálicas y los niños jugaban en las aceras. Si hacía abstracción de mi esnobismo de Manhattan, era un vecindario muy acogedor y familiar. Si yo viviese aquí, me volaría la tapa de los sesos.
No estaba seguro de cuánto tiempo me quedaría en la casa de los Lentini, o de si había otro taxi en Staten Island, de modo que le dije al taxista que dejase el taxímetro en marcha, bajé del coche y abrí una puerta de tela metálica, recorrí el pequeño sendero de cemento y llamé al timbre.
Ningún perro ladró en el interior de la casa y no se oyeron gritos de niños, lo que me hizo feliz. Unos segundos después, Marie Gubitosi abrió la puerta principal, vestida con pantalones negros y un top rojo sin mangas. Yo abrí la puerta mosquitera e intercambiamos saludos.
– Gracias por acordarte de los pañales. Pasa.
La seguí a una sala de estar con aire acondicionado que parecía un lugar donde Carmela Soprano se sentiría cómoda, y luego a la cocina. Marie realmente tenía un bonito trasero. Fanelli tiene buena memoria para los detalles importantes.