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– ¿Sabes?, la… ¿cómo la llaman? La caja negra. Es como la grabadora de vuelo. Cuando la encuentren podrán disponer de mucha más información sobre lo que le ha pasado a ese avión que nosotros o lo que pueda mostrar la cinta. La caja negra es mejor que una cámara de vídeo.

Jill no respondió.

Bud entró en el aparcamiento del Hotel Bayview.

– Ni siquiera sabemos si era un avión. Veamos primero lo que dicen en las noticias.

Ella bajó del coche y echó a andar hacia el hotel con la cámara de vídeo.

Bud apagó el motor, bajó del coche y la siguió.

– No pienso estrellarme y pegarme fuego como ese avión -pensó.

LIBRO SEGUNDO

Cinco años después
Long Island, Nueva York

La conspiración no es una teoría, es un delito.

CAPÍTULO 2

A todo el mundo le encantan los misterios. Excepto a los policías. Para un policía, los misterios, si siguen siendo misterios, se convierten en problemas.

¿Quién mató a JFK? ¿Quién secuestró al hijo de Lindbergh? ¿Por qué me abandonó mi primera esposa? No lo sé. No eran mis casos.

Soy John Corey, ex detective de homicidios de la ciudad de Nueva York. Ahora trabajo en la Federal Anti-Terrorist Task Forcé (ATTF), lo que podría describirse como el segundo acto de una vida de una sola escena.

He aquí otro misterio: ¿qué le sucedió al vuelo 800 de la TWA? Ése tampoco era mi caso, pero fue el caso de mi segunda esposa en julio de 1996, cuando el vuelo 800 de la TWA, un enorme Boeing 747, que se dirigía a París, explotó en el aire con 230 pasajeros y su tripulación sobre el océano Atlántico, frente a la costa de Long Island. No hubo supervivientes.

El nombre de mi segunda esposa es Kate Mayfield, es agente del FBI y también trabaja con la ATTF, que es como nos conocimos. No hay mucha gente que pueda decir que tienen que agradecerle a un terrorista árabe el hecho de haberse conocido.

Yo conducía mi Grand Cherokee de ocho cilindros, políticamente incorrecto y quemagasolina, en dirección este por la autopista de Long Island. Junto a mí, en el asiento del acompañante, se encontraba mi antes mencionada y espero que última esposa, Kate Mayfield, que había conservado su apellido de soltera por razones profesionales. También por razones profesionales me había ofrecido el uso de su apellido, ya que el mío estaba completamente desacreditado en la ATTF.

Vivimos en Manhattan, en la 72 Este, donde había vivido con mi primera esposa, Robin. Kate, al igual que Robin, es abogada, una circunstancia que podría haber llevado a otro hombre y a su psiquiatra a analizar ese sentimiento de amor/odio que yo podría tener hacia las abogadas y la ley en general, con todas sus complejas manifestaciones. Yo lo llamo coincidencia. Mis amigos dicen que me gusta joder a los abogados. En fin.

– Gracias por acompañarme. No será una experiencia agradable -dijo Kate.

– No hay problema.

Nos dirigíamos hacia la playa en ese cálido y soleado día de julio, pero nuestra intención no era nadar o tomar el sol. Íbamos a asistir a una ceremonia en recuerdo de las víctimas del vuelo 800 de la TWA. Esa ceremonia se celebra todos los años el 17 de julio, el aniversario de la tragedia aérea, y ése era el quinto aniversario. Yo nunca había asistido y no había ninguna razón por la que debiera hacerlo. Pero, como he dicho, Kate había trabajado en el caso y ésa era la razón, según Kate, por la que acudía a la playa cada año. Se me ocurre que más de quinientas personas relacionadas con el cumplimiento de la ley trabajaron en ese caso, y estaba seguro de que no asistieron a todas las ceremonias celebradas desde entonces, o quizá a ninguna. Pero los buenos maridos cumplen con lo prometido a sus esposas. De verdad.

– ¿Qué hiciste en ese caso? -le pregunté.

– Principalmente entrevistar a testigos presenciales -contestó.

– ¿Cuántos?

– No lo recuerdo. Muchos.

– ¿Cuántos testigos vieron lo que pasó?

– Más de seiscientos.

– ¿En serio? ¿Cuál crees tú que fue la verdadera causa del accidente?

– No estoy autorizada para hablar del caso.

– ¿Por qué no? Es un caso oficialmente cerrado, y oficialmente fue un accidente provocado por un fallo mecánico que hizo que estallara el depósito de combustible principal. ¿Qué problema hay?

Kate no contestó, de modo que me vi obligado a recordarle un detalle.

– Estoy autorizado para tener acceso a los asuntos confidenciales.

– La información se suministra en razón de la necesidad de saber. ¿Por qué necesitas saber?

– Soy curioso.

Ella miró a través del parabrisas antes de contestar.

– Tienes que coger la Salida 68.

– La única razón por la que me casé contigo fue para que pudieras contarme todo lo que sabes acerca del vuelo 800.

Kate me dio unas palmadas en la rodilla. Un minuto más tarde, dijo:

– Nadie lo sabe.

Abandoné la autopista en la Salida 68 y me dirigí hacia el sur por la carretera William Floyd.

– William Floyd es una estrella del rock, ¿verdad?

– Fue uno de los firmantes de la Declaración de Independencia.

– ¿Estás segura?

– Tú te refieres a Pink Floyd -dijo.

– Es verdad. Tienes buena memoria.

– ¿Entonces por qué no puedo recordar por qué me casé contigo? -preguntó.

– Soy un tío divertido. Y sexy. E inteligente. La inteligencia es sexy. Eso fue lo que dijiste.

– No recuerdo haber dicho tal cosa.

– Me amas.

– Te amo. Mucho. Pero no puedo recordar por qué -dijo-. Eres un verdadero coñazo.

– Tampoco puede decirse que resulte fácil vivir contigo, cielo.

Kate sonrió.

La señorita Mayfield era catorce años menor que yo y esa pequeña brecha generacional a veces resultaba interesante, otras veces no.

Mencionaré aquí que Kate Mayfield es bastante guapa, aunque, naturalmente, lo que primero me atrajo de ella fue su inteligencia. El segundo detalle en el que reparé fue su pelo rubio, sus ojos de un azul profundo y su piel de marfil. De aspecto muy sano. Pasa varias horas en un gimnasio y asiste a clases de yoga Bikram y kick boxing, que en ocasiones practica en el apartamento, apuntando sus golpes a mi entrepierna, sin llegar a tocarme, aunque la posibilidad siempre está latente. Parece estar obsesionada con su forma física mientras que yo estoy obsesionado con disparar mi Glock de 9 mm en el campo de tiro. Podría confeccionar una extensa lista con las cosas que no tenemos en común -música, comida, bebidas, actitud ante el trabajo, postura en el váter, etc.-; pero, por alguna misteriosa razón que no alcanzo a comprender, estamos enamorados.

Volví al tema anterior y dije:

– Cuanto más me cuentes acerca del vuelo 800, más paz interior encontrarás.

– Te he contado todo lo que sé.

– No me has contado nada.

– Lo hice. Por favor, déjalo ya.

– No puedo testificar contra ti. Soy tu esposo. Es la ley.

– No, no lo es. Hablaremos de eso más tarde. Este coche podría tener micrófonos.

– En este coche no hay micrófonos.

– Tú podrías llevar uno pegado a tu cuerpo -dijo-. Luego te desnudaré para comprobarlo.

– De acuerdo.

Ambos nos echamos a reír. Ja, ja. Fin de la discusión.

La verdad es que yo no tenía ningún interés personal o profesional en el caso del vuelo 800 de la TWA más allá del que podría haber tenido cualquier persona normal que hubiese seguido ese trágico y peculiar accidente en las noticias. El caso tuvo problemas y contradicciones desde el principio, razón por la cual, cinco años más tarde, seguía siendo un tema caliente, de interés periodístico.