Antes de que pudiera pensar en ello, Marie regresó a la cocina.
CAPÍTULO 20
Marie se sentó y me preguntó:
– ¿Queréis tener hijos?
– ¿Cómo dices?
– Hijos. ¿Tu esposa y tú estáis planeando tener una familia?
– Tengo una familia. Están todos chiflados.
Se echó a reír y me preguntó:
– ¿Dónde estábamos?
– El dibujo de Don Juan hecho por el FBI. ¿Lo conservaste?
– No. Griffith nos entregó cuatro fotocopias y recibió cuatro fotocopias cuando acabamos el trabajo.
– ¿Conseguiste averiguar el nombre del recepcionista?
– No. Nunca lo vi y nunca hablé con él. El tío era coto de los federales -añadió.
– Bien. De modo que comenzaste a interrogar al personal del hotel y a los huéspedes.
– Sí. Necesitábamos saber si alguien más, aparte del recepcionista, había visto a ese tío, o su coche, o a la mujer que estaba con él y conseguir una descripción de ella. También necesitábamos comprobar sus movimientos y ver si habían ido al bar o al restaurante del hotel y utilizado una tarjeta de crédito y todo eso. Griffith nos decía todo lo que debíamos hacer como si nunca hubiésemos hecho ese trabajo.
– Esos tíos tienden a pasarse con las instrucciones.
– ¿De verdad? Pero la cuestión es que yo sigo pensando: «¿Qué sentido tiene todo esto? ¿A quién le importa? ¿Estamos realizando una investigación matrimonial o de un accidente aéreo?» De modo que le pregunté: «¿Estamos buscando a dos testigos o buscamos a dos sospechosos?» Quiero decir, la única forma en que todo eso tuviera algún sentido era si estábamos buscando a dos sospechosos que llevaban un cohete en el coche. ¿Correcto?
No demasiado, pero dije:
– Eso parece.
– Así que le hago la pregunta y eso parece darle a Griffith una gran idea y dice: «Todo testigo es un sospechoso potencial», o alguna mariconada por el estilo. De modo que cada uno de nosotros recibe una lista de doncellas, personal de cocina y camareros, personal administrativo, personal de mantenimiento y todo eso. Aproximadamente cincuenta personas que supuestamente estaban de servicio durante el período en cuestión, desde las 16.15 del miércoles 17 de julio hasta el mediodía del día siguiente. Tuve que interrogar a una docena de personas.
– ¿Qué clase de lugar es?
– Una casa grande y antigua que era como una posada, con alrededor de quince habitaciones, más esa ala moderna separada y con unas treinta habitaciones, y algunas cabañas en la bahía. Bar, restaurante y hasta una biblioteca. Un lugar agradable. -Me miró y añadió-: Lo verás por ti mismo cuando vayas.
No contesté.
Marie continuó con su relato.
– Permanecimos allí todo el día y hasta bien entrada la noche, de modo que pudimos coger algunos cambios de turno y, además, yo tenía una lista de catorce huéspedes que habían estado en el hotel desde el 17 de julio y aún se alojaban allí. También había una lista con los huéspedes que habían estado allí el 17 pero que ya se habían marchado, y se suponía que debíamos buscarlos al día siguiente, pero nunca lo hicimos.
– ¿Por qué no?
– No lo sé. Tal vez otra gente se encargó de buscarlos. O quizá Griffith y sus dos compañeros encontraron la gallina de los huevos de oro aquella noche. ¿Esos tíos alguna vez te dicen algo?
– Lo menos posible.
– Exacto. Se lo pasan en grande con sus tonterías. Por ejemplo, Griffith dice que nos encontraremos todos a las once de la noche, que ya nos dirá en qué lugar. Pero Griffith y los otros dos federales estaban todo el día encima de nosotros y participando en algunos de los interrogatorios. Luego Griffith nos da las gracias uno por uno y nos dice que suspendamos el trabajo. La reunión nunca se celebró, y nunca pude cotejar mis notas con las de los otros tres detectives. No creo que esa reunión se celebrara nunca.
Tenía la firme impresión de que Marie Gubitosi no estaba satisfecha con la forma en que ella o sus colegas del Departamento de Policía de Nueva York habían sido tratados. Y ésa era la razón por la que Marie estaba hablando conmigo ahora que hacía cinco años que le habían dicho que no hablase del caso con nadie. Yo quería llegar al resultado de esa investigación, pero ella necesitaba desahogarse un poco… y muy posiblemente ese desahogo fuese todo lo que Marie tenía para darme.
– ¿Quieres una cerveza? -me preguntó.
– No, gracias. No estoy de servicio.
Ella se echó a reír y dijo:
– Dios, he estado embarazada o amamantando durante tanto tiempo que ya no recuerdo cómo sabe una cerveza.
– Te compraré una cerveza cuando estés preparada.
– Te tomo la palabra. Muy bien, comencé con mi lista y estaba entrevistando al personal del hotel. Entrevistas preliminares y mostrando el dibujo que había hecho el tío del FBI. Reduje la lista a cuatro miembros del personal y dos huéspedes, y les pedí que se reuniesen conmigo a diferentes horas en una oficina del hotel. Bien, de modo que estoy entrevistando a esa doncella llamada Lucita, que acababa de empezar su turno y quien probablemente pensara que yo era de Inmigración, y le enseño el dibujo de Don Juan y ella dice que no lo reconoce, pero noto algo en su cara. Entonces le pido su tarjeta verde o algún documento que demuestre su ciudadanía, y ella se rompe y empieza a llorar. De modo que yo, excediéndome en mis atribuciones, le prometo que la ayudaré a legalizar su situación si ella me ayuda a mí. Suena a muy buen trato para cualquiera y ella dice sí, que ella vio a ese tío cuando se marchaba de la habitación 203 acompañado de una mujer aproximadamente a las siete de la tarde. Bingo.
– ¿No es una declaración conseguida bajo coerción?
– No. Bueno, sí, pero me estaba diciendo la verdad. Yo sé cuándo intentan engañarme.
– De acuerdo. ¿Pudo describir a la mujer?
– No muy bien. Lucita se encontraba a unos diez metros de distancia cuando vio a esa pareja que salía de la habitación 203, en la galería del segundo piso, que corre paralela a las habitaciones. Ellos le dieron la espalda y bajaron las escaleras. Lucita puede o no haberles echado un buen vistazo a alguno de los dos, pero no hay duda de que salieron de la habitación 203. Muy bien, la mujer era aproximadamente de la misma edad que Don Juan, un poco más baja que él, delgada, vestida con pantalones cortos color canela, blusa azul y sandalias. Pero llevaba gafas de sol y un sombrero flexible, como si no quisiera que la reconocieran.
– ¿Adónde iban?
– Otra vez bingo. Se dirigieron al aparcamiento del hotel. El tío llevaba una manta que Lucita dijo que parecían haber cogido de la habitación, que es la razón por la que Lucita se fijó en ellos, pero también dice que la gente suele hacerlo y que habitualmente devuelven la manta, de modo que no le dio mayor importancia. Así que ésa es nuestra pareja. ¿Correcto?
– Correcto. ¿Llevaban alguna otra cosa? -le pregunté.
– ¿Como qué?
– Como… cualquier cosa.
Marie me miró y contestó:
– Eso fue precisamente lo que Liam Griffith le preguntó a Lucita tres veces. ¿Qué estamos buscando, John?
– Una nevera portátil.
– No. Sólo una manta.
Pensé en ello y llegué a la conclusión de que si ésa era la pareja en cuestión -y todo parecía indicar que lo era-, ya tenían la nevera y la cámara de vídeo en el coche.
– Espero que Lucita reparase en la marca, el modelo, el año, el color y la matrícula del coche al que subieron.
Marie sonrió.
– No siempre somos tan afortunados. Pero sí reparó en el coche, aunque no pudo describirlo, excepto que esa pareja abrió una puerta trasera. Así que llevé a Lucita al aparcamiento y le mostré las camionetas, los 4 X 4 y los monovolúmenes, y fuimos reduciendo la lista a unas veinte marcas y otros tantos modelos. Ella no entendía mucho de coches, excepto que era de color canela.