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Asentí y pensé en el Ford Explorer de color claro que el policía de Westhampton había visto regresando desde la playa justo después del accidente. Todo parecía encajar, como un rompecabezas que estuvieses colocando boca abajo. Alguien necesitaba darle la vuelta y ver el dibujo.

Marie continuó.

– Lucita dijo que esa pareja se metió en el coche y se marchó. Fin de la pista.

– ¿Conseguiste que el dibujante hiciera un retrato robot de la mujer basado en la descripción de Lucita?

– No. Creo que tenía un pequeño problema con el idioma.

Además, como ya te he dicho, esa mujer llevaba gafas de sol y un gran sombrero flexible. -Marie sonrió y dijo-: Lucita me dijo que tal vez fuese una estrella de cine.

Sonreí.

– Bueno, en cierto sentido es posible que tuviese razón.

– ¿A qué te refieres?

– Te lo diré más tarde. ¿Cuál era el apellido de Lucita? -pregunté.

– González Pérez, según mis notas.

Tomé nota mentalmente de ese dato y le pregunté:

– ¿Especuló alguien con la posibilidad de que la mujer de la habitación 203 tuviese su propio coche en algún lugar del aparcamiento?

– Sí. Y eso hubiese aumentado las probabilidades de que fuesen amantes casados. Pero nadie la vio en otro coche ni nada por el estilo. Comprobamos las matrículas de los coches que aún estaban en el aparcamiento para ver si quizá había algún vehículo cuya presencia no pudiese justificarse. Todavía había gente que pensaba que la mujer había sido víctima de un crimen, y que el tío la había matado en la playa o quizá en la habitación, y la había arrojado en el maletero del coche, envuelta en la manta. Pero no encontramos nada… al menos que yo sepa.

– ¿Alguien les vio regresar al hotel aquella noche?

– No, como ya te he dicho, la primera y única vez que los vieron fue cuando lo de Lucita, al salir de la habitación 203 a las siete de la tarde. En algún momento, entre esa hora y cuando otra doncella entró en la habitación al día siguiente, cerca del mediodía, la pareja desapareció y se descubrió que faltaba una manta de la habitación, aparentemente la misma manta que dejaron en la playa.

– ¿Pudiste hablar con la otra doncella?

– Imposible. Griffith y sus amigos ya la habían exprimido y nunca estuvo en nuestra lista. Pero Griffith nos dijo que esa doncella recordaba una marca de lápiz de labios en un vaso, que la ducha había sido usada y que la cama estaba sin hacer y faltaba la manta. Dijo que en la habitación no había nada que pudiese darnos alguna pista porque esa doncella había limpiado la habitación y eliminado cualquier cosa que pudiera servir para identificar a esa pareja. Al menos eso es lo que dijo Griffith -añadió Marie.

– Tienes que aprender a confiar en los federales -dije.

Marie se echó a reír.

Pensé en todo ese asunto. Aunque tenía un cuadro mucho más claro de lo que había sucedido en el Hotel Bayview hacía cinco años, no estaba más cerca de encontrar a esa pareja de lo que había estado el día anterior. Quiero decir que si Griffith, Nash y el otro tío del FBI realmente habían llegado a un callejón sin salida hacía cinco años, con todos los recursos del mundo a su disposición, entonces yo acabaría dándome con una pared de ladrillos.

Pero quizá ellos encontraron la gallina de los huevos de oro.

Es bastante difícil aclarar un caso no resuelto hace cinco años; es mucho más difícil resolver uno que ya ha sido resuelto por alguien que ha ocultado todas las pistas y a todos los testigos.

Bueno, todo lo que tenía que hacer ahora era regresar a la oficina y pedir los archivos marcados «TWA 800 – Hotel Bayview» o algo parecido. ¿Correcto?

– ¿Se te ocurre alguna otra cosa? -le pregunté a Marie.

– No, pero pensaré en ello.

Le di mi tarjeta.

– Si me llamas, hazlo al móvil. No llames a la oficina.

Ella asintió.

– ¿Puedes darme algún nombre?

– No puedo hacer eso. Pero puedo hacer algunas llamadas y ver si alguno de los otros tres policías quiere hablar.

– Te mantendré informada.

– ¿De qué va todo esto, John?

– Bien, te diré algo que Griffith no te dijo. En aquella manta que encontraron en la playa había un cubreobjetivo de una cámara de vídeo.

Le llevó dos segundos decir:

– Joder. ¿Crees que…?

– ¿Quién sabe? -Me levanté y añadí-: No se lo digas a nadie. Entretanto, piensa en aquel día en el Bayview y sobre lo que podrías haber oído después. Y gracias, Marie, por tu tiempo y tu ayuda.

Me acerqué al parque y puse nuevamente en funcionamiento el móvil, luego le dije a Marie:

– No es necesario que me acompañes.

Ella me abrazó.

– Ten cuidado -dijo.

CAPÍTULO 21

Slobodan estaba sentado en el taxi, hablando por su teléfono móvil. Abrí la puerta trasera, subí y le dije:

– Al muelle St. George. De prisa.

Se alejó del bordillo sin dejar de hablar por teléfono en un idioma que sonaba a un ventilador antiguo.

Llegamos a la terminal del transbordador diez minutos antes de la salida de las 17.30 y le pagué lo que marcaba el taxímetro más cinco pavos. Tomé nota mentalmente de pasarle una relación de mis gastos a la señorita Mayfield.

Cerca de la terminal había un camión de helados y, dejándome llevar por un rapto de nostalgia, compré un cucurucho azucarado con dos bolas de pistacho.

Subí al transbordador, que seguía siendo gratis, me dirigí a la cubierta superior y, pocos minutos más tarde, partimos en dirección a Manhattan.

Es un viaje de apenas veinte minutos y, durante ese tiempo, consideré un par de cosas que no cuadraban. Cosas que había dicho Kate, o que no había dicho. Este trabajo es cincuenta por ciento de información y cincuenta por ciento de intuición. Y mi intuición me decía que no tenía toda la información.

Durante la travesía contemplé la Estatua de la Libertad, y sí, me sentí ligeramente conmovido por una oleada de patriotismo y mi jurado deber de defender la Constitución de Estados Unidos y todo eso, pero aún no estaba convencido de que lo que le había ocurrido al vuelo 800 de la TWA hubiese sido un ataque contra mi país.

Y luego estaban las víctimas y sus familiares. Como policía de homicidios siempre intenté no implicarme personalmente con la familia de los fallecidos, pero muchas veces lo hice. Eso te motiva, pero no siempre de un modo que resulte positivo para ti o para las víctimas.

Por un instante me vi consiguiendo reabrir este caso. «Visualiza el éxito -como suele decirse-, y tendrás éxito.» Imaginé a Koenig, Griffith y mi jefe inmediato, el capitán David Stein del Departamento de Policía de Nueva York, estrechando mi mano mientras mis colegas aplaudían y me vitoreaban, y recibía una invitación para cenar en la Casa Blanca.

Pero eso no era exactamente lo que sucedería si conseguía que se reabriese el caso. Y no quería pensar siquiera en lo que realmente podría suceder. De hecho, en este asunto no había ningún aspecto positivo -sólo peligrosos inconvenientes-, excepto satisfacer mi ego y afirmar mi ligeramente detestable personalidad.

Y también, naturalmente, estaba Kate, quien contaba conmigo. ¿Cuántos tíos se han jodido la vida tratando de impresionar a una mujer? Al menos seis mil millones. Tal vez más.

El transbordador atracó en el muelle, bajé y cogí un taxi al Delmonico's, en Beaver Street, una carrera corta desde el puerto.

Hacía cerca de ciento cincuenta años que el Delmonico's estaba abierto, de modo que supuse que no había cerrado sus puertas en los últimos días, dejando a la señorita Mayfield esperando en la calle. Como está en el distrito financiero, siempre se encuentra lleno de tíos que trabajan en Wall Street. La gente del 26 de Federal Plaza no lo frecuentaba, que era de lo que se trataba.

Me dirigí a la barra donde la señorita Mayfield conversaba animadamente con dos tíos cachondos de Wall Street. Me colé entre ellos y le pregunté: