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Si hubiese tenido dos copas más encima, probablemente me habría calmado, pero sólo había bebido medio vaso y no podía quitarme de la cabeza el hecho de que mi esposa me hubiese mentido. Además, tampoco estaba completamente seguro de que me estuviese diciendo toda la verdad acerca de dónde estaban sentados o acostados exactamente Ted y ella cuando él le habló de la manta que habían encontrado en la playa.

– Venga, John. Tomemos otra copa -dijo Kate.

Me levanté y me fui.

CAPÍTULO 22

Desperté en el sofá con una resaca masiva.

Recordé que había cogido un taxi desde el Delmonico’s hasta el Dresner's, uno de los garitos que hay en mi barrio, donde Aidan, el camarero, me sirvió con generosidad. Lo siguiente que soy capaz de recordar es que trataba de apartar algo de mi cara. Era el suelo.

Me senté y descubrí que sólo llevaba puesta la ropa interior y me pregunté si habría llegado a casa vestido de esa guisa. Luego vi que mi ropa estaba en el suelo, lo que era una buena señal.

Me puse de pie lentamente. El sol de la mañana entraba a raudales a través de la puerta del balcón, pasaba directamente a través de mis globos oculares y llegaba al cerebro.

Fui a la cocina, donde percibí el olor a café. Junto a la cafetera había una nota. «John, me he ido a trabajar. Kate.» El reloj digital de la cafetera decía 9.17. Luego 9.18. Fascinante.

Me serví una jarra de café caliente, solo. Estaba tratando de colocar el incidente en el Delmonico's en espera hasta que mi cerebro pudiese subir al estrado y presentar motivos que justificasen mi pequeña rabieta.

Pero cuando comencé a recordar el incidente, pensé que quizá mi reacción había sido excesiva. Empezaba a sentirme arrepentido y sabía que necesitaba suavizar las cosas con Kate, aunque una disculpa era imposible.

Acabé mi café, fui al baño, tragué un par de aspirinas, me afeité y luego me metí en la ducha.

Sintiéndome un poco mejor, decidí llamar al trabajo para avisar de que estaba enfermo, cosa que hice.

Me vestí de un modo informal con pantalones color canela, camisa deportiva, una chaqueta azul, náuticos y pistolera en el tobillo.

Llamé al garaje para decir que preparasen mi coche, busqué una bolsa de patatas fritas para el camino y bajé las escaleras.

Mi conserje me saludó animadamente, lo que me puso de mal humor. Me metí en el coche y me dirigí por la Segunda Avenida hasta el Midtown Tunnel, que me llevó directamente a la autopista de Long Island, dirección este.

Era un día parcialmente nublado, húmedo, y según el termómetro del coche ya estábamos a 78 grados Fahrenheit. Cambié el ordenador de a bordo al sistema métrico y la temperatura descendió súbitamente a 26 grados Celsius, que era fresca para esa época del año.

El tráfico era de ligero a moderado en ese jueves de julio. El viernes se presentaría cargado con el tráfico de Manhattan que iba hacia el East End de Long Island. Un día excelente para visitar el Hotel Bayview.

Busqué en la radio una emisora de música country, que es una música muy buena para la resaca. Tim McGraw estaba cantando con voz chillona Please Remember Me. Comí unas cuantas patatas fritas.

Bien, Kate me había contado una pequeña mentira inocente para evitar mencionar el nombre de Ted Nash porque pensaba que ese nombre podía hacer que me cabrease. Creo que utilizó el término «psicótico». En cualquier caso, podía apreciar y comprender por qué había mentido. Por otro lado, como cualquier policía sabe, las mentiras son como las cucarachas: si ves una, seguro que hay más.

Aparte de eso, quizá ese pequeño altercado fuese algo positivo; había puesto cierta distancia entre Kate y yo, lo que me venía de perlas para el caso. Ya se lo explicaría más tarde.

Pensé que para entonces ya me habría llamado al ver que no había acudido al trabajo, pero mi teléfono móvil permanecía mudo.

Algunas agencias encargadas del cumplimiento de la ley, el FBI incluido, saben buscar las ondas de teléfonos móviles para localizar un teléfono o emplear un busca si conocen el número, aun cuando no estés utilizando el teléfono en ese momento. El teléfono móvil sólo tiene que encenderse y enviar una señal a las torres más cercanas, con la que puede triangularse la ubicación del teléfono.

No estoy paranoico -hay gente que realmente está tratando de cogerme-, de modo que apagué el móvil y el busca ante las muchas posibilidades de que los oficiales que no tenían nada que hacer en el 26 de Federal Plaza quisieran averiguar adónde iba en mi día libre por enfermedad. Tener el teléfono móvil y el busca apagados al mismo tiempo va contra las reglas, pero ése era el menor de mis problemas.

Dejé atrás el barrio de Queens y entré en el condado de Nassau. El cantante salmodiaba ahora por la radio una canción lacrimógena que hablaba de una esposa infiel, su mejor amigo, el corazón tramposo de la tía y noches solitarias. Yo le recomendaría que fuese a ver a un consejero matrimonial, pero el escocés solo también daba resultado. Cambié de emisora.

Un tío de un programa de entrevistas estaba desvariando acerca de algo mientras otro, probablemente un oyente que había llamado al programa, intentaba colar una palabra.

Me llevó unos minutos enterarme de qué iba la cosa; tenía algo que ver con Adén, y al principio pensé que estaban hablando de Aidan Connelly, mi camarero en el Dresner's, pero eso no tenía ningún sentido. Entonces uno de los tíos dijo «Yemen». Y se hizo la luz.

Aparentemente, la embajadora en Yemen, una mujer llamada Barbara Bodine, había prohibido que John O'Neill regresara a Yemen. John O'Neill, yo lo sabía, era el muy respetado oficial al mando de la investigación que el FBI llevaba a cabo en torno al atentado contra el USS Cole en el puerto de Adén, que está en Yemen.

Por lo que pude deducir de las palabras del conductor del programa, y de su desafortunado invitado -y por lo que yo recordaba de lo que había publicado el New York Post y de las conversaciones en la ATTF-, la embajadora Bodine, al tratarse de una diplomática, no aprobó la agresiva investigación del atentado contra el Cole que O'Neill llevó a cabo en Yemen. De modo que, cuando O'Neill regresó a Washington para una reunión -que muy bien pudo haber sido una encerrona-, la embajadora Bodine no lo autorizó a volver a Yemen.

En cualquier caso, el tío que dirigía el programa estaba prácticamente echando espuma por la boca, llamando al Departamento de Estado una panda de maricones, cobardes e incluso empleando la palabra «traidores».

El otro tío, aparentemente, era un portavoz del Departamento de Estado, y estaba tratando de meter baza, pero tenía esa voz melosa y falsa que yo encuentro irritante. Y el tío que dirigía el programa, con una profunda voz de bajo, le estaba abriendo al otro un nuevo agujero en el culo.

– Tenemos diecisiete marineros del Cole muertos -dijo el tío del programa- y ustedes están obstaculizando la investigación cediendo ante ese país insignificante y esa palomita que tienen allí de embajadora… ¿de qué lado está esa tía? ¿De qué lado está usted?

El tío del Departamento de Estado contestó:

– El secretario de Estado ha decidido que la embajadora Bodine ha realizado un juicio razonado y considerado al prohibir que el señor O'Neill regrese a Yemen. Esta decisión está basada en cuestiones más importantes relacionadas con el mantenimiento de buenas relaciones con el gobierno yemenita que está cooperando con…

– ¿Cooperando? ¿Está usted de broma o es que se ha vuelto majara? ¡Esos tíos estaban detrás del ataque al Cole!

Y así continuaron. Volví a sintonizar la emisora de música country, donde, al menos, cantaban sobre sus problemas.

La conclusión sobre la guerra contra el terrorismo era, como ya he dicho, que no había ninguna guerra.