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Yo había imaginado que esta nueva Administración mostraría un poco más de interés, pero parecía que no se daban cuenta de nada. Lo que resultaba alarmante si creías que los tíos de los programas de entrevistas sí se daban cuenta de lo que estaba pasando.

Dejé atrás el condado de Nassau y entré en el condado de Suffolk, en cuyo extremo se encontraban los Hamptons.

Continué viaje hacia el este y pasé la salida de la carretera William Floyd que Kate y yo habíamos seguido hacía un par de noches cuando asistimos al servicio religioso en la playa. «William Floyd es una estrella del rock, ¿verdad?» Sonreí.

Entré en un área apropiadamente llamada The Pine Barrens y comencé a buscar una salida a Westhampton. Había salidas al Laboratorio Nacional de Brookhaven y Calverton, lo que me recordó por qué me estaba escaqueando del trabajo, por qué me había peleado con mi esposa y por qué me dirigía hacia un problema.

Abandoné la autopista al ver una señal de salida que prometía que era el camino a Westhampton.

Ahora viajaba hacia el sur, en dirección a la bahía y el océano. Veinte minutos más tarde llegué al pintoresco pueblo de Westhampton Beach. Pasaban unos minutos de la una de la larde.

Conduje un rato por las calles del pueblo, inspeccionándolo, tratando de imaginar a Don Juan haciendo lo mismo hacía cinco años. ¿Estaría la mujer con él? Probablemente no, si ella estaba casada. Quiero decir que pasar a recogerla por su casa para tener una cita romántica no era una buena idea. De modo que viajaron por separado y se encontraron en algún lugar cerca de aquí.

No se habían detenido a jugar en ninguno de los numerosos moteles que había junto a la autopista, conocida en ocasiones como la Autopista de Parar y Disparar, de modo que era muy posible que tuviesen intención de pasar la noche en alguna parte, y de ahí el hotel caro. Y si eso era verdad, y suponiendo que ambos estuviesen casados, entonces tenían muy buenas historias para cubrir su escapada. O unos cónyuges que eran unos imbéciles.

Casi podía imaginarlos comiendo en alguno de los restaurantes que veía mientras paseaba por la calle principal. Ellos ya conocían el Hotel Bayview o bien decidieron pedir una habitación allí mientras paseaban por el pueblo. La pequeña nevera me decía que probablemente habían planeado ir a la playa, y no habían llevado la cámara de vídeo para hacer películas para los críos.

No sabía dónde estaba el Hotel Bayview, pero tenía el presentimiento de que se encontraba cerca de la bahía, de modo que me dirigí hacia el sur por una carretera llamada Beach Lane. Que la bahía suele estar en la playa no te lo enseñan en la academia de policía.

Los verdaderos hombres no preguntan por las direcciones, que es la razón por la que un tío inventó el posicionamiento global, pero yo no tenía un GPS y, además, tenía poca gasolina, de modo que me detuve junto a una pareja joven que montaban en bicicleta y les pregunté cómo llegar al Hotel Bayview. Fueron muy amables y, cinco minutos más tarde, pasaba a través de la entrada del hotel que tenía un cartel donde se decía que había habitaciones disponibles.

Aparqué en la zona destinada a los clientes y bajé del coche.

Llevando básicamente la misma ropa que Marie Gubitosi dijo que había llevado Don Juan el 17 de julio de 1996, caminé hacia la puerta principal del Hotel Bayview.

Esta visita sería un muro de ladrillos o una ventana mágica a través de la cual podría mirar cinco años atrás.

CAPÍTULO 23

El Hotel Bayview era exactamente como Marie lo había descrito: una casa grande y antigua, de estilo Victoriano, que en otro tiempo pudo haber sido una residencia particular.

Detrás de la casa habían levantado una estructura moderna de dos plantas que se asemejaba más a un motel, construida entre algunos árboles añejos, y más allá alcancé a ver unas pequeñas cabañas para los huéspedes. El terreno descendía suavemente hacia la bahía y, al otro lado de la misma, divisé la lengua de tierra por la que la Dune Road discurría a lo largo del océano. Era un lugar muy agradable y no me costó mucho entender por qué una pareja de mediana edad, de buena posición, pudo escoger este lugar para tener una aventura romántica. Por otra parte, era la clase de lugar donde el señor y la señora Clase Media Alta podían toparse con algún conocido. Uno, o los dos, pensé. Era un poco imprudente. Me pregunté si seguirían casados con sus respectivas parejas. De hecho, me pregunté si la mujer aún estaría viva. Pero tal vez sólo fuese una idea del detective de homicidios que llevo dentro.

Subí un pequeño tramo de escaleras hasta un gran porche de madera y entré en el pequeño vestíbulo del hotel, bien amueblado y con aire acondicionado.

Me volví para mirar a través de las puertas cristaleras y advertí que no podía ver mi coche desde el vestíbulo.

El recepcionista, un joven apuesto, me dijo:

– Bien venido al Hotel Bayview, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Vi el cartel que dice que hay habitaciones disponibles -dije-. Necesito una habitación y me gustaría que estuviese en el edificio nuevo.

– Tenemos una habitación disponible en el Moneybogue Bay Pavilion -dijo, después de teclear en el ordenador-. Por doscientos cincuenta dólares la noche tiene una bonita vista de la bahía.

La economía iba hacia el sur pero los precios del Hotel Bayview se dirigían hacia el norte.

– Me la quedo.

– Muy bien. ¿Cuánto tiempo estará con nosotros?

– ¿Tiene tarifas para medio día?

– No, señor. En verano no. -Y añadió-: Vuelva en otoño si quiere un revolcón rápido en el heno a mitad de precio.

En realidad no dijo esa última frase, pero ése era el mensaje.

– Una noche -dije.

– Muy bien.

El recepcionista deslizó una tarjeta de registro y una pluma a través del mostrador y no pude dejar de notar sus uñas pulidas. Comencé a rellenar la tarjeta, que advertí que tenía un acabado duro, brillante, que habría dejado huellas digitales latentes si alguien se hubiese tomado la molestia de espolvorear la tarjeta.

El empleado, cuyo nombre se leía en su etiqueta de latón, «Peter», me preguntó:

– ¿Cómo pagará, señor?

– En metálico.

– Muy bien. ¿Puede dejarme una tarjeta de crédito para tomar los datos?

Empujé la tarjeta de registro hacia él al tiempo que le decía:

– No creo en las tarjetas de crédito. Pero puedo darle quinientos dólares en metálico como depósito de seguridad.

Echó un vistazo a la tarjeta que acababa de rellenar y luego me miró.

– Eso será suficiente, señor Corey. ¿Puedo hacer una fotocopia de su permiso de conducir?

– No lo llevo conmigo. -Puse mi tarjeta profesional sobre el mostrador y le dije-: Quédese con esto.

Peter miró la tarjeta, que llevaba impreso el logotipo del FBI, y dudó un momento antes de preguntar:

– ¿Tiene alguna otra manera de identificarse?

Tenía conmigo la credencial de los federales, por supuesto, pero quería ver si podía conseguir una habitación del mismo modo en que Don Juan la había conseguido.

– Llevo mi nombre cosido en la ropa interior. ¿Quiere verlo?

– ¿Señor?

– Eso es todo, Peter. Dinero en metálico para pagar la habitación, depósito de seguridad y mi tarjeta profesional. Necesito una habitación. -Puse dos billetes de veinte pavos en su mano y añadí-: Esto es por sus molestias.

– Sí, señor… -Se guardó el dinero en el bolsillo y sacó un talonario de recibos de debajo del mostrador. Comenzó a escribir algo, luego volvió a mirar mi tarjeta para escribir mi nombre y preguntó-: ¿Trabaja usted… para el FBI?

– Así es. En realidad, no necesito una habitación. Necesito hablar con el señor Rosenthal. -Mantuve alzada mi credencial el tiempo suficiente para que pudiese ver la fotografía y añadí-: Se trata de un asunto oficial.

– Sí, señor… puedo…