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– El señor Rosenthal. Gracias.

Marcó un número de tres dígitos y dijo en el auricular:

– Susan, aquí hay un caballero del FBI que ha venido a ver al señor Rosenthal. -Escuchó un momento y dijo-: No… yo no… está bien. -Colgó y me dijo-: La señorita Corva, la ayudante del señor Rosenthal, vendrá en un momento.

– Genial.

Cogí mi tarjeta y la tarjeta de registro del mostrador y las guardé en el bolsillo, pero como soy un sentimental dejé que Peter conservase los cuarenta pavos para su próxima manicura. Eché un vistazo al vestíbulo, que tenía un montón de caoba oscura, plantas en tiestos, muebles pesados y cortinas de encaje.

A la izquierda había una puerta doble abierta que daba acceso al bar restaurante donde había algunos huéspedes sentados a las mesas. Olí el aroma a comida y mi estómago se quejó con un gruñido.

A la derecha había otra puerta doble que comunicaba con el salón y la biblioteca que había mencionado Marie. Hacia la parte trasera había una gran escalera y, bajando por ella, una mujer joven y atractiva vestida con una falda oscura, blusa blanca y zapatos caros y elegantes. Vino hacia mí.

– Soy Susan Corva, la ayudante del señor Rosenthal. ¿En qué puedo ayudarlo?

Siguiendo la rutina, volví a exhibir mi credencial y dije amablemente:

– Soy el detective Corey, del FBI, señorita. Me gustaría ver al señor Leslie Rosenthal.

– ¿Puedo preguntarle de qué se trata?

– Es un asunto oficial, señorita Corva, que no estoy autorizado a revelar.

– Bueno… el señor Rosenthal se encuentra muy ocupado en este momento, pero…

– Yo también estoy muy ocupado -añadí, como lo hago siempre-. No le robaré mucho tiempo. Después de usted.

Ella asintió, se volvió y subimos la escalera juntos.

– Bonito lugar -dije.

– Gracias.

– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?

– Éste es mi segundo verano.

– ¿El hotel cierra en invierno?

– No, pero todo está muy tranquilo después del Día del Trabajador.

– ¿Qué pasa con el personal?

– Bueno… la mayor parte del personal se marcha. Ellos saben cómo es la rutina. Tenemos un montón de temporeros.

– ¿Temporeros?

– Gente del lugar y personas que vienen de fuera a trabajar sólo durante la temporada de verano. Maestros, estudiantes. También personal profesional que viene después del Día del Trabajador.

– Entiendo. ¿Tienen el mismo personal todos los veranos?

Llegamos al final de la escalera y ella contestó:

– Muchos repiten. El sueldo es bueno y les gusta este lugar en sus días libres. -Me miró y preguntó-: ¿Hay algún problema?

– No. Es sólo trabajo de rutina.

Para su información, cuando un policía dice «rutina», no lo es.

A lo largo del amplio corredor había habitaciones de huéspedes numeradas, y en un pequeño pasillo lateral había una puerta con un rótulo que decía «PRIVADO – SÓLO PERSONAL», y que la señorita Corva abrió. Entramos en una oficina exterior donde había cuatro jóvenes sentadas ante otros tantos ordenadores y contestando a los teléfonos.

La señorita Corva me llevó hasta otra puerta, golpeó suavemente, la abrió y me indicó que entrase.

Detrás de un gran escritorio estaba sentado un hombre que había superado la mediana edad y llevaba una camisa de vestir con el cuello abierto y una corbata de vivos colores colgando floja sobre la pechera. Se levantó, rodeó el escritorio y comprobé que era alto y delgado. Su rostro tenía una expresión bastante inteligente, aunque en sus ojos se advertía cierta preocupación.

– Señor Rosenthal, éste es el señor Corey, del FBI -dijo la señorita Corva.

Nos dimos la mano.

– Gracias por recibirme sin haberme anunciado -dije.

– No hay problema. Gracias, Susan -le dijo a la señorita Corva. Ella se marchó, cerrando la puerta al salir-. Por favor, tome asiento, señor…

– Corey. John Corey. -No le entregué mi tarjeta pero sí le mostré mi credencial para que se pusiera con el ánimo adecuado a las circunstancias. Me senté en un sillón que había al otro lado del escritorio y él regresó a su gran sillón orejero.

– ¿En qué puedo ayudarle, señor Corey? -preguntó.

El FBI te entrena para que te muestres muy amable con los ciudadanos, lo que está muy bien. Ellos también quieren que seas amable con los presuntos criminales, los espías, los inmigrantes ilegales y los terroristas extranjeros, todo lo cual representa un auténtico reto para mí. Pero el FBI tiene una imagen que proteger. El señor Rosenthal era un ciudadano, no era sospechoso de nada, excepto de llevar una corbata horrible con dibujos de ballenitas.

– Estoy realizando un trabajo de seguimiento del accidente del vuelo 800 de la TWA.

El señor Rosenthal pareció sentirse aliviado de que mi visita no estuviese relacionada con alguna otra cosa, como emplear a inmigrantes ilegales. Asintió.

– Como usted sabe, señor -dije-, ya han pasado cinco años desde aquella tragedia, y este aniversario ha estado marcado por un gran despliegue periodístico, una circunstancia que, de alguna manera, ha renovado la conciencia y la preocupación de la opinión pública acerca de este hecho.

– Yo también he estado pensando en ello en los últimos días -dijo, asintiendo.

– Bien.

Eché un vistazo al despacho del señor Rosenthal. En una pared colgaba un diploma de la Universidad de Cornell, además de docenas de premios, placas y menciones profesionales y cívicas. Por el gran ventanal que había detrás de su escritorio se podía ver la bahía y el nuevo Moneybogue Bay Pavilion de dos plantas, que seguía pareciendo un motel. A la derecha, junto al camino que bajaba hacia la playa, vi el aparcamiento correspondiente al motel, casi vacío a esa hora.

Volví mi atención al señor Rosenthal y continué con mi explicación.

– Con el objeto de disipar esta preocupación, estamos repasando algunos de los hechos. -A mí la explicación me parecía una birria, pero el señor Rosenthal asintió-. Como seguramente recordará, dos posibles testigos del accidente se alojaron en su hotel el 17 de julio de 1996, el día de la tragedia.

– ¿Cómo podría olvidarlo? ¿Consiguieron encontrarlos alguna vez?

– No, señor, no pudimos dar con ellos.

– Bueno, nunca volvieron a poner los pies por aquí. Al menos, que yo sepa. Los hubiera llamado inmediatamente.

– Sí, señor. ¿Tiene un nombre y un número de contacto?

– No… pero sé cómo llamar al FBI.

– Bien. He leído los informes de los agentes que estuvieron aquí en aquellos días y me gustaría que me aclarase algunos puntos.

– De acuerdo.

El señor Rosenthal parecía un tío legal, directo y con ganas de cooperar.

– ¿Sigue trabajando aquí el empleado de recepción que se encargó de registrar a ese posible testigo?

– No. Se marchó poco después del accidente.

– Entiendo. ¿Cómo se llamaba?

– Christopher Brock.

– ¿Sabe dónde podría encontrarle?

– No, pero puedo conseguirle sus datos personales.

– Eso sería muy útil para mí -dije-. En esos días también trabajaba aquí una doncella, llamada Lucita González Pérez, que vio a ese posible testigo y a una mujer saliendo de una habitación. La habitación 203. ¿Sigue trabajando aquí esa mujer?

– No lo creo. No la he vuelto a ver desde aquel verano. Pero lo comprobaré.

– ¿Podría ver su ficha?

Ahora pareció ligeramente incómodo y contestó:

– Conservamos fotocopias de sus tarjetas verdes si son trabajadores invitados. Todos nuestros empleados nacidos en el extranjero deben tener la nacionalidad norteamericana, o estar aquí con una visa de trabajo. De otro modo, no les daríamos el empleo.

– Estoy seguro de eso, señor. Pero el tema aquí no es la situación legal de esa mujer en el país. Ella es una testigo y nos gustaría hablar nuevamente con ella.