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– Lo comprobaré.

– Bien. Había otra mujer de la limpieza. La que entró en la habitación 203 al día siguiente al mediodía e informó de que los huéspedes se habían marchado y de que faltaba una manta. ¿Sigue aquí esa mujer?

– No, no la he vuelto a ver desde aquel verano.

Lo que yo veía allí era un pequeño patrón de conducta.

– Pero usted la recuerda -dije.

– Sí, así es.

– ¿Tiene su ficha?

– Estoy seguro de que sí. Era una estudiante universitaria. Venía todos los veranos a trabajar en el hotel. Trabajaba duro y se divertía mucho. -Sonrió y añadió-: Creo que el último verano que trabajó con nosotros estaba haciendo un doctorado.

– ¿Cómo se llama?

– Roxanne Scarangello.

– ¿Es de aquí?

– No. Vivía en Filadelfia. Estudiaba en Pennsylvania State. O quizá en la Universidad de Pennsylvania. Está en su solicitud de empleo.

– ¿Y las conserva?

– Así es. Por cuestiones de impuestos. Además solemos contratar nuevamente a los buenos, de modo que a veces los llamamos por teléfono en mayo. Es muy difícil conseguir empleados aquí en el verano.

– Bien.

Roxanne la universitaria no era una testigo principal del caso, y tampoco lo eran Christopher, el recepcionista, ni Lucita. De modo que, ¿qué diablos estaba haciendo aquí? A veces sólo necesitas trabajar el caso, caminar sobre el terreno y hacerle preguntas a personas que no saben absolutamente nada. Es como un laberinto donde te conviertes en un experto en pistas falsas y callejones sin salida, que es el primer paso que hay que dar para encontrar la salida del laberinto.

– ¿Recuerda usted los nombres de los agentes federales que vinieron a su hotel preguntando por la persona que había ocupado la habitación 203?

– No. Nunca supe sus nombres. Un hombre apareció por el hotel muy temprano aquella mañana… era el viernes después del accidente y quería saber si algún miembro del personal había informado acerca de una manta desaparecida. Alguien llamó a la jefa de doncellas, y ella dijo que sí, que faltaba una manta de la habitación 203. Luego ese hombre pidió verme y solicitó mi autorización para hablar con el personal, y yo le dije que por supuesto, pero de qué se trataba todo. Y él me dijo que me lo explicaría más tarde. Mientras tanto, aparecieron esos tres agentes del FBI y uno de ellos dijo que el asunto estaba relacionado con el accidente del avión. Tenía esa manta dentro de una bolsa de plástico con una etiqueta que decía «Prueba». Me la mostró a mí y a la jefa de doncellas y a unas cuantas de sus chicas, y le dijimos que sí, que ésa podía ser la manta que faltaba de la habitación 203. Luego quiso ver las tarjetas de registro y la información que había en el ordenador y hablar con el empleado de recepción que estaba de servicio aquel día. Pero usted ya sabe todo esto.

– Así es. ¿Recuerda el nombre del agente que llegó inicialmente al hotel preguntando por una manta desaparecida?

– No. Me dio su tarjeta pero luego se la guardó.

– Entiendo. Siga, por favor.

El señor Rosenthal continuó con su relato, contando nuevamente los hechos de aquella mañana y tarde de hacía cinco años con la claridad de un hombre que le ha contado la historia a sus amigos y a su familia un centenar de veces, por no mencionar la claridad de un hombre que había tenido que vérselas con varios agentes federales dando vueltas por su agradable y tranquilo hotel.

En su relato no había muchos datos nuevos, pero escuché atentamente sus palabras por las dudas de que los hubiese. El señor Rosenthal continuó:

– De modo que resultó que ese huésped usaba un nombre falso… en el hotel tenemos una política de no aceptar ese proceder…

– Excepto durante la temporada baja.

– ¿Perdón?

– Continúe.

– Necesitamos saber quiénes son nuestros huéspedes. Y Christopher, el empleado de recepción, siguió el procedimiento hasta cierto punto… pero ahora insistimos en pedir una tarjeta de crédito o el permiso de conducir, o alguna clase de documento de identidad provisto de una fotografía.

Tenía noticias para el señor Rosenthal, pero no era el momento de dárselas.

– ¿Por qué se marchó Christopher? -pregunté.

– Bueno… tuvimos un desacuerdo respecto a su forma de llevar el registro de ese huésped. Yo no lo culpaba por lo ocurrido, pero quería que revisáramos todos los registros. Él no parecía estar especialmente disgustado, pero uno o dos días más tarde se marchó. -El señor Rosenthal añadió-: El personal del hotel, especialmente los hombres, es un poco excitable.

Pensé en lo que acababa de decir, luego le pregunté:

– ¿Qué pasó con los quinientos dólares en metálico que ese huésped dejó como depósito?

– Aún los conservamos para ese huésped. -Sonrió-. Menos treinta y seis dólares por dos medias botellas de vino del minibar.

Le devolví la sonrisa.

– Avíseme si ese caballero regresa alguna vez a buscar su depósito.

– Así lo haré, sin duda.

De modo que Don Juan y su acompañante habían consumido un poco de vino antes o después de haber estado en la playa.

– ¿Tiene botellas grandes en las habitaciones? -pregunté.

– No. Uno de los agentes del FBI me preguntó lo mismo. ¿Por qué es tan importante?

– No lo es. Así que la tarjeta profesional de ese huésped decía…

– No recuerdo el nombre. Creo que era una tarjeta de abogado.

– ¿El empleado de recepción, Christopher, dijo en algún momento que ese hombre tenía aspecto de abogado?

La pregunta pareció desconcertar ligeramente al señor Rosenthal.

– Yo… ¿qué aspecto tiene un abogado? -preguntó el señor Rosenthal.

Respondí de la única manera en que podía.

– Por favor, continúe.

El señor Rosenthal habló durante un rato de los otros cuatro agentes federales que se unieron a los tres que ya estaban en el hotel, tres hombres y una mujer, que sería Marie Gubitosi.

– Los federales interrogaron a todo el mundo, personal y huéspedes, y fue un tanto incómodo, pero toda la gente quería cooperar porque tenía que ver con el accidente del avión. Todos estaban muy afectados por lo que había ocurrido y no se hablaba de otra cosa.

El señor Rosenthal continuó con sus recuerdos de aquel día.

Mi pequeña resaca ya estaba mucho mejor y podía asentir con la cabeza sin que me doliese. Saqué el teléfono móvil y el busca del bolsillo. Los encendí, esperando la señal que indicara que tenía un mensaje. Antes de que puedan rastrear la señal tienes diez minutos, habitualmente un poco más, pero a veces tienen suerte y localizan tu posición en esos diez minutos. Esperé unos cinco minutos mientras el señor Rosenthal seguía hablando, luego apagué ambos aparatos. Mi fastidio inicial por la mentira de Kate se estaba convirtiendo en fastidio porque no hubiese intentado localizarme por teléfono o a través del busca. ¿Cómo puedes tener una buena pelea si no hablas?

Se me ocurrió que quizá a Kate la habían llamado a la oficina de algún jefe, o a la oficina de la OPR, y en este momento estaba contestando a unas cuantas preguntas desagradables. Y también se me ocurrió que, aunque yo no le había mencionado este viaje a Kate -y estaba seguro de que nadie me había seguido hasta aquí-, la gente de la OPR podía haber adivinado dónde estaba pasando mi día como enfermo. Casi esperaba que Liam Griffith, acompañado de tres matones, irrumpiese en el despacho del señor Rosenthal y me arrancaran de allí. Eso habría sorprendido al señor Rosenthal. Pero no a mí.

El director del hotel estaba diciendo:

– Muchos huéspedes se marcharon del hotel porque no querían bajar a la playa… porque… los restos estaban llegando a la costa… -Respiró profundamente y continuó-: Pero entonces, los curiosos comenzaron a llegar al hotel, además de un montón de gente de los medios de comunicación y algunos políticos. El FBI me ofreció el alquiler garantizado de treinta habitaciones durante un mes si les hacía un precio oficial. De modo que acepté y estoy satisfecho de haberlo hecho porque renovaron la reserva y algunos de ellos se quedaron alojados hasta después del Día del Trabajador.