– Le fue bien.
– A todo el mundo le fue bien por aquí -dijo-. Pero ¿sabe qué? Les habría dejado las habitaciones gratis si con eso hubiese ayudado a la investigación. -Y añadió-: Serví los desayunos gratis a todos los que participaron en la investigación.
– Eso fue muy generoso de su parte. ¿Alguno de esos agentes del FBI que le entrevistaron a usted y a su personal se alojó en el hotel?
– Creo que uno o dos de ellos lo hicieron. Pero después de cinco años, realmente no puedo recordarlo. Yo no tuve casi nada que ver con ellos. ¿Todo esto no consta en el informe oficial? -preguntó el señor Rosenthal.
– Sí. Esto es lo que llamamos una conciliación de archivos. -Lo inventé, pero él pareció creerme. Yo estaba recorriendo todos los callejones sin salida esperados, pero tenía dos nombres nuevos, Christopher Brock, el recepcionista, y Roxanne Scarangello, la universitaria que limpiaba las habitaciones. Necesitaba al menos un nombre más por si aparecía el Policía Duro-. ¿Cómo se llamaba la jefa de doncellas?
– Anita Morales.
– ¿Sigue trabajando en el hotel?
– Sí. Es una empleada fija. Una muy buena supervisora.
– Bien. -Ojalá yo pudiera decir lo mismo de mi supervisor-. Volviendo a Roxanne -dije-, ¿habló usted con ella después de que la entrevistase el FBI?
– Lo hice… pero le habían dicho que no comentase su declaración con nadie, incluido yo.
– Pero ella dijo que vio marcas de lápiz de labios en una copa de vino que había en la habitación, y que habían usado la ducha, que la cama estaba deshecha y que faltaba una manta.
– Ella no habló de eso conmigo -contestó el señor Rosenthal.
– Muy bien. ¿Tomó el FBI huellas dactilares de algún miembro de su personal?
– Sí, lo hicieron -contestó-. Del empleado de recepción, Christopher, y de la doncella que había limpiado la habitación, Roxanne. Dijeron que necesitaban sus huellas para descartarlas de cualesquiera otras huellas encontradas en el mostrador de recepción o en la habitación.
Por no mencionar la tarjeta de registro. A mí me parecía que Don Juan debió de haber dejado unas cuantas huellas perfectas en esa tarjeta que coincidían con las encontradas en la botella y la copa de vino que había en la playa, lo que lo situaba en ambos lugares. Su acompañante también debió de dejar sus huellas dactilares en la botella y la copa de vino, aunque no en la habitación del hotel. Pero si a ninguno de los dos les habían tomado nunca las huellas dactilares por ningún motivo, entonces ése también era un callejón sin salida hasta el momento en que fueran encontrados por algún otro medio y confrontados con las huellas dactilares.
El señor Rosenthal interrumpió mis pensamientos y me preguntó:
– ¿Debo firmar una declaración?
– No. ¿Quiere hacerlo?
– No… pero me estaba preguntando… no está tomando notas.
– No necesito hacerlo. Éste es un procedimiento informal. -Si tomaba notas y me detenían, entonces estaría de mierda hasta las cejas-. ¿Acaso no firmó una declaración hace cinco años? -le pregunté.
– Lo hice. ¿La vio usted?
– Sí. -Era hora de cambiar de tema y de lugar-. Me gustaría echar un vistazo a sus archivos personales.
– Por supuesto. -Se levantó y dijo-: Yo mismo lo acompañaré.
– Gracias.
Abandonamos el despacho del señor Rosenthal y bajamos la escalera hasta el vestíbulo. Volví a encender el teléfono y el busca para ver si había algún mensaje. Como diría cualquier tío de Asuntos Internos del Departamento de Policía de Nueva York, la CIA o el FBI, la persona más difícil de arrestar es uno de los tuyos. No hay criminales astutos, son todos una panda de memos y dejan más pruebas de sus actividades delictivas que Santa Claus la mañana de Navidad. Pero los policías, los agentes del FBI y la gente de la CIA son harina de otro costal; son muy difíciles de descubrir cuando andan en asuntos turbios.
Y dicho esto, tenía la clara sensación de que estaba bajo vigilancia, como dicen los polis. Disponía quizá de veinticuatro horas antes de que descubriesen en qué estaba metido. Tal vez sólo veinticuatro segundos.
CAPÍTULO 24
El señor Rosenthal me acompañó hasta una puerta que había debajo de la escalera principal y que abrió con una llave. Bajamos al sótano, que era oscuro y húmedo.
– Bodega y archivos -anunció.
– Veamos la bodega primero.
Sonrió ante mi primer chiste de la tarde, lo que reforzó la impresión favorable que tenía de él.
Abrió una segunda puerta que también estaba cerrada con llave y encendió una hilera de tubos fluorescentes, que revelaron un gran espacio de techo bajo lleno de estanterías y archivadores en filas bien definidas.
– ¿Quiere la carpeta de Christopher Brock?
– Por favor.
Se dirigió a una fila de archivadores y sacó un cajón que llevaba la etiqueta «A-D», luego buscó entre las carpetas, diciendo:
– Éstas son carpetas que corresponden a todo el antiguo personal administrativo y de oficina… veamos… siempre insisto en que deben conservarse en un estricto orden alfabético… B-R-O… tal vez…
En el cajón había sólo un par de docenas de carpetas y si aún no había encontrado la de Christopher Brock, nunca lo haría.
El señor Rosenthal retrocedió.
– Esto es muy extraño -dijo.
En realidad no lo era. La buena noticia era que la carpeta de Christopher Brock estaba en el 26 de Federal Plaza. La mala noticia era que yo nunca podría echarle un vistazo.
– ¿Qué me dice de Roxanne Scarangello? -le pregunté.
El señor Rosenthal aún parecía perplejo por la carpeta desaparecida y no contestó.
– La doncella universitaria -insistí.
– Oh… sí. Sígame.
Le seguí hasta una fila de archivadores marcados como «Empleados temporales inactivos» y abrió el cajón con la etiqueta «S-U».
– Roxanne Scarangello… debería estar aquí…
Ayudé al señor Rosenthal a buscar entre las carpetas apiñadas en el cajón del archivador. Dos veces.
– ¿Está seguro de que ése era el nombre? -le pregunté.
– Sí. Estuvo aquí cinco o seis veranos. Una chica agradable. Brillante, guapa.
– Trabajadora.
– Sí. Bueno… parece que no puedo encontrar su carpeta. Maldita sea. Soy muy estricto con los archivos. Si no lo hago personalmente, nunca se hace bien.
– ¿Es posible que el FBI se haya llevado los archivos de estas dos personas y olvidasen devolverlos?
– Bueno, ellos se los llevaron, pero fotocopiaron todos los documentos y devolvieron los archivos.
– ¿A quién?
– Yo… no estoy seguro. Creo que directamente aquí, a los archivos. Pasaron un montón de tiempo aquí abajo. Usted debería tener las fotocopias de estos archivos en su oficina.
– Estoy seguro de ello.
– ¿Puede enviarme unas copias?
– Lo haré. ¿Conserva datos del personal en su ordenador? -le pregunté.
– Ahora lo hacemos -contestó-, pero en aquella época no. Por esa razón conservamos estos archivos. De todos modos, creo en los archivos de papel, no en los archivos informáticos.
– Yo también -dije-. Muy bien, ¿qué hay de Lucita González Pérez?
El señor Rosenthal fue al archivador marcado con la etiqueta «E-G», y ambos buscamos su carpeta, pero Lucita no estaba allí. Probamos en la «P», pero tampoco estaba allí.
El señor Rosenthal me dijo:
– Aparentemente, sus colegas colocaron en otro sitio los archivos que estamos buscando o bien olvidaron devolver los archivos correspondientes a Brock, Scarangello y González Pérez.
– Aparentemente. Lo comprobaré en mi oficina. ¿La señora Morales se encuentra en este momento en el hotel?