– Entiendo… bien, hicimos lo mejor que pudimos dadas las circunstancias. No resultaba fácil tratar con ellos. Sin ánimo de ofender.
– No me ofendo. O sea, que prácticamente tomaron este lugar.
– Así es.
– ¿Le pidieron, por ejemplo, que echase a los periodistas que estaban alojados aquí?
– Sí, ahora que lo menciona, sí, eso hicieron. -Y añadió con una sonrisa-: No sé quiénes eran peores huéspedes, si el FBI o los periodistas. Sin ánimo de ofender.
– No se preocupe.
– Los periodistas montaron un escándalo, pero como se trataba de una cuestión de seguridad nacional tuvieron que marcharse -dijo el señor Rosenthal.
– Por supuesto. ¿Cree que sería capaz de recuperar los nombres de los agentes del FBI que estuvieron alojados en el hotel desde julio de 1996 hasta, digamos, octubre?
– No lo creo. Cuando acabó todo vino una persona del FBI y limpió el ordenador. Seguridad nacional. Por eso me gustan los archivos en papel.
– A mí también.
Seguía dándome de bruces contra una pared de ladrillos. Pero había descubierto algunas cosas interesantes y extrañas que ni Kate, ni Dick Kearns, ni Marie Gubitosi me habían mencionado. Probablemente porque no lo sabían. Bueno, al menos Dick y Marie no habrían sabido nada acerca de personas, archivos y datos informáticos desaparecidos. Pero la señorita Mayfield podría haberlo sabido.
– Veamos la habitación 203 -le dije al señor Rosenthal.
Me miró con una expresión de extrañeza.
– ¿Por qué? Han pasado cinco años.
– Las habitaciones me hablan.
Su expresión ahora era divertida, lo que resultaba comprensible después de una afirmación como ésa. Creo que estaba empezando a sospechar y dijo:
– Puede que haya huéspedes en esa habitación. -Y añadió, con cierta vacilación-: ¿Le molestaría repetirme el propósito de su visita?
Cuando trabajo solo tengo que hacer dos papeles, el de poli bueno y el de poli malo, lo que a veces resulta desconcertante para la persona con la que estoy hablando, pero no para mí.
– El propósito de mi visita no es la situación legal de sus empleados -dije-. Pero podría convertirse en eso. Mientras tanto, ésta es mi investigación, señor Rosenthal, no la suya. Lléveme a la habitación 203.
CAPÍTULO 25
Llegamos al mostrador de recepción y el señor Rosenthal le preguntó a Peter:
– ¿Hay alguien registrado en la habitación 203?
Peter lo comprobó en el ordenador.
– Sí, señor. El señor y la señora Schultz, una estancia de dos noches, llegaron…
Le interrumpí y le dije:
– Compruebe si están en la habitación.
– Sí, señor.
Llamó a la habitación y alguien contestó.
Peter me miró.
– Dígales que deben salir de la habitación. Dígales que hay una serpiente suelta o lo que se le ocurra. Pueden regresar en veinte minutos.
Peter se aclaró la voz y dijo al auricular:
– Lo siento, señora Schultz, pero usted y el señor Schultz tendrán que abandonar la habitación durante veinte minutos… hay… un problema eléctrico. Sí. Gracias.
El señor Rosenthal no parecía muy feliz con mi compañía, pero le dijo a Peter:
– Entréguele al señor Corey una llave de la habitación 203.
Peter abrió un cajón y sacó una llave de metal que me entregó.
– Supongo que no me necesita -dijo el señor Rosenthal-. Estaré en mi despacho si precisa alguna otra cosa.
No quería a ese tío fuera de mi vista y pensando en hacer una llamada al FBI, de modo que le dije:
– Me gustaría que me acompañase. Indíqueme el camino.
El señor Rosenthal, aunque con cierta renuencia, se dirigió hacia la puerta del vestíbulo y luego recorrió el sendero que separaba la construcción original del Moneybogue Bay Pavilion.
El nuevo edificio, como ya he explicado, era una estructura carente de todo encanto, aunque en el techo había una cúpula provista de una veleta que me indicaba que la brisa soplaba desde la bahía.
Subimos a la segunda planta por una escalera exterior y recorrimos la galería abierta, que estaba cubierta por un alero que, a esta hora, le daba sombra. Una pareja mayor estaba saliendo de prisa de una de las habitaciones y supuse que se trataba de la 203, la de la serpiente eléctrica.
La pareja pasó rápidamente junto a nosotros y yo abrí la puerta con la llave que me había dado Peter y entramos en la habitación.
Los Schultz eran unas personas muy ordenadas y parecía que nadie había estado allí.
Era una habitación de buen tamaño, decorada en un estilo Martha Stewart, en azul y blanco, algo que predomina en esa zona.
Comprobé el cuarto de baño, con una ducha lo bastante grande como para acomodar holgadamente a dos personas, o a cuatro amigos íntimos.
Regresé al salón y eché un vistazo al módulo de la pared, que contenía un televisor y estantes donde había vasos, servilletas, varillas para agitar las bebidas y un sacacorchos. Debajo estaba el minibar.
Yo sabía que el FBI había espolvoreado toda la habitación, del suelo al techo, y pasado la aspiradora por la alfombra, los sillones y la cama en busca de huellas. Pero Roxanne Scarangello se les había adelantado, y suponiendo que hiciera un buen trabajo, probablemente en este lugar no quedaba ya una huella dactilar, una fibra o un pelo perdidos, y tampoco un condón cargado de ADN flotando en la taza del váter. Pero nunca se sabe.
Regresé al módulo de la pared. El televisor estaba sujeto a una placa giratoria y le di la vuelta, revelando la parte posterior del aparato donde había tomas para audio y vídeo, además del sistema de conexión por cable.
Podía imaginar a Don Juan y su acompañante regresando de prisa a esta habitación después de su cita romántica en la playa.
Posiblemente, durante el viaje de regreso desde la playa, quienquiera que no estuviese al volante miró en el visor de la cámara para ver si habían grabado lo que vieron que sucedía en el cielo.
Suponiendo que vieran realmente la explosión en el visor, no hay duda de que querrían haber visto mejor las imágenes en el televisor de la habitación.
De modo que enchufaron el adaptador AC en la cámara de vídeo, luego en la toma de la pared -que podía ver a la derecha del módulo de la pared-, luego cogieron un cable largo y conectaron la cámara de vídeo a las tomas del televisor, pulsaron «play» y contemplaron y escucharon lo que habían grabado en la playa.
Ellos habrían tenido consigo el adaptador AC y el cable, suponiendo que su intención original fuese regresar a esta habitación de hotel para pasar su cinta de la playa en el televisor mientras bebían unas copas y se ponían nuevamente a tono.
Existía, por supuesto, la posibilidad de que esa pareja no hubiese mantenido relaciones sexuales en la playa, que sólo quisieran filmar el crepúsculo para crear un ambiente romántico para después, y captaran inadvertidamente los momentos finales del vuelo 800 de la TWA.
En realidad no importaba lo que había en primer plano -ya sea que estuviesen follando o simplemente cogiéndose de las manos-, lo que importaba estaba en el fondo.
En cualquier caso, no estaban casados entre ellos, o esa cinta de vídeo hubiese sido entregada al FBI.
En cambio, se largaron de Westhampton tan de prisa que dejaron pruebas en la playa y una fianza de quinientos dólares en el Hotel Bayview.
La pregunta del millón era, ¿destruyeron la cinta?
Yo lo hubiera hecho. Y, por otra parte, no lo hubiera hecho. Una vez destruida, la cinta no podría recuperarse nunca más, y la gente no suele dar esos pasos irreversibles, sino que tienden a ocultar las pruebas, como puedo atestiguar. Conozco al menos diez personas que están en prisión y que no se encontrarían en ese lugar si hubiesen destruido las pruebas de sus delitos. La personalidad narcisista hace cosas realmente estúpidas.
El señor Rosenthal permanecía en silencio, esperando quizá que la habitación me hablara, y pensé en llevarme la mano ahuecada a la oreja, pero se había mostrado muy cooperador hasta hacía unos diez minutos y no veía ninguna razón para inquietarle aún más.